Cualquier película cuya dirección venga firmada por los gemelos Albert y Allen Hughes siempre es digna de ser tomada en cuenta, y hacía casi diez años que no llegaba ninguna. Los Hughes salieron a la luz en 1993 con Menace II Society (conocida en castellano como Verdugos de la sociedad), película que se sumaba algo tardíamente a la breve moda de los hood films, aquella tendencia que era algo así como el equivalente cinematográfico del hip-hop, es decir, películas sobre barrios peligrosos (generalmente South Central, en Los Angeles) y la vida en ellos de los pandilleros y pequeños traficantes afroamericanos. Aunque Menace II Society no era en lo temático precisamente novedosa en relación con lo que habían expuesto los films del sobrevaloradísimo Spike Lee y del insoportablemente cursi John Singleton, siendo considerada incluso como una copia de Boyz n the Hood (1991), de este último, era al mismo tiempo una película infinitamente mejor, menos didáctica, mejor actuada, más creíble en su violencia y con un cuidado formal que demostraba formación cinéfila y técnica. A casi 20 años de su estreno, Menace II Society debe de ser el único de los hood films que puede verse sin sentirlo envejecido o arengador. Su siguiente película, Dead Presidents (1995), volvía al tema de la violencia en las comunidades negras estadounidenses, pero ubicando la acción en los años 70, en los veteranos de Vietnam convertidos en delincuentes. También era una película dura, tensa y muy violenta, en la que los Hughes terminaban de demostrar que podían dominar el lenguaje narrativo de las grandes producciones de Hollywood, pero sin necesidad de acoplarse a los discursos morales de éstas.

Pero en su tercera película los Hughes se despegaron por completo de cualquier reducto étnico en el que se les pudiera haber encasillado, dirigiendo una superproducción situada en la Londres del siglo XIX, protagonizada por estrellas como Johnny Depp y Heather Graham, y sin ningún personaje afroamericano de importancia. From Hell (2001), basada en una novela gráfica del brillante historietista inglés Alan Moore, fue objeto de varias polémicas críticas; la adaptación de los Hughes de esta historia basada en hechos históricos sobre Jack el Destripador se alejaba mucho del libro (una obra virtualmente infilmable por la cantidad de subtramas y material documental de época) y aunque a la versión final se le habían editado varias escenas particularmente sangrientas, muchos la consideraron excesivamente violenta y los puristas le reclamaron los notorios desvíos del texto original. No muchos se detuvieron en cambio a apreciar el ritmo con la que estaba administrada esa violencia supuestamente excesiva, en lo bien que estaba filmada y la cuidadosa reconstrucción de los barrios pobres de una Londres mugrienta, sórdida y oscura que les permitió a los Hughes bromear (o no) con que nuevamente habían hecho un hood film, una película de gueto.

El rodaje de From Hell fue al parecer algo conflictivo entre los hermanos, y como resultado no volvieron a juntarse para dirigir un largometraje durante más de ocho años. El libro de los secretos es su regreso luego de este largo silencio, algo que para algunos es una suerte de acontecimiento.

El bueno, el malo y los sucios

Periódicamente hay una oleada de filmes apocalípticos o post apocalípticos en Hollywood y actualmente estamos pasando por una. Dejando de lado chotadas sobreproducidas como 2012 y las ya demasiado numerosas variaciones sobre zombies, en los dos últimos años se han estrenado varias películas más serias que tratan de la supervivencia en un mundo arrasado por la guerra, entre ellas el largometraje animado 9 (Shane Acker) y The Road (John Hillcoat), basada en una novela de Cormac McCarthy (ninguna de las dos ha sido estrenadas aún en Montevideo). El libro de los secretos tiene varios elementos en común con estos films y sitúa la acción unos treinta años en el futuro, luego de una guerra nuclear, siguiendo el periplo de Eli, un solitario guerrero (Denzel Washington) que atraviesa un Estados Unidos devastado, con la misión de llevar un libro al Oeste. El libro en cuestión sólo tiene algo de secreto para el genio que le puso el nombre en castellano a la película y aunque no se le nombra hasta muy tarde es evidente desde que hace mención a él que se trata de una Biblia. En el camino Eli, que demuestra unas habilidades marciales realmente prodigiosas, se enfrenta con pandillas de caníbales hasta llegar a un pueblo dominado por un jerarca local (Gary Oldman), quien justamente está desesperado por conseguir una copia de la Biblia -la película parte del precepto más bien dudoso de que todas las biblias (el libro más impreso en la historia) han sido quemadas en una reacción antirreligiosa luego de la guerra-, con el objetivo de utilizarla para dominar a la población sobreviviente. Es decir que se encuentra el hambre con las ganas de comer, y el enfrentamiento es inevitable.

El libro de los secretos es esencialmente una película de acción y aunque su escenario sea más bien similar al de la saga de Mad Max, se la podría considerar además un western. Concretamente, una muy buena parte del film es más que nada un homenaje explícito a las películas de Sergio Leone, con personajes taciturnos y mal afeitados, vestidos con ropas polvorientas y capaces de eliminar en un abrir y cerrar de ojos a un gran grupo de enemigos. Algunas tomas de Washington caminando en cámara lenta de frente a la cámara en un paisaje desértico están virtualmente calcadas de similares aproximaciones en las películas de Leone (¿habrá un director europeo que haya sido más citado que Leone en el cine estadounidense de los últimos cuarenta años?), y el personaje de Washington -uno de los actores de la actualidad con presencia física más imponente- es casi una versión afroamericana de los que Clint Eastwood interpretaba en los spaghetti-westerns.

Más allá de citas, los Hughes vuelven a demostrar que son unos virtuosos visuales a la hora de filmar; toda la película (excepto en algunos tramos finales) está filmada en una tonalidad sepia y cenicienta (literalmente, sobre el mundo de El libro de los secretos flota una omnipresente ceniza que cubre campos y ciudades destruidas) que da una sensación de aridez opresiva muy adecuada al tema. Además de los escenarios, algunos juegos de cámara -como un elaboradísimo travelling (casi un plano-secuencia) que sigue el trayecto de una ráfaga de balas desde el exterior hasta el interior de una casa para luego volver a salir- prueban el notable talento visual de los directores y su capacidad para desarrollar en forma creativa las escenas de acción. Los actores no se quedan atrás en cuanto a virtuosismo y Wa-shington -aunque se inspire en la inexpresividad de Eastwood- le da algunos matices de emoción intensa a su personaje. Gary Oldman está a la altura, componiendo un villano tan desagradable como multifacético, y Mila Kunis (la Jackie de That 70’s Show) vuelve a demostrar su particular carisma eslavo, que la convierte en una presencia inmediatamente distintiva. Como si fuera poco está por ahí Tom Waits en un rol menor pero hecho a su medida.

Pero El libro de los secretos tiene algunas pretensiones extra más allá de sus tiroteos y persecuciones, y aunque no es obligatorio ser cristiano para apreciarla, el contenido evangélico es más que evidente y algo sorprendente para quienes conocen la filmografía de los hermanos Hughes, caracterizada por una cierta amoralidad. Es este aspecto, dejando de lado la afinidad que se pueda sentir por su orientación espiritual, el que no cierra con el resto de la película, el culto al Libro y la solemnidad judeocristiana no se llevan bien con algunos diálogos burlones entre los personajes ni con las vertiginosas decapitaciones de las peleas de bar. Los mensajes milenaristas son muy populares en Estados Unidos, donde series como los libros de Left Behind (con sus aventuras de modernos cruzados que eliminan civilizaciones en nombre de la segunda llegada de Cristo) se venden por millones, y tal vez en aquel contexto el contraste no sea tan evidente, pero en estas latitudes latinas y de agnosticismo batllista puede ser un poco irritante, sobre todo si uno viene divertidísimo viendo cómo Washington eviscera a una barra de motociclistas como si fuera un samurái.

Es este lado trascendental, e inevitablemente central en la trama, el que estropea un poco esta película estupendamente filmada e interpretada, y sería igualmente molesto para los que no vamos a misa los domingos si el libro que carga Eli fuera El Capital, El Señor de los Anillos o Justine, pero como decíamos antes, una película de los Hughes siempre es bienvenida. Esperemos que no se tomen ocho años más para hacer otra y que la próxima no tenga muchas cruces colgando de las metralletas.