Es evidente que Fletcher tiene en su dramaturgia muchos de los elementos (y hasta obsesiones) pinterianos: el gusto por los diálogos punzantes, la creación de un microcosmos (de living) en el que los personajes alardean su egocentrismo en una red de relaciones ficticias y falsamente intimistas (las confesiones entre psicólogos y pacientes en Pelea de osos, entre amantes y amigos en Traición), los cambios humorales repentinos, el trabajo del tiempo sobre los personajes (ambas obras se “mueven” a lo largo de años). Quizá estos intereses comunes llevaron a Fletcher a dirigir uno de los mejores Pinter vistos en Montevideo. Sostenido sobre un triángulo amoroso y sus alteraciones, tema que Pinter trató en varias ocasiones, el espectáculo está interpretado por Gustavo Alonso, Claudia Trecu, Pablo Dive y Doménico Caperchione con la perfección de un reloj cucú. De mecanismos y prioridades hablamos con él.

-Parte de su carrera comenzó en Montevideo. ¿Cómo fue?

-Hasta 1994 no había hecho nada en un teatro, estaba trabajando en una zapatería y un día pensé que quería dirigir un Shakespeare. A principios de los 90 hice un máster en texto y actuación en la Royal Academy of Dramatic Art en el King’s College de Londres, y después de eso empecé a acercarme al mundo teatral, pero sabía que en realidad no existe una escuela para ser director, la única manera para aprender es hacerlo. Vine a Montevideo en 1994 porque tenía la posibilidad de dirigir teatro en inglés en el Anglo [Tempestad, de Shakespeare, y El camarero tonto, de Pinter]. Excelente oportunidad, porque no es fácil dirigir en Londres cuando uno es nuevo.

-Una diferencia con nuestro medio…

-Sí, Montevideo es una curiosidad, hay un gran mundo de teatro que está armado para una ciudad chica. Algo muy sorprendente. Fuera de eso, no veo tantas diferencias. Ustedes acá tienen lo mismo: el teatro más comercial (allá, por ejemplo, abundan los musicales), el alto, el teatro off y después el universo independiente. Todos buscan audiencia. La diferencia entre aquí y allá es la perspectiva de participación.

-¿Cuál fue el criterio para la elección de Traición?

-Mis modelos son más escritores que directores. Cuando El Galpón me invitó a hacer algo yo elegí uno de mis modelos, porque la precisión con la que Pinter piensa y arma una escena es siempre increíblemente sutil, con muchos matices. Una vez que entrás en eso, estás siempre descubriendo cosas. Para todos los ingleses Shakespeare es un modelo, pero no porque es Shakespeare el clásico, sino porque cuando trabajás con sus textos se arma un nivel de complicaciones extraordinario: contradicciones, indecisiones, ambigüedad entre lo que está haciendo un personaje y lo que está pensando. Uno se pregunta muy seguido “¿qué está pasando acá?”. Existe una brecha importante entre las palabras y la acción, que es algo que me interesa enormemente y que Pinter también entiende a la perfección. Para él está clarísimo cuál es el juego del teatro: buscar una verdad. Pero también cree firmemente que si la verdad es muy obvia no hay juego. Cuando uso esa palabra, “verdad”, no entiendo la verdad como secreto que sacamos de un cajón, ya pronta. La verdad es cómo y qué están sintiendo los personajes en el momento, y eso es un trabajo muy delicado, refinado. Los mejores escritores comprenden que los sentimientos que ellos están capturando deben ser tan articulados y complejos como la vida real. El criterio, cuando dirijo, es siempre: ¿me convence lo que está diciendo el actor? Si no me convence eso, no está bien. Es evidente que los actores siempre quieren hacerlo bien, pero a veces sale mal (sobreactuando o minimizando): todo el trabajo hay que concentrarlo en el proceso de ensayo, en la gran búsqueda es ese nivel de “verdad”.

-¿Cómo fue el proceso de la puesta en escena?

-En las dos obras que dirigí acá empecé a hacer mucho trabajo de mesa, que es fundamental para mí, sobre todo para ver si la traducción funciona, algo absolutamente clave para que la puesta en escena marche bien. Pero también es un proceso para que los actores entiendan realmente el texto. O sea: el actor debe entender a quién le está hablando porque a veces parece que estás hablándole a otro u otra y le estás hablando a alguien más y esas cosas son muy básicas, pero hondamente importantes. Luego, tiene que percibir con claridad de qué se está hablando, cuál es el verdadero significado de las palabras. Después que se tiene eso, se arma todo y se llega a la intención, jugando con su significado. Estuve dando un taller en El Galpón y se trabajaba una página de otro Pinter, The Homecoming (1964). Ahí dos personas hablan de una mesa, de sus cualidades, etcétera, y uno se pregunta qué está pasando: lo que pasa en realidad es que se está dando una lucha entre dos personas que usan la mesa como excusa. Bueno, una vez que lográs eso, tenés la primera parte del trabajo. En el momento en que se encuentran las dinámicas de la escena (a quién y de qué) hay que olvidarse de las palabras, casi tirar el texto: es todo juego, exploración en tres dimensiones, investigación de las dinámicas en el espacio, de sus funcionamientos. A partir de eso se construye la escena con los movimientos-instintos de los actores, que son fundamentales también, no podría trabajar sin ellos. Al final del proceso se vuelve a las palabras.

-Hablamos de Shakespeare y Pinter, ¿y los nuevos dramaturgos ingleses?

-Es difícil comentar sobre ellos, la complicación de hacer teatro allá y acá es un poco diferente. En Londres, para ganar plata hacés televisión o, si podés, cine o publicidad. Yo creo que la televisión saca mucho el jugo de los autores. Hay autores que son interesantes, pero que desaparecen. Muchos de mis amigos son así, no trabajan en teatro porque toda la energía se va en los otros medios. En cambio, en Uruguay toda la energía se concentra en al teatro. De todas formas, uno de los nuevos británicos que destacaría es Jez Butterworth, este año estrenó Jerusalem, una obra muy lograda.