Durante la realización de esta película Tim Burton dijo que no lo atrapaba ninguna de las versiones cinematográficas previas de las dos novelas de Carroll con el personaje Alicia, una vez que eran una mera sucesión de episodios y personajes locos sin tensión anecdótica, y que su intención fue justamente hacer una Alicia con un esqueleto argumental sólido.

Hubiera quedado feo que él señalara que esa característica episódica proviene de los originales de Carroll: es con él que Tim Burton no termina de conectar. De hecho la idea de hacer un blockbuster en 3D sobre el asunto fue de la Disney, y Burton fue contratado, debido a su fama de tener una imaginación delirante, la importancia que le concede a la dirección de arte, su vínculo con la animación y, a veces, con el mundo infantil, su prestigio en cuanto figura de culto ya masificada, y unos cuantos grandes éxitos en su haber. En verdad, son razones excelentes, si obviamos el detalle que su distancia de Carroll anula todas estas ventajas. Por supuesto, ello importa poco en la lógica perversa de la forma vigente de comercialización cinematográfica, que reposa mucho más en las expectativas previas que en la apreciación del producto en sí. El primer fin de semana de exhibición cerró con más de cien millones de dólares de recaudación nada más que en el mercado estadounidense. Lo que puedan chillar los críticos o el comentario negativo de un montón de espectadores que salen con la sensación de un bodrio mayúsculo implicará, como mucho, que determinado ejecutivo concluirá este negocio con tan sólo un milloncito de dólares más en su cuenta bancaria, en vez de los cinco o seis que hubiera ganado si la película fuera una maravilla.

Con esa cosa de volver a vender la marca Alicia pero poner un “enfoque nuevo”, inventaron aquí una Alicia ya crecida, una joven victoriana de veinte años que se olvidó de que había estado, cuando niña, en el país de las maravillas, pensando que se trataba de un sueño recurrente y falsos recuerdos. Pero ahora, en un momento crítico de su vida, vuelve a caer por el agujero del Conejo Blanco. Al inicio piensa que se trata de otro sueño, hasta percatarse de que ese mundo era real (o al menos sigue vivo en su imaginación actual). Tim Burton fue responsable por difundir, hace algunas décadas, esa manía infame del “origen de los personajes”, como cuando ideó anécdotas que trataban de explicar las características del Guasón o del Pingüino. Aquí trata de generar un trasfondo para Alicia, una mujer de imaginación suelta e irreprimibles ansias de libertad, a quien le ahoga el destino asignado a las mujeres en la sociedad burguesa victoriana. Este trasfondo se supone que propicia el hilo para el desarrollo de Alicia durante el curso de la historia. La cuestión es que los productores se sintieron cohibidos de traicionar el espíritu de la Alicia original, y con las premisas contradictorias de cambiar algo y dejar todo lo que los espectadores esperan de algo que se justifique con el título Alicia en el país de las maravillas, hicieron una Alicia adulta pero infantilizada, sin cualquier rasgo de madurez, experiencia, sexualidad, con la misma inocencia e ingenuidad de la Alicia carrolliana. Y el supuesto desarrollo implica tan sólo decidirse a decir, al final, lo que ya era evidente (y no sólo para nosotros) que sentía desde el inicio: ¡a quién se le puede haber ocurrido que aporta algo cambiar el personaje principal de una niña inteligente a una adulta tonta! La idea de que ese pedazo de nabo sea quien gana el milloncito de dólares constituye una buena base emotiva para desarrollar mis simpatías por la revolución social.

Una vez en el país de las maravillas, Alicia pasa por buena parte de los episodios y personajes de ambas novelas. Algunos pocos elementos visuales están inspirados en las famosas ilustraciones de Tenniel para la primera edición del libro (sobre todo las caracterizaciones del Conejo Blanco, el Jabberwocky, la Liebre de Marzo, el campo de batalla cuadriculado). Otras caracterizaciones se apartan un poco, y otras son totalmente personales, en especial un montón de marcas registradas que cuidan de recordar que ésta es una obra de Tim Burton, famoso por su gusto por lo tétrico: así tendremos la mad tea party frente a un horizonte de árboles secos y torcidos, de los que uno espera ver emerger en cualquier momento al jinete sin cabeza. La connotación de brillo que pueda tener la palabra “maravilla” fue mayormente obviada en nombre de esos ambientes góticos ruinosos y nubosos, y acompañando esas escenografías hay algunos toques más violentos de lo que uno supondría en una película infantil (un ratón le arranca el ojo a un monstruo con una aguja, la poción de encoger es preparada con dedos de cadáveres, Alicia camina sobre cabezas decapitadas; la Reina de Corazones del libro amenazaba cortar cabezas, pero no llegaba a hacerlo, al menos no frente a los lectores). Johnny Depp siempre es una presencia imponente, pero su Sombrerero es una de sus caracterizaciones menos imaginativas: una mezcla exacta de Jack Sparrow con Charlie -el de la fábrica de chocolate-, caracterizado como payaso, incluido el maquillaje pesadísimo y una ridícula peluca pelirroja. La que está brillante es Helena Bonham Carter, que encarna una síntesis de la Reina de Corazones de Alicia ... y de la Reina Roja de A través del espejo. La actriz logra, con un tono bastante refrenado, hacer palpable el destemple de su reina vanidosa y egocéntrica, sin jamás recargar en la caricatura. Su visual (con una distorsión digital de las proporciones de su cuerpo) es muy interesante, aunque pierden definición las vinculaciones lúdicas de una y otra reina: no se trata de un naipe (aunque sí está cercada de corazones), tampoco de una pieza de ajedrez. Sus soldados también son un híbrido que termina demasiado distante de cualquiera de ambos referentes (¿cartas espesas, monocromáticas y articuladas? ¿o piezas de ajedrez achatadas?).

Aparte del intento de otorgar a la película una tensión general a partir del prólogo en el mundo “real”, se aplicó un esquema anecdótico a las fantasías del País de las Maravillas, que no es otra cosa que una sumatoria de los clisés más usados y abusados del cine de fantasía desde Star Wars: un héroe (heroína en el caso) indicado por una profecía es el único capaz de destruir la facción negativa de un embate entre el principio del bien y del mal (uno de los dos tomará el poder absoluto, y el bien está claramente reducido por el poder del mal); el héroe tiene que tomar conciencia de que es el de la profecía y luego cumplirla. Entonces Alicia va a sacar de quién sabe dónde unas dotes de guerrera, empuñará la espada Vortal para pelearse con el Jabberwocky (el visual tipo Juana de Arco que asume con la armadura deriva de la ilustración de Tenniel, en la que el joven guerrero del poema está dibujado con una larga cabellera que podía tomarse como femenina). Todo ello está adornado con algunos vuelos y persecuciones para hacer lucir el 3D (bastante bien hecho todo, aunque palidece frente a las proezas visuales de Avatar) y una insoportable música bombástica de Danny Elfman que haría delirar a Goebbels.

Este esquema argumental es tan gastado, y tan sin fundamento en la base a la que está aplicado, que el resultado sigue siendo la sucesión fortuita de episodios endeblemente hilados que se pretendió evitar, pero despojados del regodeo con los desafiantes juegos de inteligencia que eran la vida de los escritos de Carroll.

Ahora bien, sería esperable que la adaptación de una obra victoriana contuviera componentes ideológicos característicos de esa época, aunque el irreverente e iconoclasta Carroll no se puede contar entre lo más representativo de su ambiente. Pero Tim Burton aquí se puso mucho más “victoriano” que la obra en que se basa, y tuvo la ocurrencia de finalizar la película (luego de que, oportunamente, es derrocado un “ejército rojo”) con una apología de la expansión comercial británica en los albores del crecimiento imperial decimonónico. Es más: se habla concretamente de expandir los negocios a China, lo cual sugiere sumarse a la más grande y destructiva operación de narcotráfico auspiciada por un gobierno en la historia de la humanidad. Uno puede pensar que la pipa oriental que fuma el gusano Absolem sentado sobre un hongo puede servir como una buena sugerencia para inspirar el tráfico de opio, y si a alguien le parece que es una asociación demasiado delirante, Burton introduce en la escena final un elementito para anclar un poco más esa asociación (el gusano convertido en mariposa vuela en la misma dirección que Alicia, embarcada ya rumbo a la conquista). Todo eso es mostrado con visos grandilocuentes, positivos, como un gran acto de liberación y aventura personal, y no hay cualquier indicio de ironía crítica.