Tron (1982) sería una película olvidada si no fuera por el hecho de haber sido un escalón muy importante en la exposición de animación digital y de efectos de computadora. También fue una de las primeras películas inspiradas en el estilo de los videojuegos. La referencia a esa película en los recuentos históricos alimentó una tenue supervivencia como objeto de interés, que ayudó a la realización de esta continuación.

Ahora, el hijo de Kevin Flynn (personaje protagónico de la película original) sale en busca de su padre desaparecido y, al seguir sus pasos, termina entrando también en el mundo digital, donde tendrá que enfrentar unos graves problemas que son de la naturaleza de las mismas bobadas que se vienen viendo en todos los blockbusters de fantasía: una trama medio inconsistente envolviendo conflictos medio genéricos entre el bien y el mal que ponen en peligro a la humanidad entera. El guión es bastante inconexo: se inventa un ejército entero, hay un largo discurso de incitación a las tropas, pero luego el ataque decisivo lo van a emprender unos pocos luchadores de elite y el ejército se borra en una gran explosión devastadora sin haber hecho nada. A Kevin le roban el disco, sólo para que luego lo recuperen sin que avance nada en el medio. Lo más estrafalario es el propio Tron, que surge recién cerca del final, manipulado como un secuaz autómata de Clu, para poco después recuperar la memoria y pasarse al lado de los buenos y en seguida desvanecerse. Cada recurso interesante se usa para una secuencia y luego se abandona (el combate de discos y la carrera de light cycles son dos ejemplos, y son momentos probablemente mucho más excitantes que el showdown).

Para bien, se puede decir que el avance de la historia se concede su tiempo. Ello no basta para generar empatías o interés fuerte en los personajes (no creo que a nadie le vaya a importar mucho quién se sacrifica o quién sobrevive). Pero sí hay espacio para rozar algunas cuestiones filosóficas interesantes. Por ejemplo, los ISO son seres digitales conscientes generados por un proceso caótico independiente de la voluntad de los programadores; su existencia plantea la interesante consideración ética de si una conformación virtual inteligente, consciente y sensible podría ser incorporada al estatuto que se suele otorgar el ser humano. Se plantea también la cuestión de si un algo inherentemente imperfecto e incongruente como el ser humano podría generar un criterio absoluto de “perfección”. Estas cuestiones son más interesantes que el trasfondo moral más explícito -trabajado tan sólo como un cliché, sin cualquier profundización- del embate entre los defensores de un software libre y abierto y los que pugnan por uno protegido y reservado. A falta de una historia mejor armada y de un sistema de personalidades con gravitaciones propias, el cuento se va tejiendo por medio de arquetipos travestidos al universo de la película: gladiadores, carreras de motos, batallas aéreas, monjes zen / samurais / Jedis (y otros elementos de Star Wars), Hitler, holocausto, etcétera.

Diseño de interiores

Éste es el primer largometraje de Kosinski, quien fue vital para convencer a la Disney de reflotar la franquicia Tron (la empresa, comprensiblemente, dudaba bastante). Arquitecto y diseñador gráfico, Kosinski trabajó intensivamente con imágenes por computadora para proyectos, y de ahí migró a la animación digital y ganó prestigio como director de cortos publicitarios basados en ese recurso. Se ve que Kosinski vislumbró las posibilidades brindadas por el universo de Tron para exhibir sus considerables talentos, e insistió mucho en la realización, hace dos años, de una escena-demo que tuvo la doble función de mostrar a los ejecutivos de la Disney el potencial de un Tron aggiornado, y sembrar entre los espectadores los rumores de una posible continuación. A Kosinski todavía le falta la cancha del narrador, pero su trabajo de arquitecto y estilo visual son imponentes. Quizá valga la pena abordar Tron como si fuera un gran espacio habitado que uno va recorriendo en un tour de un par de horas (especialmente valorizadas si uno la asiste en 3D), poblados por unos malabares futuristas (los personajes) que ayudan a dimensionar los ambientes. El concepto gráfico de la película original tenía una simplicidad pautada por limitaciones técnicas (la “supercomputadora” usada en la ocasión tenía 2 MB de memoria y 330 MB de almacenamiento). Esta misma sencillez es usada aquí como una base minimista para construir un visual deslumbrante, casi todo en grises muy oscuros, casi negros, recortados por los elementos fluorescentes azules, amarillos o anaranjados, sobre superficies lisas cuadriculadas. Estos elementos restringidos están trabajados en espacios bellísimos, y enriquecidos con paredes translúcidas. Del cielo plomizo salen eventualmente descargas tormentosas que también evocan el mundo eléctrico. Los seres informáticos se rompen en pequeñísimos cubos plateados; en la medida en que el espectador se acostumbra a este proceso, la desintegración empieza a ganar un impacto análogo al de la sangre y las vísceras en la anatomía humana, y ello permite, sin afectar la censura ni las personas sensibles al gore, lidiar con brazos cortados, troncos partidos al medio y una cabeza en la que se abre un rombo. El hecho de que Kevin esté atrapado en ese mundo desde poco después de la época de la película original es pretexto para otros componentes de estilo visual ochentista (hay varios personajes que parecen androides de Blade Runner). La música de Daft Punk también tiene el aire synthpop o tecno ochentoso (que es retro pero que justamente coincide con un reflote bastante reciente), y sus patrones repetitivos muchas veces refuerzan la situación de un sinfín musical de fondo, como en los videojuegos. Las piezas sinfónicas y las que están basadas en sintetizadores se conectan a través de motivos musicales similares tratados con la misma repetitividad. Los flashbacks tienen textura de VHS. Las afueras de la zona urbana tienen configuraciones más irregulares inspiradas en imágenes nanoscópicas. La casa de Kevin, en la que éste hace zazen mientras brotan copos de nieve de su tatami que “caen” hacia arriba, es predominantemente blanca, en contraste con la negrura de la ciudad. La presencia aquí de muebles Luis XVI en un ambiente sonoro silencioso y reverberado sobre un piso blanco cuadriculado luminiscente es como una cita directa de la penúltima secuencia de 2001.

Es bastante probable que esta película fuera mucho mejor con un tratamiento narrativo, pero sería una pena que el rechazo que muchos puedan sentir por la ausencia de elementos dignificados (profundidad psicológica, emoción derivada de personajes y de historia, conceptos trabajados en forma más profunda y compleja, una poética elaborada) cercenara la posibilidad de disfrutar de esa película-paseo, ese turismo virtual por un mundo visual interesante y planteado con imaginación sobrecogedora.