Aunque en ciertos ambientes no tiene buena fama, la historia contrafáctica siempre despertó mi inquietud y mi interés. Supone una perspectiva más amplia, distante del positivismo crudo pero que es historiográfica en tanto sea capaz de volver a colocar a los actores en la plenitud de las posibilidades disponibles, en el contexto disponible. Definitivamente es empeño inalcanzable, pero el ejercicio demanda tanta erudición y versatilidad como la investigación más empírica. Y el balance siempre puede ser altamente rendidor: ¿cuánto podemos entender de la victoria del No en 1980 si devolvemos a los actores y a sus circunstancias a una contingencia que pudo llevarlos a otro resultado? Es una investigación tentadora, irreductible a estas líneas, la de respaldar los derechos de lo posible, como escribió Geoffrey Hawthorn en un bello libro.
Debían haber reinado otras premisas para que el Sí triunfara: que la dictadura hubiera sido menos inclemente y cruel o que, por el contrario, hubiera sido mucho más devastadora, anulando toda posibilidad de reacción y de encuentro con una tradición cívica liberal. Si la conducción cívico-militar hubiera sido más política y menos fáctica (porque la política es lenguaje sobre los hechos y no lenguaje de los hechos) hubiera trabajado menos entregada a la confianza en un “deber cumplido” y el monopolio de la comunicación pública apenas fisurado y se hubiera afanado en la persuasión, el conflicto explícito, la disputa del espacio discursivo.
Para que el Sí triunfara debía estar muerta la cultura democrática (o su recuerdo, que es casi lo mismo), la que aun con todas sus imperfecciones e insuficiencias, tuvo (tiene) una capacidad de producir incertidumbre e inestabilidad. Debía haberse liquidado o exterminado de raíz a los partidos políticos, como idea (así lo quería Bordaberry) y como memoria de una historia concreta en la que cientos de miles de orientales pudieran reconocerse. Más aun, debió haberse concretado un compromiso orgánico, sistemático, militante incluso de partidos, sindicatos, corporaciones varias que lograran ensanchar las bases políticas del régimen y lo dotaran de capacidad para enfrentar el abismo de las urnas. Y debía, tal vez, atropellar la tradición garantista de la práctica electoral que tanta sangre le había costado a Uruguay…
La mañana siguiente al triunfo del Sí nos habría encontrado con más cárcel y tortura para los derrotados. Una nueva purga de los valientes. Con la decisión de miles de exiliados dispuestos de no volver nunca más. Con el alivio de cientos de miles de uruguayos que se conformaban con la sepultura de la república, que encontraban la evidencia histórica de una faena bien hecha, depuradora, salvacionista. En los círculos de gobierno, aun con la incomodidad relativa que podía suponer cierta hostilidad internacional de los centros hegemónicos, una hermandad mucho más fuerte con los colegas de la región, que venía a sellar cooperaciones para el crimen de probada eficacia.
Nadie podrá saber si el proyecto político que animaba la Carta ratificada en las urnas habría encontrado su concreción histórica. Si le damos un crédito a esa posibilidad, los partidos gravemente divididos se dispondrían a preparar el candidato único que debía comparecer más tarde en las urnas, en simultáneo con la proscripción de la izquierda y las cárceles llenas de presos. Cuesta pensar en ese escenario como un cuadro estable y estabilizador. Los militares al mando, con los civiles rinocerontes, se dispondrían de todas maneras a organizar la institucionalidad de la tutela y poner a uno de ellos en la Presidencia; a dejar todo atado y bien atado. Aunque el contexto regional y global no contribuyeran a la estabilidad del régimen, la ratificación popular de la nueva Constitución habría demandado un esfuerzo titánico a los sectores democráticos, un esfuerzo de organización, militancia, lucidez y coraje, atributos todos que habría sido harto costoso recuperar y poner en forma.
Aun así cabe pensar que las distancias entre el Sí y el No habrían sido de poca monta y que puestos a jugar a la comparecencia “electoral”, limitada como prometía ser, la politización que ella produce debía marcar nuevas rutas de incertidumbre y eventual desestabilización. (Siempre creí que el resultado real de 1980 escondía los matices de todo pronunciamiento plebiscitario: el más notorio y a la vez difícil de probar es el de la existencia de una parte de la ciudadanía que habiendo votado Sí, lo hacía animada por un confuso deseo de retornar a alguna forma de democracia).
Es antipático decir que el pronunciamiento por el No tiene una entidad política análoga a la ratificación de la Ley de Caducidad. Como “momento” expresan un pasado y ambientan un futuro en el que ya no todo es posible. Propongo un razonamiento que supone hacerse cargo de los acontecimientos de los que somos plenamente responsables y cuyas consecuencias se van acotando. Para el régimen el plebiscito fue una herida de muerte, la mayor de todas; lo que vino después es incomprensible sin ese dato. Aun con las limitaciones conocidas, la iniciativa política cambió de mano y los militares vieron fuertemente reducida su capacidad para marcar el rumbo de los acontecimientos. A su turno, el pronunciamiento popular que el 16 de abril de 1989 ratificó la decisión parlamentaria de la Ley de Caducidad tuvo un efecto comparable por el cual, desde entonces, no todo fue posible.
Quienes ganamos en noviembre de 1980 (fue mi única vez) y quienes perdimos atrás del voto verde no hemos logrado todavía aquilatar las consecuencias de nuestros actos. Sólo desde allí es posible producir novedades.