Fue impactante -tenía 47 años-, pero no sorpresivo: cuando se conoció la noticia de la muerte de Gustavo Escanlar, el viernes por la mañana, ya se sabía desde hacía un día que estaba internado en condición muy delicada. Pero además, sus anteriores problemas de salud habían sido ampliamente publicitados, tanto por indiscreciones periodísticas como por la propia labor de Escanlar, que hizo de los excesos y de la exposición personal uno de los ejes de su personaje mediático.

A ese perfil público había contribuido no sólo su intensa presencia en prensa, radio y televisión, sino su producción como escritor, en la que el uso de la primera persona y la inclusión de datos fácilmente identificables con su biografía lo convirtieron en uno de los representantes locales de la literatura latinoamericana que en los 90 buscaba liberarse de la carga del boom de los 60, nucleada en antologías como McOndo y Líneas aéreas. Autor de dos libros de cuentos (Oda al niño prostituto, de 1993 y No es falta de cariño, de 1997), dos novelas (Estocolmo, 1998 y Dos o tres cosas que sé de Gala, 2006), y de un par de recopilaciones de crónicas y artículos, es el título de una de sus primeras publicaciones, el poemario El pene en la boca (1988), el que quizás marca más claramente la temprana voluntad provocadora que continuó animándolo.

Estudiante de Medicina y de profesorado de Literatura en el IPA, Escanlar fue un muy activo participante del clima contracultural surgido tras la caída de la dictadura militar, que tuvo al descreimiento juvenil y a la ética punk como una de sus principales novedades. Editor, junto con Rosario González y Carlos Muñoz, del fanzine Suicidio colectivo -una de las tantas “revistas subte” que surgieron tras la aparición de G.A.S en 1987-, Escanlar fue en 1988 organizador junto con ellos de Arte en la lona, una serie de recitales que logró reunir a diversas manifestaciones artísticas en el ring del Palermo Boxing Club, como “contra” de la Muestra Internacional de Teatro que se desarrollaba al mismo tiempo.

Mejor que muchos críticos y periodistas surgidos durante aquella movida, Escanlar logró conjugar los cuestionamientos a lo establecido con su propio trabajo en canales de comunicación identificados con el poder. Su denuncia de la inexplicable vigencia de ciertos mitos artísticos de la predictadura -el caso más claro es el de las bondades literarias de Mario Benedetti, al que fustigó en complicidad con el también fallecido Raúl Forlán Lamarque- pudo seguir funcionando desde las páginas de proyectos vinculados al Partido Colorado, como las revistas Punto y Aparte y Tres, y también luego desde Búsqueda, dado que Escanlar se presentaba como una voz disidente en un panorama cultural dominado por la izquierda.

Lector de Gramsci -lo cita en su novela Estocolmo-, Escanlar comprendía el papel asignado por la izquierda a la obtención de la preponderancia en el campo de la cultura, al tiempo que sabía bien que el mundo del arte no es el único donde se decide qué bando se asegura la hegemonía en el más general plano ideológico. Aquí, tal vez su mayor hallazgo haya sido su uso de la noción de “popularidad”, a la que recurrió para combatir la legitimidad de algunas figuras establecidas o en vías de establecerse -siempre vinculadas a la izquierda- comparándolas con otras a las que describía como tan queribles o auténticas, evitando mostrarse en posturas elitistas, didácticas o excesivamente refinadas. Paralelamente, la paulatina conquista del poder por parte del Frente Amplio, y de las izquierdas sudamericanas en general, alimentó la percepción de Escanlar como opositor al sistema (en un movimiento en el que también encontró parientes continentales, como el peruano Jaime Bayly).

Dentro de ese esquema, Escanlar fue un comentarista cultural que, aun cuando incurría en arbitrariedades, automatismos o errores, apuntaba a un objetivo definido y constante. Eso en ocasiones lo volvía previsible -no monótono: al igual que en la ficción, sabía cómo articular textos atrapantes- pero también lo transformó en una voz necesaria si se piensa en la crítica como un sistema y no como un conjunto de posiciones individuales aisladas.