Falta mucho para que termine el año, pero ya se corre el riesgo de que, por las crónicas, esa retrospectiva condensada -oportunamente titulada Sinopsis- de Gerhard Richter se convierta en la “muestra de 2010” en Uruguay. La resonancia de su fama, tal vez más que la exhibición en sí, es formidable: como recita el catálogo, Richter es, junto con Sigmar Polke y Georg Baselitz, el artista alemán vivo más conocido y, se puede agregar con tranquilidad, uno de los más acreditados pintores del mundo.

En el caso de Richter hay efectivamente que hablar exclusivamente de pintura: mientras se incrementa cada vez más el número de artistas que alternan los pinceles a otras formas de producción estéticas, Richter permaneció fiel a ese medio y a sus derivaciones -dibujos, gráficas, libros de artista- durante toda su trayectoria, salvo un enorme vidrio de la catedral de Colonia inaugurado en 2007 (cuya combinación de colores en cuadraditos símil pixel fue obtenida con el uso de una computadora) que aquí se puede ver en un video proyectado en loop.

La selección de las obras, 27 en total, es, queriendo, una obra más -de hecho, se trata de una autoantología que Richter armó, luego de una invitación del Instituto Alemán para las Relaciones con el Extranjero, que ha viajado y viajará por muchos países durante años (próxima etapa, Buenos Aires) y que toma el título de un trabajo de 1998-, una especie de tabla donde aparecen cronológicamente los nombres de los hombres de cultura más importantes -según un canon ampliamente aceptado- de los últimos dos milenios.

Del reducido conjunto, increíblemente, sólo dos piezas pertenecen al período previo a 1990, mientras que la casi totalidad proviene de los años 90 y, salvo una reproducción fotográfica hecha en 2000 de un trabajo en óleo de 1966 (el célebre Tío Rudi), nada alcanza nuestro siglo. Es curioso que para crear una Sinopsis de sus 55 años de carrera (empezada con unos murales en Alemania Oriental, donde nació, que fueron borrados una vez que se había escapado a Alemania Occidental) el artista haya escogido básicamente una sola década de trabajo. Sin embargo, muchos de los variados temas y técnicas que lo hicieron famoso están ahí resumidos, y algunos con una especie de vuelta de tuerca bastante reveladora de su rasgo creador.

Es muy frecuente coligar el nombre de Richter a los “cuadros desenfocados”, casi un sello del autor, telas en las que el artista proyecta una foto (tomada por él mismo o trouvé) sobre el lienzo y la reproduce destiñendo los contornos, ofuscando así la recepción del público, pero también el tonelaje simbólico de su iconicidad. En el MNAV hay cinco ejemplos de estos cuadros: el ya citado Tío Rudi, que “transcribe” una foto del pariente sonriente en su uniforme nazi y que fechada en 1966 revela una faceta engagé de Richter que con el pasar de los años se ha ido reduciendo sensiblemente: ese cuadro cancelaba, junto con los contornos de la figura, los confines entre cariño y horror, historia personal y pública que todavía atormentan a los alemanes y no sólo a ellos (el nacionalsocialismo y el holocausto son argumentos de meditación que recurren en sus obras tempranas); Betty (1991), retrato de espaldas de la hija, pose reservada que otra vez juega con lo borroso de la memoria, la imposibilidad de fijar algo para siempre y ese sentido entre neurálgico y nostálgico de una cotidianidad manchada con la “poeticidad de la sencillez”, algo que sigue y se vigoriza con la Pequeña bañista (1996), Orquídea (1998) y los paisajes de Quebrada (1997) y Esquina de catedral, muy oportunamente colocadas en los discretos “ábsides” del primer piso del museo.

Luego, la sorpresa: no son los cuadros “originales” lo que se ve colgado, sino reproducciones fotográficas de éstos (cibachrome y offset), en una mise en abîme conceptual burlona al límite del retorcimiento: cuadros basados en fotos alteradas, fotografiados otra vez. Aun así, la idea fundamental que está atrás de su pintura, y que él mismo reitera en su completísimo sitio web, es la de traducir las imágenes del mundo (trágicas, ridículas o bellas que sean) en ordinarias, comunes, fruto de una desilusión por cualquier forma de ideología o creencia. Eso, de alguna manera, explica su notorio eclecticismo: de la figuración, Richter pasa desenvueltamente a la abstracción informal y al minimalismo (en este caso, en su mayoría son óleos originales). Podemos admirar su expresionismo abstracto “enfriado” de 1977, el sutil variar de las pinceladas en un campo supuestamente homogéneo como en la abstracta roja de 1991, las tramas y ritmos “prodigiosos” de los márgenes de las telas “verdes” de 1996 o las experimentaciones sobre papel (la serie 10.96 del mismo año) y aluminio (los Abstractos oscuros de 1997), el juego romboidal de pintura líquida de Ofelia y Guilderstern (1998) y el gris minimal de 1990. Hay también mezclas de las dos aptitudes, como en la foto de Kassel (1992), intervenida con manchas blancas y negras en una bizarra copulación de técnica fotográfica y técnica pictórica elementales y en la parcial tachadura a través de un enredo “abstracto” de color rosado de una foto de diario que representa a un hombre con capucha (el Hood del título) llevado por otro personaje: en ambos casos hay más superposición de superficies que postura crítica.

Cuando lo “político” aflora queda como cristalizado (véase la foto de la manifestación “comunista” de Demo, 1997, o la pseudo bandera alemana de Negro, Rojo, dorado de 1999, “boceto” en vidrio y resina sintética del panel de 28 metros que adorna la entrada del Reichstag de Berlín), titilado pero a la vez neutralizado, en perfecto porte posmoderno. No es casual que como Picasso (“yo no busco, yo encuentro”) y Warhol (“quiero ser una máquina”), Richter también esté indisolublemente asociado con uno de sus eslóganes, “no creo en nada”: mirando esta selección, frente a algunas piezas -aunque técnicamente asombrosas- es inevitable percibir esa vacuidad.