Posiblemente no haya habido un acto de asunción presidencial más polémico -en la historia reciente de Uruguay- que el del próximo 1º de marzo. Ante las numerosas discusiones sobre su financiamiento y sus festejos casi da una sensación de ensañamiento plantear una nueva objeción o crítica, pero al plantearse no sólo como un evento cívico, sino también como una celebración artístico-musical, vale la pena cuestionar algunos aspectos de los conceptos de selección de los shows que se presentarán en dicha asunción.
Como se sabe, el núcleo artístico de los festejos consistirá en los conciertos de cuatro agrupaciones y solistas: la murga Agarrate Catalina, Daniel Viglietti y los dúos folclóricos Larbanois-Carrero y Los Olimareños. Se trata de cuatro propuestas populares y con público propio y legítimo, pero el conjunto del programa no deja de ser discutible en relación con un acto que, al menos de la boca para afuera, está promovido como una celebración para todos los uruguayos que vamos a ser gobernados por la próxima administración, y da señales de una concepción cultural profundamente endogámica y hasta excluyente para quienes, hayan votado lo que hayan votado, no necesariamente comulgan con el canon estético-popular de la izquierda en ascenso.
No es una gran sorpresa la presencia de Agarrate Catalina en los festejos. El lugar preponderante e innegablemente privilegiado de las murgas en la política cultural de la izquierda, tanto a nivel municipal como nacional, es algo evidente -sea compartido o no-, así como el proyecto de instaurar la murga como el género representante de la música montevideana. Sería, pues, de extrañar la ausencia de una agrupación de estas características en la fiesta. Pero causa cierto efecto de saturación: estando aún inconcluso el extensísimo carnaval local, las principales formaciones murgueras -de las que la Catalina es, sin duda, una de las más populares- gozan -o sufren- de una sobreexposición constante que hace casi redundante la presencia de esta murga, que en particular ha tenido un plus de promoción -posiblemente no deseada- con el exagerado escandalete del cuplé de los charrúas. Es más, la Catalina se ha caracterizado, y no sólo por su participación activa y voluntaria en la campaña de la 609, por ser una murga muy identificada con la figura de José Mujica (su algo culposo y leve distanciamiento en el cuplé que trata del lenguaje del próximo mandatario sólo puede ser considerado una crítica auténtica por la gente que no entiende la diferencia entre reírse con y reírse de), y, más allá de su llegada popular, que ellos hayan sido los seleccionados no deja de ser susceptible de una mala (o buena) interpretación en relación con favores correspondidos.
Larbanois-Carrero, por su parte, es un número habitual en los eventos estatales desde la asunción de la izquierda, aunque, teniendo en cuenta su proyección tanto en Montevideo como en el interior, es una elección musical razonable. Sin embargo, resulta bastante equivocada si se toma en cuenta que van a compartir escenario con Los Olimareños; si bien se trata de dos dúos fácilmente diferenciables, ambos comparten -además de formación e instrumentación- una orientación genérica y referencial muy similar que hace más bien redundante la presencia simultánea de ambas propuestas. Daniel Viglietti también es un nombre casi sinónimo de artista comprometido (con la izquierda) que suele sumarse a las celebraciones relacionadas con el Frente Amplio, y su presencia -sumada a la de Larbanois-Carrero y Los Olimareños- convierte la fiesta en una suerte de Noche de la Nostalgia de los recitales de canto popular de fines de la dictadura, con la Catalina como única renovación generacional.
El caso de la presentación de Los Olimareños tal vez sea el más espinoso. Sería una total necedad negar la representatividad del dúo como uno de los conjuntos musicales más populares, reconocidos y estimados de la escena musical uruguaya de las últimas cuatro décadas. Como tal, su presencia en las celebraciones estaría más que justificada, independientemente de que, al igual que la Catalina, dio un apoyo explícito a la lista mayoritaria del gobierno que asume. Pero el problema está planteado por las condiciones publicitadas por el dúo antes de su multitudinaria presentación en el Estadio Centenario, en su regreso luego de 25 años de separación. Durante la rueda de prensa previa a estos conciertos en el Sheraton el dúo aseguró enfáticamente que el concierto -que luego se repitió, al agotarse las entradas- era la única y última reunión pública musical del grupo. Las 40.000 personas que asistieron a estos shows lo hicieron convencidas de que era la última oportunidad de ver a Los Olimareños en vivo. Sin embargo, los últimos conciertos no fueron tan últimos, ya que el dúo volvió a presentarse en Buenos Aires (donde se habían vendido entradas para los shows de Montevideo bajo los mismos preceptos de “concierto final”) y en Córdoba, pero quedaba la excusa de que éstos no se realizaban en Montevideo.
Todo el mundo tiene derecho a cambiar de opinión y no hay motivos para dudar del desinterés económico de Los Olimareños en relación con su presentación en los festejos, pero nadie les exigió en su momento que aseguraran tan categóricamente que los conciertos en el Centenario iban a ser los últimos de su carrera como dúo y que quienes no abonaran las entradas -que alcanzaron precios respetables, especialmente por la reventa ocasionada por la ansiedad generada- no volverían a tener la chance de verlos sobre un escenario. Su participación gratuita en los próximos festejos es, como mínimo, una descortesía hacia los que compraron sus entradas al Centenario, quienes podrán alegrarse de poder disfrutarlos en vivo una vez más o sentirse legítimamente estafados respecto de lo que se aseguró hace tan sólo unos meses.
La fiesta, compañeros
Uno de los motivos esgrimidos por la organización para explicar la selección de los artistas fue que van a tocar gratis, lo cual también es complicado. Dejemos de lado el hecho de que realizar gratis un trabajo de semejantes proporciones no sería del todo bien visto en cualquier otro rubro laboral con mayor conciencia gremial que el de los músicos; hay que ser muy ingenuo para considerar que presentarse ante semejante cantidad de público reunido por motivos esencialmente extramusicales puede ser definido como un acto sin valor de cambio para el músico. De hecho, la presencia destacada de Larbanois-Carrero durante la campaña y los festejos por el primer triunfo gubernamental del Frente Amplio tuvo mucho que ver con el relanzamiento nacional del dúo, y el escaparate público que ofrecen unas celebraciones semejantes no es despreciable para ningún proyecto musical. A lo que voy es: no caigamos en la tontería de pensar que los cuatro números presentes son los únicos que tocarían gratis en un evento semejante, sea por ideales, conciencia cívica, filiación partidaria o simples ganas de difusión. Pero, que se sepa, no hubo más convocados, y cuesta creer que no hubiera interesados provenientes de otros géneros representativos, dispuestos a participar en la fiesta de asunción del presidente “de la gente”.
El resultado es aplanadoramente homogéneo y con algunas variantes podría haber sido material para cualquier chiste previo sobre la entronización de la cultura del comité, la boina y el mate, una cultura que sin duda merece su representación en unos festejos de estas características, pero que no tendría por qué ser la única representante. Se podría recordar con malicia que en los festejos del regreso a la democracia en 1985, en la asunción de Julio María Sanguinetti, el principal número artístico, dentro de la nutridísima oferta que hubo, fue el del cubano Silvio Rodríguez, alguien más bien difícil de identificar con la ideología y estética del cejudo ex presidente.
Teniendo en cuenta que entre todas las actividades artísticas la música en vivo es, por tradición, la principal animadora de los festejos callejeros, la limitación del espectáculo a un cuarto de murga, uno de folclore urbano y dos de folclore en clave de dúo parece de una homogeneidad excesiva y profundamente flechada. La música uruguaya popular -que no es lo mismo que la música popular uruguaya- también es tango, candombe, cumbia, fusión, rock, clásica, electrónica, fusión, ópera, plena, bossa nova, MPU y cualquier género que se practique con recepción, pasión y talento. El show propuesto para estos festejos da la impresión no sólo de un cierto interés utilitario y retributivo de la música, sino también de un profundo autismo en relación con los intereses culturales de la totalidad de los uruguayos, y también hacia los recreativos: un festejo como el propuesto no va precisamente a provocar un baile callejero.
Antes de la asunción de Tabaré Vázquez, una figura tan incómoda e irritante para la izquierda cultural como el periodista Gustavo Escanlar vaticinaba ominosamente un futuro cultural en el que sólo los artistas “compañeros” que practicaran los géneros que habitualmente se relacionan con las representaciones caricaturescas de la cultura de izquierda y que eventualmente cumplieran roles propagandísticos serían los autorizados o escogidos para representar a “lo uruguayo” en los actos oficiales. Más allá de un cierto cambio de orientación, sería injusto resumir la política cultural de la pasada administración como una confirmación de esos augurios, tal y como probaron la diversidad de las propuestas presentadas en el Teatro Solís, la heterogeneidad de las políticas del Ministerio de Educación y Cultura o la brillante gestión de Claudio Invernizzi al frente de Canal 5. Aparentemente, muchas de estas políticas van a ser continuadas, pero el primer gesto público cultural de la nueva administración parece dirigirse hacia una concepción que implica que el valor de un artista es equivalente a su capacidad para poner el hombro en favor del proyecto progresista, valor que parece sobreponerse a los conceptos más elementales de diversidad y entretenimiento. Ante este primer paso no cuesta mucho imaginarse a Escanlar sonriendo y diciendo: “Se los dije”.