La paranoia es la primera obra montada por el mismo Spregelburd que pisa nuestro país pero el público uruguayo, en realidad, conoce sus textos desde siempre, o casi: en 1996 Mariana Percovich estrenó su primera obra, Destino de dos cosas o de tres, y le siguieron, entre otras, La extravagancia (María Dodera, 2000), Raspando la cruz (Rubén Coletto, 2005), Pánico (Juan Carlos Moreno, 2007), La tiniebla (Javier Tió, 2008) y Acassuso (María Mendive, 2009). Con una duración de tres horas, una estructura que zarandea al espectador de lo teatral a lo cinematográfico y una trama que postula como Apocalipsis el agotamiento de las ficciones, La paranoia, sexta pieza de la Heptalogía de Hieronymus Bosch, junto con La inapetencia (I, 1996), La extravagancia (II, 1997), La modestia (III, 1999), La estupidez (IV, 2001), El pánico (V, 2002) y La terquedad (VII, 2007), plantea varias preguntas en torno a los límites, alcances y modalidades de lo teatral hoy.
-En la monumental Heptalogía hay una suerte de inversión de valores: la modestia, por ejemplo, es vista como pecado y la paranoia como cualidad. ¿En qué sentidos la paradoja te sirve como hipótesis de trabajo?
-La paradoja es el combustible del teatro. Kartun tiene un artículo muy lúcido sobre esto en el cual cita a Hemingway, que dice que “un buen novelista tiene un gran detector de mierda”; Kartun dice: “un buen dramaturgo es el que tiene un gran detector de paradojas”. No de “mierda”, porque el teatro no siempre se mete con la mierda del ser humano sino con otras cosas, con sus contradicciones. En el teatro, a diferencia de la novela, donde el narrador casi siempre debe ocupar un lugar, uno debe ocupar todos los puntos de vista como centrales, todos los personajes tienen razón, entonces es inevitable que su combustible sea la paradoja. Soy fiel a la paradoja, hasta que no encuentro una singularidad explosiva siento que no tengo arcilla para moldear. No se me ocurre pensar un personaje ama de casa que no sabe si el marido le es infiel o no, todo eso no me interesa. Busco situaciones extremas, como el caso de Julia en La paranoia: ella es una escritora que tiene tanto éxito que la han empezado a plagiar y sus plagiadoras ganan más plata que ella, entonces ella empieza autoplagiarse y está angustiadísima porque le va bien.
-En La paranoia postulás una distopía (en un futuro indeterminado unos extraterrestres invisibles, llamados “las inteligencias”, intiman a los humanos para que creen nuevas ficciones o el planeta será destruido), que, sin embargo, resulta bastante parecida a nuestro presente.¿Cómo pensás la relación del teatro con la realidad?
-Creo que el teatro tiene un gran complejo de inferioridad y cree que lo va a superar, que va a poder presentarse como un cuerpo legítimo cuando pide prestadas herramientas de otras ciencias más serias, como la historia. Yo tengo una obra, Bizarra, que trabaja sobre la crisis argentina en la época del corralito, 2001, y es una teatronovela, una telenovela totalmente bastarda como formato que presenta la crisis argentina como si fuera el imaginario de unos guionistas mediocres de telenovela; allí los ministros de economía como Cavallo aparecen burlados en su destino maquiavélico por una estructura teatral, lúdica. Pero, desaparecida esa realidad, diez años después, ¿esa historia tiene valor? Si lo que va a darle legitimidad a mi obra es la historia, siento que pierdo teatro. Lo que no quiere decir que el teatro no logre ese choque entre algo real, profundamente teatral, y algo irreal que también lo es, que dentro de esa parafernalia de chispas podamos hablar de lo real. ¿Por qué es tan fascinante la historia que presenta Kartun en Ala de criados? Porque son unos fascistas recalcitrantes y uno se divierte espiándolos a través de la cortina en su pornográfico mundo privado. ¿Cómo piensa el que no piensa como yo? El teatro es una herramienta fundamental para hablar de esto. Pero no me parece que una obra tenga valor porque se vincula con la historia sino que tiene valor porque es profundamente teatral, porque hace lo que hace el teatro: poner una bomba en cualquier lugar que toca.
-Las proyecciones sobre una gran pantalla son la mitad de tu espectáculo. ¿Qué posibilidades y límites le encontrás al uso de la tecnología?
-Las posibilidades de lo audiovisual son infinitas, pero el teatro se puede hacer de manera artesanal, con personas que invierten tiempo y talento. La tecnología se puede utilizar sólo si además de tiempo y talento está el dinero. En La paranoia canchereamos con esto y pagamos precios muy altos. Yo soy más consciente de los límites que de las ventajas y, de hecho, no creo que vuelva a usar tecnología en ninguna otra obra. No porque crea que haya salido mal, pero la obra fue una negociación permanente entre lo posible y lo que nosotros queríamos hacer. Estaba pensada para ser filmada en vivo, es decir, que los propios actores salieran de la escena, se cambiaran rápidamente y, en las oficinas, los pasillos, los camarines, nosotros íbamos a tener un set de filmación que editara en vivo. Y hubiera sido muy divertido para nosotros que el público supiera que lo que estaba viendo estaba ocurriendo en ese momento. Pero empezamos a encontrar varios problemas (entre ellos, que los camarógrafos cobran a precios de televisión), entonces decidimos pregrabar los videos, pero nos pasó que nuestros personajes en la escena siguieron evolucionando, mientras que los de los videos se filmaron y punto. Tenemos esta sensación de que los videos son una especie de quiste dentro de la obra. No debería decirlo, porque me parece que la obra funciona muy bien con ellos, pero es así. Ahora se estrenó en París, con muchísimo dinero, y la hicieron como yo la había concebido y es mágico.
-Trabajás mucho en España, Alemania, Inglaterra. ¿Cómo ves el teatro europeo desde tu perspectiva argentina, rioplatense?
-Creo que nuestro teatro sigue teniendo a Europa como modelo. Producto de nuestro complejo de inferioridad es que a veces nos peleamos con Europa y decimos que el teatro europeo está muerto. Nadie puede venir a firmar el acta de defunción de un fenómeno tan complejo como el “teatro europeo”. Es como si ellos dijeran el “teatro americano” e incluyeran a Uruguay, Perú y Canadá. Es un privilegio mantener una relación de ida y vuelta con Europa, el problema con Europa sucede cuando uno tiene una relación sólo de ida y entonces uno empieza a generar falsos discursos. Buenos Aires se cree Londres en cuanto a teatro, se autoabastece de teatro y no parece necesitar nada de ningún lugar del mundo y entonces decimos que el teatro francés es literario y aburrido, el teatro italiano sigue haciendo Arlecchino, pero son falsas deformaciones que uno hace para aceptar el destino de sudacas que nos ha tocado, que vivimos en el culo del mundo y no somos capaces de entender por debajo de esa piel que hay un teatro francés o italiano totalmente renovador.
-¿Cómo describirías tu teatro?
-Afortunadamente no es mi tarea definir lo que hago sino hacerlo. Generalmente coincido con casi todo lo que se dice de mi obra cuando es bueno y cuando es malo me enojo, pero no hay mucho secreto. Me interesa la complejidad, no lo complicado. Los mundos orgánicos que están llenos de detalles me fascinan, me divierten. Yo creo que hago comedias, en el sentido más profundo, con todo el valor liberador que tiene la comedia. Mis obras no tienen mensaje y no creo que deban tenerlo, yo no soy un comunicador social; todo lo contrario, soy un creador de caos, y que después los demás se hagan cargo de la porción que les toca. Es lo que Jorge Dubatti llama la “utopía negativa” de mi teatro: la escuela es lo que yo muestro en Acassusso, entonces alguien va a tener que responder y cambiar la escuela. Mi representación ocupa el lugar de la escuela, mi obra no dice que está opinando, dice: “Yo soy la escuela”. Restituir las cosas a su lugar significa un enorme respeto por la ficción pura. Lo pienso un poco de manera apocalíptica, pero el día en que las sociedades no tengan ese espacio de ficción irresponsable les va a ser muy difícil pensarse a sí mismas: será el Apocalipsis.