Con la poco festiva referencia al condicionamiento de cualquier texto literario a las “vigencias socioculturales de su época” y la urgencia crítica de encontrar “una nueva perspectiva” que lo aggiorne “fija[ndo] sus valores permanentes” Arturo Sergio Visca abría, en 1975, el primero de tres suplementos “extraordinarios” que el diario El País dedicó al centenario del nacimiento de Florencio Sánchez. Un cambio radical en la mirada, según Visca, sería el único capaz de “desencarnar” de su “temporalidad inicial” a una obra que por su propia naturaleza “se resiste a ser considerada en ese carácter de ucronismo utópico que -a pesar de que se trata, con todo rigor, de una abstracción- facilita su valoración definitiva”. Aunque hoy ningún crítico mínimamente sensato apostaría a la “fijación” de cualidades permanentes y mucho menos a una “valoración definitiva” de la obra (y si nos ponemos quisquillosos tampoco en los años 70: Barthes había gritado a los cuatro vientos que las respuestas las da cada lector y Eco, citándolo, ya iba por la tercera edición de su Opera aperta, pero para atrás todavía encontramos a Merleau-Ponty que en los 40 pregonaba perspectivas incapaces de agotar al objeto y horizontes siempre abiertos), la preocupación de Visca conserva todavía parte de su validez.

“La obra dramática de Florencio Sánchez se halla […] en esa posición de riesgoso equilibrio entre cercanía y distanciamiento temporal que dificulta la penetración hasta sus centros esenciales”, dice Visca regalando a Sánchez un homenaje parco y afligido, que contrarresta la euforia celebrativa impuesta por el año de la orientalidad que combate, con las armas que tiene, su mito. Y concluye: la “tarea de reubicación y nueva perspectivización aún no está hecha. Y es urgente. Florencio Sánchez es todavía el primer dramaturgo, en el orden de las calidades, del área cultural platense. Su edificio escénico debe ser puesto al día. Y debe ser iniciado en estos momentos en que su valoración, sin duda, está en una etapa de transición, porque […] aún su mundo dramático no se ha desprendido enteramente -creo que no es excesivamente arriesgado afirmarlo- de la corteza de lo circunstancial de sus vigencias epocales. […] El proceso de transformación no se ha cerrado todavía. Es función de la crítica -y, desde luego, de los directores o actores teatrales- contribuir lúcidamente a cerrar este proceso”.

Es difícil no reparar en los guiones que Visca elige para cercar a directores o actores (¿más nobleza obliga que fe en la incidencia y capacidades de renovación desde las tablas?) y preguntarse en qué medida las puestas de Sánchez de la época daban cuenta de las dificultades que el crítico señala (la temporada 1975 fue bastante magra: M’hijo el dotor y En familia, dirigidas por Denis Molina, desde la oficial Comedia Nacional y el Sólo Sánchez, con dirección de Helena Balea, que propuso el Teatro del Pueblo).

En definitiva, resulta imprescindible pensar, para entender razones, en qué medida el modelo naturalista tradicional de Sánchez tiene cabida en un sistema teatral que ya desde los años 60 lidia con los microsistemas realista reflexivo, absurdo y épico didáctico brechtiano, como señala Roger Mirza en La escena bajo vigilancia (2007) y para 1975 está elaborando, a partir de ellos, estrategias de resistencia al régimen dictatorial. O para concebirlo hoy, volver sobre el proceso vivido desde mediados de los 80 por un teatro de la posdictadura que quiere actualizarse, y lo hace en parte, integrando urgentemente estéticas minimalistas, antinaturalistas, posindustriales, pop y kitsch, y que ahora se debate entre la reelaboración de modelos de la década anterior con buenas dosis de pastiche, la voluntariosa reconstrucción de la memoria reciente y la mirada, todavía perpleja, a estéticas posdramáticas.

Entre las dos orillas, el hondo mar

Sin apelar a la oportunidad de los aniversarios, en 1998 se publica en Buenos Aires Florencio Sánchez entre las dos orillas, que reúne voces de distintos académicos de un lado y otro del río (del nuestro Pablo Rocca, Emilio Irigoyen, Gabriela Braselli y Rafael Mandressi). También de un lado y otro están organizados los ensayos: sus editores, Mirza y Osvaldo Pellettieri, dedican un prólogo a cada país, dispersión que el índice juega a eliminar omitiendo, en un lapsus que divertiría a más de un freudiano, el artículo de Noé Jitrik, probablemente el más incómodo en materia de recordatorios.

Jitrik abre su “Nuevamente Florencio Sánchez. Una mirada” con la lapidaria “es muy probable que una lectura actual, que haya pasado por la experiencia compleja de las vanguardias o el barroco, no tenga mucho de donde tomarse frente a la obra de Florencio Sánchez, ni en el sentido textual ni en el teatral”. Y aunque el artículo intente dar un giro en la mirada (él propone bajtinianamente “por decir algo”), el argentino denuncia, como Visca años antes, el pobre presente sancheano y la necesidad de “un rescate efectivo, no celebratorio ni precariamente monumentalista”.

Siglo XXI: ¿irrespeto tradicional?

Si ya no interesa la reubicación definitiva de Sánchez como pretendía Visca, algunas propuestas desde la escena parecen haber integrado, finalmente, la obra del dramaturgo a las formas de reescritura irrespetuosa, falsificada, entre paródica y travestida que les tocó en suerte y con suerte, por lo menos desde los años 60 hasta hoy, a otros clásicos como Shakespeare (Heiner Müller, Carmelo Bene, Jules Laforgue, María Dodera y Marianella Morena), Ariosto (Luca Ronconi y Edoardo Sanguineti), Pirandello (Andrea Liberovici y Sanguineti), Molière (Morena) o Arlt (Ricardo Bartís).

Mantuvimos “una relación de mucho irrespeto en el sentido tradicional […] el texto para nosotros es un espacio de trabajo que vamos a opinar y a tratar de atravesarlo y a acribillarlo con otros relatos”, dijo Bartís a propósito de De mal en peor (2005), especie de homenaje a Sánchez; excusa en realidad para atravesar la escena con cuestiones sobre lo nacional y en sus relaciones dinámicas con la tradición. La acción sucede un 25 de mayo de 1910 durante un toque de queda y la “amenaza”, para la familia protagonista, de una nueva revolución obrera e inmigrante, en un espacio-casa montado en la sede del Sportivo Teatral en Buenos Aires (donde Bartís opera), que el público atravesaba a medida que avanzaba la peripecia.

También con lo nacional y su enmarañada historia se metió Marianella Morena en Los últimos Sánchez (2006): el espectáculo-instalación montado en el Subte municipal imponía ya desde los nombres de los personajes -todas variaciones de Julio- el primer juego de espejos o de clones degradados, “nadie sabe qué pertenece al presente, al pasado nostálgico o al deseo de que ocurra. Los textos y los roles se cambiarán, así como todo, pero nada sucede, todo permanece igual, a pesar de que parezca lo contrario”, dicen las didascalias coqueteando con la melancolía o el mito, sin caer en ellos o, por lo menos, sin caer negligentemente, tentación que pocas reescrituras evitan.

El gesto más abierto de Morena en lo que toca a imaginario colectivo-Sánchez fue la elección del sempiterno vanguardista Alberto Restuccia para el papel de Padre Juliano. La directora puso sin duda el dedo en la llaga de la escena nacional, combinando el dramaturgo tan emblemático como momificado con este actor que, en varios sentidos, es un último Sánchez. Coincidió en las dos obras el trajín hermenéutico de los textos, la memoria y los automatismos macilentos con el de los espectadores desplazados por la acción de un lugar a otro.

Tras la quema, el mismo mito

Con varias perplejidades, en este año Florencio que festeja sin urgencia su muerte, se mide Cenizas de Sánchez, el último estreno sancheano. Basado en textos del dramaturgo, tamizados por otros de Alberto Sejas y Adrián Rodríguez, el grupo Polizónteatro dirigido por Enrique Permuy brinda un cuadro más bien estático, alternando entre vida y obra. Es decir, a un buen comienzo distanciador, extrañante, que afirma que lo que se ve (una tumba, varios objetos y un actor vestido, peinado y maquillado como el autor de Barranca abajo) no es más que una representación, “éste no es Florencio”, “éstas no son sus cenizas”, etcétera, citando literalmente, incluso en un arranque de hiperreferencialidad, la frase de Magritte, sigue un desarrollo menos distanciado de fragmentos de vida (cartas a Catita) y de obra (Barranca abajo, M’hijo el dotor, La tigra y El pasado). El teatro como fiesta que caracteriza las propuestas de Polizónteatro se convierte, con la misma alegría, en ceremonia funeraria opacada sólo por los intermedios de agonía en Italia o de reivindicaciones amargas de Zoilo.

Pero si el espectáculo puede negarse en escena como biografismo o citacionismo absolutos, no puede negar con la misma eficacia la reproducción del mito Sánchez (que se cita en el programa de mano), su muerte estilo Margarita Gautier y su carrera como epopeya nacional. Luego del exordio, no siguiendo la negación -siempre afirmación de otra cosa- Cenizas de Sánchez devuelve al espectador un Florencio intacto, con el que no se arriesga el diálogo: a la promesa de una obra reescrita (si irrespetuosamente mejor) a partir de sus cenizas, se ofrece al público una obra transcrita en la que emergen, fragmentarios, los mismos dilemas que preocupaban a Visca.