El 18 de febrero de 1952 hubo una tormenta terrible en la costa de Nueva Inglaterra. El mar estaba tan violento que dos petroleros se partieron al medio ese mismo día, a pocos kilómetros el uno del otro. Al parecer (aprendo con esta película), los petroleros estaban construidos de tal modo que, en una situación así, una de las mitades podía mantenerse a flote durante algunas horas, porque contaban con depósitos no comunicados entre sí, y el aire acumulado en ellos no se perdía por completo. Por lo tanto, la Guardia Costera estadounidense dispuso de tiempo para proceder al salvataje de posibles sobrevivientes de aquellas naves. El rescate de los tripulantes del SS Pendleton, uno de aquellos petroleros (el otro fue el SS Fort Mercer), es considerado la más sensacional operación de ese tipo que se haya emprendido, por lo menos en Estados Unidos. Los integrantes del equipo que la llevó a cabo recibieron medallas de oro, uno de los barcos de rescate de la Guardia Costera fue bautizado Bernard Webber en homenaje al piloto de aquella operación, y el barco que la emprendió se conserva como una especie de reliquia/monumento.

Esa historia real, en la que se basa esta película, tiene ingredientes virtualmente infalibles para una versión cinematográfica: heroísmo, compañerismo, coraje, tenacidad e inconformismo ante la adversidad, grandes peligros, el poder temible del viento y del mar bravío, el peso avasallante del barco grande, la esperanza en condiciones desesperantes, la moraleja del trabajo coordinado y disciplinado como única alternativa para lograr un improbable éxito.

Adrenalina y banalidad

Los efectos especiales en el film son de primera, y permiten contar una historia como ésta de una manera que hace 20 años habría sido inimaginable (hacerlo fue mucho más complicado, por ejemplo, que la realización de Titanic, porque era preciso poner en pantalla la tormenta). Creo que el resultado garantiza una buena descarga de adrenalina, aun para quienes no compartan conmigo cierta fobia a las olas grandes. Ese tipo de emoción se produce muy especialmente en la secuencia en la que el barco de rescate tiene que cruzar una franja de olas altísimas producidas por la presencia de un banco de arena, como si se tratara de una especie de surf en dirección opuesta a la habitual.

Por lo demás, se trata de una típica producción Disney para toda la familia. Esa característica garantiza determinados niveles de corrección en términos de la realización, pero la garantía llega sólo hasta ahí. En el momento de plasmar esa historia infalible en un guion, se tomaron un montón de decisiones escolares y banales. Es un problema en sí mismo que sean clichés, pero el problema mayor es que son clichés realizados de manera muy tosca. Para empezar, la necesidad de dotar al heroico Bernie Webber de una novia preocupada (línea amorosa, presunto foco de identificación para público femenino) y a tal efecto, además, incluir un prólogo más o menos extenso acerca de cómo se conocieron él y Miriam. Para peor, a ambos integrantes de la pareja se les asignaron arcos de desarrollo tratados en forma poco sutil y poco interesante: el guardacostas carga con la culpa de una misión fallida previa en la que murió mucha gente y tiene que pelear contra ese fantasma interior; Miriam sólo piensa, al comienzo, en la seguridad de su amado, pero de a poco comienza a percatarse de la importancia del trabajo que Bernie desempeña y asume que es su deber bancarse la angustia personal, en aras del bien general.

Se utiliza, por otra parte, un esquema de dos machos alfa, cada uno de ellos trabajando por su lado para afrontar la situación crítica (Bernie a cargo de la operación de rescate, y Sybert, mientras tanto, organizando a la tripulación del Pendleton y creando las condiciones para que la mitad del petrolero que quedó a flote tenga mayores chances de ser encontrada). Esto se presenta mediante secuencias alternadas, que hacia el final finalmente se cruzan, y entonces se intercambian calladas miradas de aprobación varonil. Hay una tercera línea argumental que se intercala, mayoritariamente relacionada con Miriam, que equivale a una telenovela colombiana del montón, maquillada con un estilo flemático anglófono.

Que no se detenga

Estilísticamente, Horas contadas es un representante bien claro del estilo de “continuidad intensificada”, que viene caracterizando en forma creciente al cine de acción y fantasía de las últimas décadas. Es semejante al estilo clásico, pero inyectado con esteroides. Una simple acción como la de Miriam estacionando su auto se muestra con un movimiento muy dinámico: la cámara empieza por el paragolpes y recorre luego la superficie del capó, hasta encontrarse con el rostro de la heroína detrás del parabrisas. El mero beso de amor final tiene por lo menos unos 15 cortes (no es una exageración, quizá sean incluso más). Cada vez que dejamos la línea argumental más o menos apacible alrededor de Miriam y pasamos al Pendleton, ese cambio visual viene antecedido por un breve crescendo sonoro, y en cuanto llega el corte de imagen retumban los trombones y los taikos (tambores japoneses que se tocan con baquetas de madera) mezclados con tanto volumen que la sala de cine literalmente tiembla. Eso sí, quedan sumamente potentes las imágenes del barco de rescate amenazado por las olas enormes, o el contraste entre ese barco y el petrolero partido. Y hay exhibiciones de virtuosismo de cámara, como el plano supuestamente continuo (trampeado) de los marinos pasándose instrucciones el uno al otro: la cámara casi que vuela desde la torre a la cubierta y a la sala de máquinas, pasando por escaleras, puertas y pasillos angostos.

Ese estilo de efectos audiovisuales inflacionados para espectadores de sensibilidad anestesiada incluye, como una consecuencia más del horror al vacío que lo rige, la necesidad de una música que orienta nuestros sentimientos en forma irritantemente maestril (“niños, todos juntos, ¡asústense!”, “niñas, esa escena la pusimos especialmente para que no se sientan excluidas, ¡enamórense del tierno de Chris Pine!”). Casi no se escuchan el mar, las olas y el viento: siempre están embarrados con música sinfónica (aunque los diseñadores de sonido hicieron tremendo laburo con el metal crujiente del petrolero, sobre todo en el momento de su hundimiento, que evoca bellamente algo asociable con la muerte de un paquidermo). Además, el leitmotiv de amor es una de las melodías más empalagosas que hayan sonado en una producción hollywoodense. Me deprimí al leer en los créditos que el artífice de esa música espantosa es Carter Burwell, asociado antes con películas de los hermanos Coen y de Paul Thomas Anderson, y uno de los mejores compositores actuales para cine, pero se ve que vendió su alma al diablo. Bueno, no tanto, a Disney nomás.