Osvaldo Bayer (Santa Fe, 1927) es una figura bastante difícil de encasillar en el ya complicadísimo mapa político argentino: se declara ideológicamente anarquista y, por sobre todo, pacifista, mostrándose tan crítico de la figura de Perón (lo que le valió por más de uno el lineal calificativo de “gorila”) como de quienes se opusieron a su proyecto. Entre sus obras más notables se encuentran los cuatro tomos de La Patagonia rebelde (editados entre 1972 y 1975), que inspiraron la película estelarizada por Héctor Alterio, Federico Luppi y Luis Brandoni. Además de este film, el próximo fin de semana también podrá verse el guión-ensayo Fútbol argentino (1990) y el documental Todo es ausencia (1984), de Rodolfo Kuhn, sobre desaparecidos de la dictadura, en el que Bayer ofició de libretista. Pero es Awka Liwen (2010) la verdadera vedette de este pequeño ciclo.

Awka Liwen -que en mapuche significa “rebelde amanecer”- es, más que un buen documental, un documento de vital importancia para la construcción identitaria argentina. Dirigido por Mariano Aiello y Kristina Hille, quienes guionaron junto con Bayer, el film realiza un repaso genealógico, pivoteando entre pasado y presente de la construcción del Estado argentino y la relación que tiene este proceso fundacional con la matanza y apropiación de pueblos autóctonos. Posiblemente el logro más relevante de la película sea el invaluable material de archivo, no sólo a base de fotografías y documentos nunca antes vistos, sino también de material cinematográfico, que dotan a la obra de un buen ritmo y la alejan de una mera estética de “cabezas parlantes”. Es igualmente por medio de esta agilidad de edición que a veces se les va un poco la mano en el uso de filtros y animaciones digitales, pero en criterios generales es un film bastante certero en su construcción.

Abajo, próceres

El film gira sobre dos puntos claves, íntimamente ligados. Primero: la idea de la construcción de una identidad nacional enarbolada sobre un proceso genocida en el que lo racial, lejos de ser parte de lo silenciado, sirvió como discurso manifiesto en el que sostener un reordenamiento del territorio de acuerdo con intereses oligárquicos. La historia oficial de Argentina está construida sobre los hombros de grandes figuras fundacionales, pero éstas están profundamente hermanadas a los intereses de grandes terratenientes ganaderos, como José Martínez de Hoz.

Es así que, creada la Ley de Avellaneda de 1778, con la que se buscaba colonizar el sur del país, se desata una política de expropiación y europeización a ultranza que reparte, en procesos flagrantemente corruptos, los fértiles territorios habitados por la población original argentina. En tal “proceso de organización nacional” -término acuñado por Mitre y luego reasumido por Videla- cabe mencionar el exterminio de indios renqueles a manos del coronel Federico Rauch durante el gobierno de Rivadavia y la “Campaña del desierto”, en la que se presume que murieron entre diez mil y catorce mil indígenas por órdenes de Julio Argentino Roca. Tampoco se salva Perón, con quien el film tiene una relación paradójica que quizá tenga que ver con el ya complicado vínculo que Bayer tuvo con las censuras de sus primeros gobiernos y, más que nada, con las del gobierno de Isabelita Perón.

El segundo gran punto es una noción de circularidad histórica: Osvaldo Bayer intenta dejar en claro que, en sus variados velos, el racismo sigue siendo el mismo, no sólo en las prácticas sociales (traza un paralelismo entre las mujeres indígenas vendidas como esclavas en el Hotel de Inmigrantes y las empleadas domésticas de las clases medias y altas argentinas de la actualidad), sino también en el mapa político y económico, con figuras fundamentales del gobierno y de grupos de presión que no son más que reediciones o familiares directos de quienes tuvieron íntima relación con el genocidio indígena (como ejemplo, el bisnieto de Martínez de Hoz fue el ministro de Economía de la dictadura entre 1976 y 1983, agregando el detalle de que el mismo Bayer fue encarcelado tras iniciativa del bisnieto de Juan Enrique Rauch, a quien el escritor había acusado de asesino).

Éste es posiblemente el punto más interesante y a la vez más irregular de la película. Por un lado, saca los trapitos al sol de un montón de lógicas propias del racismo estructural de la subjetividad argentina, al tiempo que reedita el conflicto vinculándolo con las retenciones de los grandes terratenientes de 2008. Por otro lado, por momentos, más allá de mostrar cierto recurso de revisión histórica interesante, parece caer en algunos razonamientos algo lineales (del estilo de Galeano), sobre todo cuando homologa a los habitantes del conurbano y a las clases bajas de la actualidad con las poblaciones indígenas expropiadas.

Sin embargo, el aspecto más interesante del film se centra en una mera cifra arrojada casi al comienzo: el detalle de que cerca de 63% de la población argentina tiene en sus genes herencia autóctona, un porcentaje que hace pedazos el narcisismo europeizante sobre el que se construyó su imaginario nacional. Este mismo detalle también convierte a Awka Liwen en una obra que se debe ver en nuestro país, un Uruguay que también tiene nombres de avenidas escritos con sangre e historiadores y políticos que siguen considerándonos hijos de los barcos.