La emisión del capítulo piloto de El imperio del contrabando fue un acontecimiento realmente importante en la historia de la televisión y una buena señal de la revolución que ha significado para ésta el establecimiento de HBO como uno de los principales, o el principal, canal de televisión para abonados del mundo. Desde que en 1991 comenzó a ofrecer programación original que escapaba a los límites tradicionales de la televisión abierta, el grado de experimentación y riesgo narrativo asumido por el canal ha hecho que muchos de sus productos sean infinitamente más interesantes que la casi totalidad del cine estadounidense actual. Y más allá de algunas barreras temáticas derribadas por estas series, el trabajo de algunos de sus creadores -especialmente los realizados por David Simon (The Wire, Treme) han expandido las posibilidades expresivas de la televisión en sí, asumiendo formatos de larga duración en el tiempo que se diferencian tanto de las series tradicionales -dependientes del rating y sin final determinado- como el de las más breves miniseries.

El imperio del contrabando en particular puede considerarse un mojón por dos datos objetivos: el involucramiento -en todos sus planos- de uno de los mayores cineastas de la actualidad (Martin Scorsese, quien además de asentar sus parámetros estéticos y supervisar todos los capítulos dirigió el piloto), y el grado de inversión económica, que hizo que tan sólo el debut de la serie tuviera un costo de producción de 50 millones de dólares. Son dos datos que indican que no estamos hablando exactamente de televisión, o al menos no de lo que entendíamos como televisión hasta ahora.

Tomando como eje la larga década de la Prohibición (del comercio de bebidas alcohólicas), la historia gira alrededor de una versión ficcionalizada de Enoch Nucky Johnson (Steve Buscemi), un corruptísimo político republicano de Atlantic City que se las arregló para administrar la mayoría de los negocios ilegales de New Jersey durante la década del 20 y parte de la del 30. Johnson es una suerte de gángster renuente -y de corazón secretamente generoso- que trata de evitar el uso de la violencia aunque sin dejar de tratar de obtener dinero de cualquier forma posible, principalmente del contrabando de alcohol, y casi inevitablemente fuera de la ley. Alrededor de él giran otros personajes históricos (Lucky Luciano, Al Capone) y ficticios, como el lugarteniente de Johnson -James Darmody (Michael Pitt)-, un violento y ambicioso ex veterano de la Primera Guerra Mundial. A partir de este centro, la serie describe la escalada de beneficios económicos -y de violencia- producida por la Prohibición, contraponiendo la figura eventualmente carismática de Johnson a los más salvajes gángsters de Nueva York y Chicago, y contra un FBI que parece compuesto por fundamentalistas sin muchas luces. El resultado es, con escasas limitaciones de producción, casi tan espectacular como el de El aviador, Pandillas de Nueva York o cualquiera de las películas de época de Scorsese. Y no son sólo los decorados fastuosos y coloridos, sino también los pequeños detalles sociales -propagandas, shows de vaudeville, costumbres de consumo y relación racial-, detalles frecuentemente muy incorrectos para los parámetros actuales (es raro ver una serie actual en la que prácticamente todos los personajes fuman), pero que le dan un particular relieve a la reconstrucción. Las actuaciones -empezando por la del fantástico Buscemi, un actor de enorme y rara expresividad- son excelentes y Scorsese no llega a darse el gusto de incluir algún tema de los Rolling Stones, como es su costumbre, pero sí una excelente imitación a cargo de The Brian Johnston Massacre (incluida en la fantástica secuencia de créditos que comienza cada capítulo).

A pesar de ser tan disfrutable en el plano estético y actoral -además de los muchos aciertos narrativos de un guión trabajadísimo-, El imperio del contrabando adolece del principal defecto que ha marcado el cine tardío de Scorsese: una superficialidad intrínseca que no logra nunca superar el armado -cuidado pero cerebral- de escenarios y personajes. La historia daba para muchísimo, especialmente en el plano metafórico -no hay que ser muy lúcido para imaginarse conexiones entre la antigua guerra contra el alcohol y la actual contra las drogas, o entre la crisis económica actual y la que se avizora permanentemente en el horizonte de El imperio del contrabando-, pero Scorsese y los suyos rara vez logran trascender la reproducción espectacular de detalles de época, convirtiendo la serie esencialmente en una maqueta impresionante pero algo vacía. Más allá de esto, está de más decir que El imperio del contrabando es más interesante que casi cualquier otra cosa actualmente en el aire (con la excepción posible de la maravillosa Treme, también en HBO) y en muchos aspectos una lección de historia. No sólo de la historia del absurdo de la Prohibición y su tiempo, sino también de la historia de la televisión, aunque tal vez no necesariamente de la historia del arte.