Todo el mundo concuerda con que la revolución de las computadoras personales de los últimos años democratizó tiránicamente y empujó fatalmente ciertos modos de producción “artística”, especialmente a nivel amateur y sobre todo en lo que es montaje: de peliculitas, peliculones, sonidos y, naturalmente, fotos. Sin embargo, recortar prolija o desordenadamente y pegar coherente o bizarramente pedazos de fotos de las más diversificadas fuentes ya era dilecto deleite de nuestros tatarabuelos, arcaicamente dotados de fotos familiares (y poco más) y pesadísimas tijeras: lo confirma una deslumbrante muestra que se pudo ver en el Metropolitan Museum de Nueva York a principios de año, Playing with Pictures, the Art of Victorian Photocollage, que exponía, a través de una colección extraordinaria, cómo los aristócratas o buenos burgueses anglosajones del siglo XIX, en su mayoría mujeres, se divertían armando absurdas composiciones con las imágenes de sus queridos parientes.

La muestra norteamericana (ya que tuvo etapas en Chicago y Ontario) no sólo confirma lo temprano de la práctica (vieja más o menos como la fotografía misma, las obras son todas de 1860-1880) sino su precoz vocación a la extravagancia: cuando se corta, pega y ensambla, se hace generalmente para crear rarezas. Son testimonios las piezas de Victoria Alexandrina Anderson-Pelham, Sir Edgard Charles Blount, Georgina Berkeley: nada les envidian, estructuralmente, a las más curiosas asociaciones surrealistas de Max Ernst o de los geniales Jindich Štyrský y Toyen. Después obviamente vino Dadá, sobre todo el Dadá berlinés que en cierto modo inventa el fotomontaje moderno fijando al género una lógica compositiva y sobre todo una actitud ferozmente satírica y política: deformación, encuentro de lo heteróclito y latigazos anti-establishment (cuando el establishment era el nazismo). Los obvios Haussmann, Höch y Heartfield entonces, pero también, un poco después y en otros lugares, Josep Renal y Mieczyslaw Berman.

La otra cara, opuesta, de su “modo de empleo” fue la propaganda: la Unión Soviética produjo una cantidad de fotomontajes portentosa, también por sus cualidades estéticas. Evitaré los de siempre y me limitaré a nombrar la prodigiosa pareja formada por Gustav Klutsis y Valentina Kulagina. También en este caso, aunque explotado en dirección encomiástica, el concepto de aberración visual de lo real persistía: falta de proporción entre las figuras, fusión de elementos a través de transparencias, perspectivas imposibles.

Parece que hoy en día, tal vez por el abuso de fotomontajes en el campo publicitario y la moda de photoshop, los artistas se han alejado de este medio, ya que son escasos los fotomontajistas duros y puros: el canadiense Jeff Wall, el japonés Yutaka Inagawa, pocos otros. La apuesta de Haroldo González con su Aperturas presupone entonces una especie de pequeña y educada reanimación del género.

A nivel temático la cuestión es quizá demasiado sencilla: González eligió a diez mujeres más o menos carismáticas -todas actrices de ilustre trayectoria más Eva Perón, Mercedes Pinto y un par de desconocidas- y puso como eje focal de los cuadros sus ojos. Luego las rodeó de objetos cotidianos “agrandados” formando un marco apretador, según la sugerencia de Cristina Bausero y Germán Machado, que crearía “un espacio para la reflexión sobre la condición de género”.

La elección de mujeres con poder y atractivo embriaga un poco dicha lectura “reivindicativa”; además los objetos que interfieren con la visión completa de los rostros no siempre parecen justificados en sentido explicativo. Si por ejemplo el caso de Marilyn Monroe rodeada de pedacitos de diarios (¿o páginas de libro?) y titulado Dirty press es demasiado claro, o el de una almodovaranizada Penélope Cruz, cuya mirada se vislumbra entre tallos espinosos de rosas, se justifica por la ojeada seductora de la española, ¿qué relación, aunque estrambótica, pueden tener las caras de una Evita chillona y de la escritora Pintos de Rojo vestida de monja, con un montón de tornillos oxidados? Tal vez sólo un asunto estético.

Lo que sí resulta fresco es el proceso de composición: el artista no usa un simple montaje de fotos, sino de foto -los retratos femeninos- contrapuesta a objeto real, 3D, luego refotografiado: la textura y el volumen de, por ejemplo, hilos y broche o de un collar, cruzados con retratos de revista, asumen contornos más vivos, más peliagudos que la simple superposición de recortes bidimensionales, e imponen un choque entre la solidez de los primeros y la evanescencia de los segundos. El efecto, entre Swift y el Dr. Cyclops, de elementos “ampliados” que “cambian de escala” no se vuelve “evidencia de un nuevo paisaje y una nueva percepción” (otra vez Bausero y Machado), pero cautiva por su dinamismo plástico pese a la planicie propia de las fotos.

Hay también toques de humor. Por un lado, microcortocircuitos de imágenes y palabras: la navaja de Hecho en Hollywood que, previsiblemente buñueliana, corta el ojo de Ava Gardner mostrando su tautológico “Made in Usa”, o la otra hoja de afeitar, en Gilette, que dibuja la silueta de un rostro ignoto (la Miss Gilette) mientras ostenta un “conocida por todos” grabado en el metal de la hoja. Por el otro, la ambigüedad creada gracias a la ampliación fotográfica que desdibuja las cosas: ¿la cara de la “actriz desconocida por ahora” de Detrás de la trama se distingue entre una selva de fideos o de gomitas? ¿Y la Jean Harlow de Luxury nos hace cucú desde un torbellino de tentáculos de pulpo o de un collar de perlas? (dicho de paso, creo que en ambos casos es la segunda opción). Más allá de su contenido, la muestra vale la visita por esa ampliación en sentido volumétrico del género.

Como dijo una vez El Lissitzky, quizá el más refinado de todos los constructivistas y un exquisito fotomontajista, “cada invención artística es un evento único; con el pasar del tiempo se producen diferentes versiones de la invención primitiva, a veces más sagaces, a veces más chatas, raramente con la misma potencia original”. Los fotomontajes de González se sitúan cómodamente, por su técnica, entre los sagaces.