Mundialito es ambiciosa. Pretende iluminar el complicado vínculo entre política y deporte ya desde el afiche, que muestra a la mascota del evento pegándole de taquito a una urna, en una guiñada al volante clandestino que pedía “hágale un gol a la dictadura: vote No”.

Concretamente, el documental busca poner en evidencia la relación entre el plebiscito de noviembre de 1980 -en el que se decidió no aprobar la reforma constitucional propuesta por el gobierno dictatorial- y la realización del Mundialito un mes después. En ese sentido, la película no es exitosa, ya que transmite la idea de que la consulta popular y el torneo deportivo fueron más bien procesos concurrentes y no parte de una misma maniobra orquestada. Y podría decirse que se queda corta en explicar cómo, estando prohibida la actividad partidaria, la política seguía funcionando precisamente en el ámbito de la dirigencia deportiva.

Sin embargo, mirado desde otros ángulos, el documental funciona muy bien. Ante todo, porque entretiene. La primera parte, sostenida a base de testimonios personales y enfocada tanto en el plebiscito como en el campeonato, está montada de manera fluida y cuenta con el invalorable aporte del empresario-delincuente Angelos Voulgaris, que le inyecta una buena dosis de comicidad. Cuando la seguidilla de cabezas parlantes está a punto de aburrir, comienza la segunda parte, ya enfocada en el transcurso del torneo, y las imágenes de los partidos y su entorno entregan puro goce visual, algo que no abunda en los documentales nacionales.

El talante de esa segunda mitad de la pélicula -ágil, abierto, imprevisible- representa bien la novedad que Mundialito supone no sólo en el prolífico rubro de audivisuales sobre la dictadura, sino también en el más general terreno de los estudios sobre el pasado reciente. Porque Mundialito se mete con un tema que -como todo espectáculo- fue, antes que nada, de dominio público, mientras que la mayoría de los documentales intenta develar algo ocurrido en ámbitos privados, como las violaciones a los derechos humanos. Como dice WG Sebald en su libro Historia natural de la destrucción, a veces los acontecimientos históricos más evidentes resultan los más difíciles de abordar; el alemán se refería a los traumas que dejó la Segunda Guerra Mundial en su país, pero bien se puede aplicar su idea a aspectos notorios de la dictadura, como su política cultural, de la que el Mundialito formó parte importante. Después de todo, la superioridad futbolística celeste era el único campo en el que los dictadores podían seguir sosteniendo el mito de la excepcionalidad uruguaya, dado que al otro pilar -la tradición democrática- ellos mismos se habían encargado de demolerlo a partir de 1973.

Tu mundial y el mío

Entre las virtudes de Mundialito también está que, además de plantear una tesis, presenta una anti-tesis: parte del aristoteliano “todo es político”, pero también incluye varias opiniones en contrario. Quien mejor sintetiza este punto de vista es João Havelange, presidente de la FIFA en 1980, con su frase (slogan de la película) “yo no hago política, hago deporte”. Ni es el único que lo sostiene -la mayoría de los jugadores de Uruguay oscila entre la confusión, la ignorancia y el oportunismo respecto a la situación política del país-, ni su frase admite una única interpretación.

Porque esa imposibilidad de conciliar en una misma esfera mental el deporte y la política también la expresan, de otra forma, diversos entrevistados asociados a posiciones de izquierda (el periodista Ricardo Piñeyrúa, el ex tupamaro Marcelo Estefanell, indirectamente el comunista José Pacella) al describir su propia experiencia durante el torneo, que oscila entre el disfrute como amantes del juego y la crítica -muchas veces a posteriori- del contexto en que se desarrollaba. Y, si se permite la especulación, ¿qué otra cosa es la esencia del deporte que esa negación cíclica de las tragedias personales y colectivas, puesta en escena en forma de continuos torneos y campeonatos? Hay, obviamente, una zona del deporte que es impenetrable al análisis político, y Mundialito lo ilustra bien.

Otro de los logros de la película consiste en mostrar claramente que el Mundialito dependió en gran parte de la inciativa empresarial, o sea, de actores civiles. Aquí, sin embargo, tiene dos puntos débiles. Por un lado, no logra profundizar en las diversas internas que incidieron en la organizacion del torneo, ni a nivel de mandos militares ni de clubes deportivos (ver entrevista con Gerardo Caetano). Por otra parte, no explica bien la relevancia de las figuras mencionadas o entrevistadas. Por ejemplo, Washington Cataldi es presentado como un dirigente del Club Atlético Peñarol. Pero este gran responsable de la puesta en marcha del torneo también fue un político del Partido Colorado (que, recuperada la democracia, debió ampararse en sus fueros parlamentarios para evitar juicios varios, y que por ese mismo motivo residió luego fuera del país hasta su muerte). También hubiera sido bueno que se aclarara la relevancia de Julio María Sanguinetti, no sólo como ex presidente, sino como alto dirigente de Peñarol. O aclarar la importancia que tuvo el Club Atlético Defensor, al que pertenecían el dirigente de la AUF Eduardo Rocca Couture y el presidente de la insitución, el marino Yamandú Flangini. No se trata de estirar el metraje, pero sí de hacer un mejor uso de los sobreimpresos.

De igual modo, la película falla al representar la recepción que el Mundial tuvo en la mayoría de la ciudadanía. Sólo está presente a través del testimonio de periodistas deportivos, futbolistas y políticos, es decir, de observadores privilegiados. En esto, Mundialito adolece de la sobrerrepresentación de figuras que son relevantes hoy (aparece Mujica) en detrimento del rescate de otras que fueron protagónicas en el momento de los hechos investigados. La abundante presencia del escritor y ex preso político tupamaro Marcelo Estefanell, por ejemplo, fundamentada en su declaración (también eslogan de la película) de que el triunfo de Uruguay fue el único momento en que prisioneros y guardias festejaron juntos, pone en evidencia la poca importancia dada a quienes no pasaron por una experiencia tan extrema, o sea, la mayoría de los uruguayos. Y, puesta la vista en singularidades, aparece demasiado solitario Jorge Batlle como única voz de los que estaban en contra de todo lo que tuviera que ver con el campeonato mundial de la dictadura.

Por suerte, ninguna de las fallas de Mundialito cancela futuras investigaciones en el tema. Al contrario, posiblemente las estimule, dado que su mayor hallazgo es haber encontrado un anclaje evidentemente popular para abordar los estudios sobre la dictadura. En esto, es un empujón saludable a las varias iniciativas académicas que intentan echar luz sobre los cambios que se produjeron en aquel período en el ámbito, en sentido amplio, de la cultura.