La historia de esta película es un buen ejemplo de la perversidad del sistema de distribución cinematográfico actual en relación con las películas orientadas a adultos: a pesar de estar dirigida por una directora de renombre como Kathryn Bigelow y tratar de un tema considerablemente atractivo (la guerra de Irak), la película fue únicamente estrenada en un limitadísimo número de salas en Estados Unidos y sólo la reacción casi unánimemente positiva de la crítica consiguió que finalmente tuviera una mayor distribución, aunque para entonces ya había sido editada en dvd (y ampliamente pirateada); es de suponer que el motivo por el que se estrena en nuestro medio sea su nominación para la cocarda del Oscar.
Tal vez la postergación sea recelo hacia Bigelow -ya le había ocurrido que le enterraran una película (El peso del agua, 2000), y las dos mayores producciones que estuvieron a su cargo (Días extraños, 1995, y K-19, 2002) fueron fracasos de taquilla-, una cineasta de asombrosa regularidad y profesionalismo, destacada por una solidez a la hora de narrar historias de hombres duros sólo comparable en estos tiempos a la del gran Walter Hill. De hecho, Bigelow -conocida también por ser una aventurera adepta a los deportes extremos- consigue en Viviendo al límite la rareza de hacer su segunda película (la otra es K-19) en la que prácticamente no hay personajes femeninos.
Viviendo al límite cuenta una serie de anécdotas de un equipo de desactivación de explosivos y su estresante trabajo manejando materiales que, por error o voluntad expresa de sus enemigos, pueden detonar en sus manos en cualquier momento. Esta particularidad hace que ésta sea una película de guerra en la que la tensión es esencial y en la que el gancho no son las explosiones y los disparos, sino la posibilidad no deseada de que éstos ocurran.
El elenco de Viviendo al límite está compuesto en su casi totalidad por actores desconocidos y las únicas caras reconocibles parecen castigadas por serlo: Guy Pearce aparece en pantalla durante los minutos que demora el personaje en ser presentado, con una economía de recursos realmente notable, y de pronto -bum-, voló Guy Pearce; Ralph Fiennes aparece con el rostro cubierto por un pañuelo y a los dos minutos de que descubrimos quién es -bang-, afuera Ralph Fiennes. Pero no se lo extraña, porque el elenco principal actúa como si se quisiera asegurar un recontrato a la brevedad.
Entre éstos destaca Jeremy Renner (nos vamos a acostumbrar a escuchar ese nombre), que interpreta al personaje principal, un sargento excesivamente temerario pero extremadamente efectivo, presentado como un personaje más bien desagradable pero al que sucesivamente se le van agregando capas de complejidad hasta que se convierte en alguien fascinante e imposible de definir de forma unívoca. Por otra parte, debe de ser el único personaje positivo -en cierta forma un héroe- en el cine estadounidense actual que es también un fumador empedernido (y posiblemente alcohólico). El trabajo de Renner es simplemente perfecto y de una sutileza que por momentos lo aproxima a la inexpresividad pero que, en realidad, es exactamente lo contrario.
Clase de cámara
Más allá del trabajo actoral, la auténtica estrella de Viviendo al límite es su directora. Fotografiada con exquisito gusto por Barry Ackroyd (United 93, El viento que acaricia el prado), la película es casi una lección de dirección técnicamente virtuosa y de cómo una edición rápida y fragmentaria no necesariamente tiene que colisionar con la comprensión de lo que está sucediendo. Bigelow es una extraordinaria narradora de acción -tanto como su ex marido, James Cameron-, pero la combinación de cámaras en mano, texturas granulosas, planos poco convencionales (obtenidos a partir de múltiples rodajes simultáneos que utilizan), económicas cámaras lentas y un cierto clasicismo general recuerda más que nada al trabajo de Paul Greengrass.
Pero el virtuosismo de Bigelow no sólo está en cómo filma y la cantidad de recursos que demuestra (para, por ejemplo, hacer únicas distintas escenas que esencialmente repiten lo mismo), sino también en su olfato para resaltar detalles significantes -gatos raquíticos que renguean por calles cubiertas de basura, civiles que rodean con distintos grados de distancia a los soldados, retratos permanentes de inacción y hasta tedio, fragmentos de la vida doméstica en medio de la guerra- que le otorgan al film un relieve textual poco frecuente, así como un particular realismo.
El brío y la perfección narrativa del film no evitan que por momentos caiga en algunas similitudes argumentales con otros clásicos del cine bélico; buena parte de la trama tiene que ver con la monumental Nacido para matar (Stanley Kubrick, 1987) -y aun más con The Short Timers, la novela de Gustav Halsford en la que está basada-, y también se le pueden encontrar similitudes con Enemy at the Gates (Jean-Jacques Annaud, 2001) y, sobre todo -especialmente en el tono general-, con El francotirador (Michael Cimino, 1978), pero todos los elementos están lo bastante bien integrados como para que la sensación general sea simplemente de coincidencia y nunca de cita cinéfila.
Hay por lo menos una escena totalmente memorable, posiblemente la más original de toda la película, en la que dos equipos de francotiradores -uno estadounidense y el otro iraquí- se estudian bajo un sol abrasador durante horas, tratando de encontrar un momento de descuido en su oponente. La escena tiene la particularidad de transmitir simultáneamente tensión y cansancio, y de que parte de lo que ocurre es mostrado desde un punto de vista muy lejano -el mismo del de los soldados-, un recurso que Bigelow repite otras veces y con el que demuestra que no es necesario salpicar al espectador con sangre para hacer sensible la presencia de la muerte y la violencia. Vale la pena destacar que en tiempos en que hasta el generalmente controlado Steven Spielberg recurre al gore para transmitir el horror de la guerra, Bigelow lo esquiva casi por completo (excepto en una escena horripilante y para nada gratuita).
Más allá de lo antibélico
El conflicto de Irak -una guerra poco convencional cuyas características hacen que en cierta forma elegir como centro a un escuadrón de desactivación de explosivos sea casi una elección lógica- ya ha servido de base de varias películas, algunas de ellas buenas, ninguna (hasta la llegada de Viviendo al límite) exitosa o particularmente memorable.
Siendo una guerra de escasísimo apoyo fuera de Estados Unidos, el punto de vista de Bigelow puede incomodar un poco, ya que los iraquíes son presentados casi en su totalidad como seres incomprensibles y crueles -hay una escena de gran dureza relacionada con un niño (con su cadáver) convertido en bomba- que hostilizan en forma relativamente cobarde a los, en definitiva, valientes soldados yanquis.
Sin embargo, la película está lejísimos de ser un ditirambo en honor a la ocupación estadounidense o una justificación de ésta. De hecho es -en términos macro o programáticos- completamente apolítica; todas sus acciones transcurren en el 2004, con Irak ya ocupado, y no se hace preguntas acerca de la pertinencia de que Estados Unidos permanezca allí, solamente sobre permanecer vivo. Por otra parte, la distancia entre los soldados y su empobrecido entorno es tan gigantesca y su fatalismo es tan poco entusiasta que habría que hacer mucha fuerza para considerar la película una pieza de propaganda pro invasión. Viviendo al límite, más que una película pro o antibélica, es una película sobre la adicción a la adrenalina y al propio talento.
Al recibir, hace poco, el Globo de Oro a Mejor Director por Avatar, James Cameron dijo -en lo que fue interpretado como un gesto de galantería hacia su ex pareja- que pensaba que Bigelow lo iba a ganar.
Posiblemente haya sido un raro momento de autocrítica, porque mientras que Avatar representa mejor que nada la conversión del cine en circo de sensaciones, Viviendo al límite es la terca persistencia de lo que entendíamos como cine hasta ahora.