Tanto Santa Evita (1995) como La novela de Perón (1985) describen al biografiado a partir del último período de su vida: Eva Duarte en su lecho de muerte, Juan Domingo Perón con una enfermedad terminal, atravesando el Atlántico rumbo a la masacre de Ezeiza. Pero aunque Santa Evita es el relato de lo que pasó después -el insólito destino que tuvo su cadáver y el proceso de idolatría que se centró en ese cuerpo-, La novela de Perón es la confrontación de la “historia oficial” peronista con un discurso crítico hacia el proceso del justicialismo. Sólo por lo logrado por estas dos novelas podría decirse que Tomás Eloy Martínez fue el autor que, utilizando recursos de la ficción, más hizo por comprender el fenómeno peronista, una tarea difícil no sólo para los uruguayos.

“Desde siempre me intrigaron los límites, el borde, la penumbra que hay entre la realidad y la imaginación, y ya los primeros, malos poemas que escribí, se proponían una exploración de esa penumbra. Yo no me preguntaba entonces por nada que tuviera que ver con las ideas de verdad, de la verosimilitud, por problemas que aparecerían después. Sólo me preocupaba saber por qué ciertos hechos que parecen corresponder sólo al orden de la ficción suceden en la realidad, o de qué manera la realidad impregna, aun involuntariamente, las ficciones. A lo primero encontré respuestas rápidas en los relatos de Kafka. Sobre lo segundo aprendí mucho leyendo luego algunos cuentos de Borges como ‘Emma Zunz’ o ‘El evangelio según San Marcos’; o las ficciones, si es que se pueden llamar ficciones, de Claudio Magris y de GW Sebald. [...] Escribo también desde lo que desconozco, desde lo que no comprendo, desde lo que me afecta (es decir, siguiendo la vieja etimología de la palabra, desde aquello que de algún modo me rehace)”, decía el escritor en un diálogo que mantuvo en Estados Unidos con su colega Ricardo Piglia, recogido por la revista yZUR de la Universidad de Rutgers (que por entonces editaba el mismo Leandro Delgado que firma la otra nota de esta página).

En esa Universidad TEM (así firmó Martínez durante años sus artículos periodísticos) fue durante años el director del Programa de Estudios Latinoamericanos. Martínez se formó en Letras en la Universidad de Tucumán (nació en 1934 en San Miguel, capital de esa provincia argentina) y desde fines de los 50 trabajó como periodista cultural. En la década siguiente fue responsable del semanario Primera Plana y en los 70 dirigió el semanario Panorama y el suplemento cultural de La Opinión. Desde estas publicaciones Martínez escribió sobre la gestación del boom latinoamericano y luego hizo amistad con muchos de sus protagonistas -García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Carlos Fuentes, pero especialmente con el paraguayo Augusto Roa Bastos.

En 1975, durante los meses previos al retorno de los militares argentinos al poder, se vio obligado a abandonar el país. Como varios perseguidos políticos del continente, Martínez recaló en Venezuela; tanto allí como en México sería el creador de diversos emprendimientos periodísticos y hasta hace pocos meses (padecía de cáncer) era columnista de varias publicaciones internacionales.

Sus primeros libros publicados son una buena muestra de los intereses que lo acompañarían durante las décadas siguientes: en 1961 publica Estructuras del cine argentino, una elaboración teórica de su trabajo anterior como crítico cinematográfico y especie de avance de su labor como guionista; en 1969 aparece Sagrado, en el que alude a su juventud en Tucumán en lo que ha sido interpretado como una “novela de lenguaje” al estilo de las de Joyce, y en 1974 da a conocer La pasión según Trelew, donde, en sintonía con el trabajo de su compatriota Rodolfo Walsh (al que homenajea en varias obras), despliega una investigación periodística sobre un suceso político reciente (para el caso, el asesinato de dieciséis militantes peronistas a manos de los militares; una reimpresión posterior del libro sería quemada en un cuartel).

Sobre esto último, también dijo a yZUR: “No coincido con el viejo lema deconstruccionista según el cual todo texto debe suspender casi por completo su aspecto referencial. No quiero suspender nada, no quiero renunciar a nada que prive a mi lenguaje de todos los recursos y las técnicas que ese lenguaje ha ido aprendiendo a fuerza de ejercitarse cotidianamente, a fuerza de buscarse a sí mismo. No quiero castrar a ese lenguaje de la pasión investigadora que se le adhirió al pasar por el periodismo, ni de la fiebre visual que se le contagió al escribir cine o textos sobre cine; no quiero privarlo de los sobresaltos que lo transfiguran cuando oye música, ve un tríptico de Hyeronimus Bosch o reconoce el habla de su infancia en los campos de Tucumán; no quiero tampoco obligarlo a olvidar el paisaje de las teorías críticas que le han movido los meridianos de la inteligencia, aquí o afuera. No quiero, en fin, escribir fuera de la historia, ni lejos, ni simulando que no me concierne”.