El inglés redacted, del título original, se refiere, como en el verbo “redactar” en español, a la parte conceptual de la confección de un texto, pero suele usarse con dos sentidos menos comunes en español, que sobreviven en el uso periodístico de “redacción” para designar la sección encargada de establecer, seleccionar, compilar, componer y alterar la forma (editar) de los escritos. La película empieza con el texto legal que indica que la película está basada en hechos reales pero que es “totalmente ficticia”, y que los personajes, sus dichos y sus hechos no deben confundirse con los de personas reales. De a poco algunas palabras de ese texto van siendo tachadas, como si fuera con marcador negro espeso, a la manera de como suelen hacerse públicos los documentos clasificados que supuestamente envuelven cuestiones de seguridad. Ese tachado progresivo genera ante nuestra mirada una especie de poema concreto animado: “totalmente ficticio, inspirado en un incidente” se convierte en su casi opuesto: “totalmente inspirado en un incidente”, o la palabra “confused” queda reducida a “used”. De este proceso de supresión sobran las ocho letras del título.

Ello podría indicar, por ejemplo, que pese al impedimento legal de referirse directamente a la matanza de Al-Mahmudiyah, una cierta “verdad” persiste en la película: la acción ocurre siempre en 2006 pero se traslada de Al-Mahmudiyah a Samarra; la niña iraquí violada y asesinada (junto a toda su familia) por los soldados estadounidenses, ya no tiene 14 sino 15 años; el compañero que los va a denunciar no es ajeno al grupo que realizó el crimen sino uno de los que estuvieron allí. Por lo demás, es la misma historia.

Pero el título y el tratamiento poético de los créditos desvían una parte de nuestra atención a los procedimientos. Se agrega una capa de recepción que tiene que ver con el acceso a la información, a discernir los datos confiables de los que no lo son, a darse o no por satisfecho con cierto nivel de completitud y de parcialidad. Y hay una referencia a la propia manera como está armada la narrativa, que es como un equivalente audiovisual de lo que eran las novelas epistolares: todas las imágenes simulan registros realizados en el ámbito mismo de la diégesis: cámaras de vigilancia, videos subidos a internet (recuadrados dentro de los sitios respectivos), una película documental en francés, programas televisivos, tomas hechas por periodistas acoplados a los operativos, registros de interrogatorios o sesiones de terapia, y sobre todo el diario fílmico del soldado Ángel Salazar, titulado Tell Me No Lies (“no me digas mentiras”), de donde sale la línea de diálogo usada como eslogan de la película: “la primera víctima de la guerra es la verdad”.

Este criterio de armado, mantenido con bastante verosimilitud, llama la atención constantemente sobre los dispositivos de filmación, con sus temblores de cámara, diferencias de calidad de video, sobreimpresos con fecha y hora y número de cámara, transiciones marcadas por efectos preseteados de los programas de montaje digital. Salazar filma su reflejo en el espejo filmándose, y el espejo refleja también a McCoy, que lo filma a él (y a su propio reflejo también). La escena de la explosión está montada en forma analítica, desde dos ángulos, siendo uno de ellos el de la cámara de Salazar y el otro una imagen captada a escondidas por los propios guerrilleros y subida a internet. En este caso, la temporalidad del montaje se da a la manera de Méliès o Porter, repitiendo en el nuevo plano alguna fracción del tiempo transcurrido en el plano anterior. En un diálogo entre dos soldados, uno de ellos se para y viene hacia atrás de la cámara cada vez que quiere modificar el encuadre. El documental dentro de la película contiene elementos evidentemente “armados” (cuando van a ilustrar lo que suele ocurrir en las barreras, la escena principal empieza con una toma subjetiva desde dentro del auto que se acerca, y luego se traslada a imágenes exteriores en las que los personajes aparentemente se sorprenden de que los vayan a detener, y no se ve señal de la cámara que supuestamente estaba dentro del auto). Este tratamiento impone una cierta distancia, y en este caso implicó un ritmo plegado a la necesidad de cumplir con la premisa “documental” (o de mockumentary), con abundancia de tiempos muertos y de escenas que no integran la cadena de causas y efectos narrativos.

Antibélica

El énfasis en el proceso de armado de la información no llega a poner en cuestión la premisa de “verdad”, como sí ocurría, por ejemplo, en Ici et ailleurs, de Godard. Sigue predominando un componente de exposición y denuncia, y uno positivamente antibélico: quizá los soldados son inducidos a la violencia debido a la presión terrible a la que están sometidos, sí hay violencia y crueldad de ambas partes, sí hay algunos soldados buenos y honestos; pero el énfasis está en los daños que las fuerzas invasoras hacen a la población iraquí, en cómo el entrenamiento militar muchas veces induce a comportamientos prepotentes, agresivos y deshonestos; en cómo, aun si se justificara la invasión, la actitud de las fuerzas de ocupación dista mucho de tomar todos los cuidados para minimizar los daños colaterales. Es significativo que los dos inocentes del grupo sean los que se dedican a documentar los hechos, y que de las fuentes empleadas estén sistemáticamente omitidos los programas periodísticos estadounidenses. Los soldados malos tienen ideología netamente etnocéntrica, racista e imperialista.

Puede resultar curioso el que, de toda la generación de los movie brats (Spielberg, Scorsese, Coppola, Lucas, Bogdanovich, Schrader, Rafelson, Penn, Nichols, Pollack), sea justo Brian De Palma, autor de nostalgiosos y elegantes tributos hitchcockianos, el que haya hecho por lejos la película más decididamente “radical” de toda la filmografía colectiva de esa barra. Pero hay que recordar Pecados de guerra (1989), que ya lidiaba con un episodio similar de la guerra de Vietnam, aunque con un tratamiento clásico y con el correspondiente final catártico, y está sobre todo la carrera prehollywoodense del cineasta, en la que sí hay algunas películas políticamente ácidas y formalmente experimentales. Aun aquí, De Palma no refrena su cinefilia, y hay un par de alusiones muy pertinentes a La pandilla salvaje, de Peckinpah.

Si el contenido de Samarra suscita alguna reflexión sobre la cuestión de la accesibilidad de la información, su destino es una ilustración mucho más contundente del relegamiento de información subversiva en los medios estadounidenses. La película costó unos meros cinco millones de dólares: se filmó en cerca de un mes, con actores casi desconocidos. Con ese costo y con un director tan prestigioso, aunque dista mucho del tratamiento de un blockbuster, parecía imposible perder. Sin embargo, se estrenó en sólo 15 cines en Estados Unidos, y no recaudó allí más que 66 mil dólares. Hubo un boicot de parte de grupos conservadores, que probablemente no hicieron más que acentuar un disgusto generalizado entre el público estadounidense (críticos incluidos) por su tratamiento distanciado y por la postura “antipatriótica”. Se le acusó de omitir que los culpables de Al-Mahmudiyah fueron todos condenados a penas (tres de ellos de por vida), pero es un reproche bizarro, porque el veredicto se dio después de que la película había sido lanzada. Se reprobó también una “manipulación” tendiente a generar una idea negativa de los soldados estadounidenses.

La idea de “manipulación” en el tratamiento de asuntos reales es medio absurda, porque siempre hay manipulación. Uno suele señalar “manipulación” cuando no está de acuerdo con el punto de vista, o cuando está pero le parece que la argumentación no es convincente como a uno le gustaría. Samarra tiene la virtud de no intentar disimular su punto de vista en una supuesta imparcialidad. Concluye con una serie de fotos (ésas sí, verdaderas) de víctimas de la violencia invasora en Irak. Son imágenes terribles, justamente del tipo sangriento que el cine estadounidense viene tendiendo a omitir desde el 11 de setiembre, y que remiten a la actitud de Resnais en sus películas sobre la Segunda Guerra Mundial, coincidente con la fe de De Palma en la “verdad” de la imagen. Ese armado de fotos está sonorizado con “E lucevan le stelle”, de Puccini, buena candidata a melodía más triste y punzante jamás compuesta por alguien, y una además asociada (en la ópera Tosca) a una situación de injusticia política de parte de un gobierno reaccionario. En forma correspondiente a esa dialéctica entre sacudón emocional (manipulación decidida) y espacio para reflexión y distancia, los créditos se suceden en silencio.

Aquí, como en todos lados, la película se está exhibiendo con muy poca promoción, y en una única sala cinematográfica (Casablanca), que en la función a la que asistí (la del sábado a las 21.45) llevó nada más que seis personas, yo incluido. Es improbable que siga en la cartelera de la semana que viene, así que recomiendo que se apuren quienes quieran ver un trabajo cinematográficamente muy interesante, políticamente contundente y emotivamente intenso.