Desde fuera de la sala vemos salir el humo que, una vez adentro, se convertirá en las brumas que darán, junto con el frío real de la sala, un comienzo muy sensorial a la obra. (Luego voy a saber que el frío no es parte del concepto espacial, sino de la insensibilidad de los encargados de la sala: ¡por favor, bajen el aire acondicionado, que se acabó el verano, ya empezaron las clases!). Las bailarinas (Besuievsky y Chouy) están allí pero fuera del rectángulo blanco que indica el espacio escénico, convenientemente abrigadas. Se empieza a escuchar “Mona Lisa” en la voz de Nat King Cole (si no me equivoco, pues, por alguna razón que no entiendo, este dato no aparece en el programa de la obra, donde el diseño del espacio sonoro se le adjudica completamente a César Martínez, sin mencionar otras apariciones musicales). Esta balada de amor de los años cincuenta viene a introducir, a través del humor, expectativas sobre una historia de amor que conversa con la “historia del frío” del título, anunciando ambas posibilidades al mismo tiempo: una historia del amor y el desamor -metafóricamente aludido por el frío- en un contexto posiblemente irónico, dada la canción elegida como prólogo.

Sigue bailando

El ciclo Montevideo Danza 2010, del que forma parte Historia del frío, continúa el 20, 21 27 y 28 con Sin Título# 12, de Andrea Arobba, Florencia Varela y Adriana Belbussi. En abril (14, 15, 21 y 22) se estrena Compañía, de Carolina Silveira (autora de la reseña), Lucía Naser y Juan Manuel Noblía, y el 28 y 29 va Frágil, de Andrea Lamana. En mayo estará No hagas suposiciones, de Laura Pirotto (26 y 27). El 30 y 31 de julio y el 1º de agosto irá El azar y la necesidad, de Andrea Arobba y Pablo Casacuberta, y Corazón verde tatuado, de Sofía Etcheverry, cerrará el ciclo el 20, 21 y 22 de agosto.

Como espectadora voy acuñando esos datos, pero por el conocimiento previo que tengo de estos artistas puedo adivinar que si existe una verdadera historia pasará al menos por el filtro narrativo de la contemporaneidad en danza, enemiga de la cadena principio-nudo-desenlace y reinado del fragmento. Espero más bien un contracuento, es decir que lo que parece una historia de relacionamiento entre dos sea -y quizás en virtud de la propia metáfora del frío- la presentación de una no-relación.

Ahora bien, todos estos elementos aparecen: hay encuentros-desencuentros, hay momentos de fusión entre ambas y otros de total lejanía (a propósito, es muy linda la foto del programa que da cuenta de ese espacio inconmensurable entre dos cuerpos), hay un refugio final en el calor de una estufa que se opone a la neblina del comienzo. Pero también hay no pocos momentos coreográficos desprovistos de cualquier relación con el -en un principio asumible o tácitamente asumido- eje conceptual de la pieza. Las preguntas que me vienen trascienden, quizás, esta obra en particular, dando cuenta de todo un movimiento en la danza que, aunque parece nuevo, tiene más de 50 años en el mundo. ¿No será que, así como estuvimos atados por siglos al yugo de la representación, de la linealidad narrativa, de las relaciones estúpidamente causales que no podían explicar la complejidad de nuestros procesos, ahora estamos encadenados a una nueva tradición de negación de esos lazos pero que en muchos casos no ha madurado lo suficiente como para constituirse en una verdadera propuesta? ¿Hasta qué punto la negación de las convenciones que fueron el edificio de las artes escénicas comporta en sí misma un valor artístico en la contemporaneidad? ¿No estaremos arribando a nuestras creaciones desde el miedo a defraudar los dictados artísticos de nuestro tiempo?

Es muy difícil para un artista de la danza de hoy en día saber qué debe hacer, qué queda aún por hacer sin lucir anticuado ni afectadamente transgresor, es cierto. Pero también hay un público que espera por nuestras propuestas y que difícilmente esté dispuesto a ver pasar por delante un encadenamiento más o menos aleatorio de materiales para una obra posible, cuya construcción es difícil vislumbrar.

Veo en Historia del frío un síntoma de nuestra incertidumbre como creadores, y es claro que hablar de incertidumbre hoy no conlleva una visión negativa, pero me pregunto si no será mejor arriesgar y tal vez perder que presentar en escena nuestras dudas. Al mismo tiempo que digo esto, contradictoriamente, quizás, expongo mis dudas como crítica, pero también algunas convicciones: una obra de danza puede ir del polo de lo “abstracto” (me refiero tan sólo al hecho de no representar directamente historias ni personajes) al polo de lo recalcitrantemente representativo (ser ilustración de hechos reales, literarios o musicales), pero no puede, según creo, negarse a tener una estructura basada en algún criterio perceptible de organización -salvo que se trate de una obra-manifiesto del fin de las estructuras, pero no creo que sea el caso-.

La dramaturgia puede surgir de la anatomía del cuerpo, de las relaciones espaciales (matemáticas y/o sensoriales), de relaciones intertextuales, etcétera, pero debe existir aunque sea como un subtexto susurrado al oído de un solo espectador muy avezado. No puedo asegurar que esta obra no lo tenga, porque bien puedo no ser yo ese espectador al que está dirigida, pero al menos presento mis dudas al respecto. También abro aquí la posibilidad de una lectura de la obra cuya clave estaría en uno de los versos de Juarroz citados en el programa: “He llegado a mis inseguridades definitivas”.

Las luces diseñadas por Skrycky-Steinman hacen un sutil trabajo de dramaturgia que, aunque no alcanza a darle un carácter global a la obra, contribuye con la creación de climas parciales que actúan como puntuaciones en un texto. El sistema de microfonía que amplifica en el espacio el movimiento de las bailarinas es un recurso interesante en el que valdría la pena profundizar.

Esta obra se cruza, desde el punto de vista de los recursos escénicos que presenta, con dos producciones recientes de nuestro medio: Freezer, del colectivo La Casa (2008), y ATP, de Tamara Cubas (también 2008). En la primera se trabaja sobre la creación de un espacio entre brumas donde el uso de la invisibilidad es notoriamente más radical que en Historia del frío y en la segunda se aplica la microfonía de manera que no sólo los movimientos externos de los bailarines son amplificados, sino también los movimientos internos, lo que le agrega una capa más de profundidad al uso de una tecnología comparable.

El vestuario comporta en la obra un elemento de distorsión al contrastar en su barroquismo con la simplicidad con que se presenta el resto del diseño visual, alejando a la pieza de lo que podría haber sido un principio compositivo estable: la austeridad.

Al final, o más bien al principio y en la base de esta investigación escénica, están las bailarinas, presentes, técnicamente sólidas, precisas, desafiándose en algunos campos como el uso de la voz, cuyo desempeño en escena puede ser una buena razón para que espectadores con ganas de ver bailar vayan a ver Historia del frío el próximo fin de semana. Lleven un abriguito.