Hay mucha gente que señala que Woody Allen se está volviendo repetitivo, lo cual es innegable. Es un factor casi que inherente a ese cineasta neurótico inclinado a repasar una y otra vez elementos del mismo conjunto de obsesiones. El hombre lleva hechos 40 largometrajes en 44 años, algunos de los cuales brotan de ideas muy fuertes y otros son sacados con fórceps para cumplir con la necesidad de un lanzamiento anual (condición para preservar su estructura independiente, una situación igual a la de Clint Eastwood, pero agravada por el hecho de que Allen además de dirigir escribe sus propios guiones).
Lo que sigue en discusión es si dicha repetitividad es un factor de fatiga o si sigue vigente como ingrediente para el culto auteuriste. Quizá haya de ambas cosas. Esta película no se ubica en Manhattan sino en Londres, no hay sesiones de sicoanálisis ni personajes judíos, pero uno respira Woody Allen en cada intersticio. Un caso notorio de desgaste es, por ejemplo, la repetición idéntica del artificio que apareció en Vicky Cristina Barcelona: la atracción de Roy por Dia queda asociada por la música de guitarra española que sonaba cuando la vio por primera vez, y en una ocasión la música se corta en seco cuando la atención de Roy es desviada por algo más mundano (suena el teléfono). Otras reiteraciones, sin embargo, se pueden apreciar de la misma manera que cuando escuchamos a Bach o Piazzolla, es decir, como la enésima pero siempre grata y virtuosa nueva versión de elementos de estilo reconocibles.
No conozco las circunstancias concretas de la creación de esta película, pero apostaría a que entra en la categoría del fórceps. No parece haber una idea directriz, tan sólo la creación de un núcleo de personajes dotados de ciertas propiedades que Woody Allen, con su notable oficio e imaginación, echa a andar, sin llegar a unificarlas. Más como justificación que como necesidad, hay una relación entre los cuatro personajes básicos: se trata de una pareja con la edad más asociada a los típicos personajes de Woody Allen (treintañeros avanzados) y de los padres de la mujer (en la edad que tiene Allen actualmente). Ese grupo familiar no importa como unidad, sino más bien como mosaico de individualidades que, de hecho, tienden a dispersarse: la pareja mayor se divorció, la otra se va a separar en la mitad de la película. Cada una de las cuatro personas se va a meter con alguien más, y algunas de esas nuevas parejas van a tener todavía otros intercambios (de los platónicos y de los consumados). Los vínculos familiares son casi como un nudo de emergencia para evitar la dispersión total, y dentro de ese curioso esquema narrativo, Allen distribuyó los polos de algunos de sus contrastes preferidos: entre el idealismo del intelectual y la perspectiva menos mediatizada de la persona menos educada; entre el materialismo escéptico y el misticismo crédulo; entre los gustos clásicos y las formas de entretenimiento más juveniles o vulgares; entre los arquetipos Mozart y Salieri (el creador de genio y el que, siendo perfectamente capaz de distinguir la diferencia, sueña con ser uno pero carece de la chispa), entre el glamour de una existencia refinada posibilitada por plata y alta cultura, y las posibilidades más llanas de una vida de clase media económicamente apretada; entre la rutina conyugal y los encantos que se fantasean en nuevos objetos de atracción.
Los espectadores ya están habituados a las estructuras “corales” como la de Crash, pero en muchos sentidos esto es lo opuesto. En Crash, personajes totalmente desvinculados se cruzan por accidente y sus vidas interactúan en formas inesperadas, y al final las líneas se cierran. Aquí tres de las cuatro líneas principales quedan abiertas y los personajes cercanos interactúan mucho menos de lo que se espera. Es algo que no se corresponde a los esquemas clásicos de “historia bien contada”. Una vez que los elementos constructivos no se amalgaman en la energía fuerte de una cadena causal cerrada, quedan quizá más al aire, más visibles, y quizá viene de ahí la sensación -que domina la opinión de la crítica- de una película poco inspirada, superflua en la filmografía de Allen. Opino que es errarle al punto. No creo que Woody Allen tenga alguna película superflua, y si la hay no es ésta.
Menor y mayor
La ajenidad al esquema de “historia bien contada” no es, obviamente, error. Máxime si atendemos a la cita de Macbeth, enunciada al inicio y al final de la película, que señala que la vida es una historia contada por un idiota y que no significa nada. En todo caso, se podría decir que la diferencia entre la ficción clásica y el carácter mucho menos ordenado, direccionado y justo que suele tener la vida, es en sí un tema reiterado por Allen (ya lo había trabajado en La rosa púrpura del Cairo, Crímenes y pecados y Match Point), pero sería absurdo señalarlo como un elemento agotado. Las historias inconclusas, si no articulan un todo clásicamente “redondo”, son cada una de ellas muy ingeniosas y están pautadas por algunas vueltas de tuerca sensacionales, y terminan todas en el momento más terrible imaginable: no son propiamente tragedias, pero momentos de decepción en que los personajes se confrontan con todo el espesor de la indiferencia del devenir, ante una situación de total incertidumbre y que podría desembocar en un futuro sin gracia, humillante, en soledad. La única excepción de los cuatro, el final feliz, está basado en la alienación y la estupidez. Allen parece decirnos que la ilusión es un recurso más efectivo y seguro que todos los esfuerzos concretos que hacen las personas para conquistar felicidad, pero ni siquiera ese recurso está al alcance de todos, porque depende de un grado de falta de lucidez del que no todos pueden forzar.
Las actuaciones y situaciones son naturalistas, no caricaturales, y el tono cómico está dado por los elementos narrativos: la narración omnisciente en voz over que comenta con desapego y leve ironía los hechos y sentimientos, un manejo habilísimo de esquemas de ángulos de cámara muy sencillos, casi frontales, que desglamurizan muchos de los diálogos, y la banda musical (otra reiteración desgastada de Allen) toda basada en piezas de dixieland y swing temprano que, debido a sus asociaciones con comedias mudas, tiñen de ironía lo que podría ser un drama cargado. El espectador contempla la película en una peculiar mezcla de envolvimiento y distancia analítica. Los patéticos esfuerzos de los personajes -que asumen muchas veces conductas bastante reprobables que, para peor, tienen una evidente poca probabilidad de éxito- no los vemos con vergüenza ajena sino con compasión.
Lo de los encuadres llanos en algunas series de planos-contraplanos es sólo un aspecto de un tratamiento formal virtuoso, cuyo elemento más obvio es la espléndida dirección de actores de Allen, con un reparto increíble que incluye a personas como Naomi Watts, Josh Brolin, Gemma Jones, Anthony Hopkins y Antonio Banderas, todos en una de sus mejores actuaciones de los últimos años. El componente afectivo de la película le debe mucho a los tonos cálidos de la fotografía del maestro Vilmos Zsigmond. Aunque no es mérito suyo, sino de Allen, algún momento de virtuosismo de puesta en escena, como el plano secuencia muy movido de la discusión a tres entre Roy, Sally y Helena.
La estructura “coral” se vuelve aún más contrapuntística gracias a un código de colores controlado (vinculado a la opción sobriamente cálida de la fotografía), en que Alfie, Helena y Roy visten tonos entre blanco, crema y caqui, y contrastan con algunos de los “otros”, sobre todo Greg (siempre de negro) y Dia (siempre de rojo). Woody Allen es uno de los más grandes maestros en filmar la seducción: joven o viejo, hombre o mujer, classy o vulgar, uno siempre palpa -y no sólo constata- por qué determinado personaje le quita el quicio al otro. Los diálogos, como siempre, son una delicia, y uno puede disfrutar algunos de los inesperados y frustrantes giros de la película, tamaño su ingenio, con la respuesta alegre y satisfecha que corresponde a un chiste, sin desconectar de un planteo general singularmente amargo.