Roberto Bolaño terminó su hasta ahora inédita novela El Tercer Reich en 1989, es decir, cinco años después de que viera la luz Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, obra escrita en colaboración con Antoni Porta. Del lapso entre ambas fechas data también la escritura de Amberes (publicada en 2002), y recién en 1993 apareció La pista de hielo. Cabe pensar en estos cuatro libros como una suerte de paralelogramo temprano y tentativo, un espacio literario marcado por la búsqueda y la experimentación, especialmente acusada en Amberes, quizá el menos logrado de estos textos, y conectado a la obra madura del autor de 2666 a través del modelo estructural de La pista de hielo, que parece anunciar, a escala, la corriente de voces que hace al eje de Los detectives salvajes. De hecho, después de La pista de hielo, Bolaño publicará (en 1996) La literatura nazi en América, inaugurando una serie o saga que nutrirá a sus libros más importantes, particularmente a Estrella distante, del mismo año; la cohesión de la obra de Bolaño posterior a La literatura nazi parece volver todavía más clara la separación entre sus primeros cuatro libros y el conjunto posterior de sus obras más sólidas.
Pero, por supuesto, este esquema no es más que una simplificación extrema y, por lo tanto, fallida. De hecho, leer El Tercer Reich es la mejor manera de poner en duda categorías tan difusas como “obra temprana” en oposición a “obra madura”, porque el Bolaño de El Tercer Reich es ya un narrador consumado que exhibe todas las armas que cargará -como el gladiador o samurai que fue- a lo largo de sus batallas sucesivas. Aquí están el juego con la economía de la palabra y el trabajo de fondo/figura con lo dicho y lo mantenido en las sombras; aquí están los climas desolados (que por momentos hacen que El Tercer Reich resuene con “Últimos atardeceres en la Tierra”, quizá el mejor cuento del compilado Putas asesinas) y los personajes marginales cargados de caminos y falsa sabiduría; aquí está el destino de los latinoamericanos dispersos por el mundo y el horror ante el mal y la infamia que, borgeanamente, a través de ridículos y patéticos hombres de letras, aparecerán en La literatura nazi en América y Estrella distante, por no mencionar a los “arcimboldistas” de 2666 y a su esquivo Benno, que irrumpirá -o no- en medio de la terrible ola de asesinatos de mujeres en Santa Teresa.
Además, no es difícil señalar que entre ese primer cuarteto narrativo (aunque Amberes también fue pensado como una serie de poemas en prosa, y así aparece recogido en el volumen póstumo La universidad desconocida) y la obra posterior de Bolaño hay un elemento en común que sirve de núcleo a la estructura novelística o, mejor dicho, de pauta para la proliferación de elementos narrativos: tanto El Tercer Reich como La pista de hielo y Estrella distante, Los detectives salvajes y 2666 parten de un eje afín a la literatura policial, que se verá luego subvertido, borroneado, violentado y dispersado. El esquema de enigma, pistas, indagación y revelación final (recordemos la “búsqueda” que -fantasmalmente- unifica las “confesiones” de los narradores sucesivos de Los detectives salvajes, recordemos al narrador de Estrella distante siguiendo las huellas de Ruiz Tagle/Carlos Wieder) nos permite armar un hilo conductor de El Tercer Reich.
Udo Berger, fanático de los wargames, pasa sus vacaciones junto a su novia Ingeborg en Del Mar, un hotel en la Costa Brava. A los pocos días de estadía conocen a Hannah y Charly, otra pareja de alemanes que veranean en Cataluña, pero Charly pronto desaparece y Udo se promete no regresar a Alemania hasta que aparezca su cuerpo. En el proceso de indagar qué sucedió se acerca a El Quemado, un latinoamericano que vive en la playa y fue desfigurado por la tortura; Udo, fascinado y repugnado a la vez, lo introduce al mundo de los wargames jugando al Tercer Reich, una reconstrucción minuciosa de la Segunda Guerra Mundial en Europa. Ingeborg y Hannah regresan a Alemania y dejan a Udo en su habitación de Del Mar (un hotel que tiene algo de los parajes extraños de JG Ballard), con la única compañía de El Quemado, El Lobo y El Cordero (dos “amigos” españoles un poco graciosos, un poco ridículos y un poco siniestros), y, especialmente, de sus crecientes obsesiones: los wargames, la historia de Europa, las heridas de El Quemado, los recuerdos de infancia -porque Udo había escogido el hotel porque había sido el preferido de sus padres a la hora de pasar los veranos en la costa-, la dueña del hotel y su marido misterioso y moribundo.
La novela, construida como el diario personal de Udo, puede leerse como el relato de su descenso al abismo, al infierno del siglo XX y su terrible exhibición de atrocidades. El narrador de las últimas páginas no es el de los primeros capítulos: Udo, a todos los efectos, ha muerto con Charly, un compatriota que no es ni pudo ser su amigo pero que, entre extraños catalanes y españoles, habla su lengua y comparte su historia (sus estigmas). Los wargames se nos presentan al principio como la ordenada rutina de Udo, ocupado en escribir un artículo sobre la estrategia a emplear en Tercer Reich (es decir, como lograr “corregir” la historia y permitir que triunfe Alemania -acercándonos a El hombre en el castillo, de Philip K Dick, escritor especialmente admirado por Bolaño-, pese a que en más de una ocasión Udo se ve en la necesidad de decir “yo no soy nazi”), trabajo que llena sus mañanas y sus tardes mientras su novia pasa las horas en la playa.Udo aparece como un académico meticuloso rodeado de libros, fotocopias, fichas, citas, argumentos y viejos debates, pero poco a poco, a medida que se prolonga su partida con El Quemado (en la que Udo, por supuesto, mueve a las fuerzas del Eje), el juego termina por devorar su vida. El de Udo, como entendemos hacia el final del libro, es un camino sin retorno, como también lo fue el de Arturo Belano y Ulises Lima, los personajes de Los detectives salvajes. De hecho, las últimas páginas, una vez pasado el terrible “destino” que prevemos, están teñidas de tanta irrealidad que el narrador a cuya voz nos hemos acostumbrado a lo largo de 360 páginas termina por parecernos un fantasma, tan poco auténtico como los escuadrones de blindados o paracaidistas que movía por el mapa de Europa de su tablero de juego.
En un pasaje memorable, Udo compara su lista de generales favoritos (Manstein, Rommel, Guderian, Kluge) con un rápido panorama de la literatura alemana del siglo XX (Trakl, Grass, Celan, Böll, Jünger); una vez más, de un modo casi subterráneo, Bolaño nos encadena a una ecuación que desmenuza las distinciones entre vida y literatura, entre ficción y realidad, entre juego e historia. El Tercer Reich, que podemos pensar como su primera novela y, por lo tanto, como una inauguración magistral, parece trazar entre sus letras cierta célebre inscripción de una puerta no menos célebre, para advertirnos sobre los viajes sin retorno y también qué hacer con nuestras pobres y tristes esperanzas.