En las últimas tres semanas, el británico The Guardian y los norteamericanos Wall Street Journal y The New York Times sacaron notas significativas sobre Caravaggio, lo cual quiere decir que en este momento es él el talk of the town, siendo el town por supuesto la aldea cultural global. Los ingleses entrevistaron a Roberta Lapucci, conservadora del SACI de Florencia, sobre su sondeo del posible uso de químicos que hubieran permitido a Caravaggio inventar una especie de protofotografía, con proyección de imágenes directamente sobre el lienzo; ello no invalidaría la técnica del maestro, sino más bien consolidaría su genio (aunque algunas malas lenguas podían hablar de “trampa”).

El artículo de The Wall Street Journal estaba centrado en la investigación de un tal Silvano Vinceti (especie de Grissom de una hipotética CSI de la cultura italiana, ya que ha encontrado el esqueleto “perdido” del poeta del siglo XV Matteo Maria Boiardo y está intentando reconstruir el rostro exacto de Dante), quien busca en un osario de Porto Ercole los restos de Caravaggio para determinar cuál fue la verdadera causa de su temprano fallecimiento. Si hubiera un resultado y si fuera sífilis -mejor que una más “neutra” tuberculosis- seguro alimentará aun más el culto del personaje: genio precoz, jugador encarnizado, bebedor, presunto homosexual (centro de uno de los debates más largos e inútiles de toda la historia del arte occidental) y acertado asesino, cualquier “maldito” moderno se redimensiona al lado del artista milanés (hasta su lugar de nacimiento se ha revelado un asunto problemático, ya que no fue Caravaggio, pequeña ciudad cerca de Bergamo, como se creyó durante siglos y que, obviamente, lo “bautizó”, sino Milán como se descubrió tan sólo en 2007). Michael Kimmelman, por otro lado, en su nota del Times ya habla de una “locura por Caravaggio” que avanza en el mundo y lanza su proclama citando un estudio de Philip Sohm, profesor de historia del arte de la Universidad de Toronto, que demostró cómo a nivel académico el número de estudios sobre nuestro Michelangelo Merisi superó en las últimas décadas aquellos consagrados a Michelangelo Buonarroti, posiblemente, junto con Leonardo, el artista más famoso de todos los tiempos. Eso hablaría no sólo de una revancha del pintor barroco sobre el renacentista -aunque ambos difícilmente se puedan encajar simplemente en dichas categorías- sino de una especie de demostración del mutado Zeitgeist: la idealización y diáfana monumentalidad de Buonarroti son admirables hoy en día, pero están lejos de nuestra sensibilidad, que se avecina más a las telas crudas, oscuras, pobladas de “cortes” casi cinematográficos y sobre todo ásperamente realistas de Caravaggio.

Nacimiento de un estilo

Queda fuera de duda que este monstruo del pincel soliviantó la manera de pensar la pintura como se había practicado hasta aquel entonces. Sin embargo, el pintor era también hijo de sus tiempos: como ya advertía el inmenso Roberto Longhi, Caravaggio fue empujado a “fortalecer los oscuros”, su rasgo más conocido, porque la demanda del período se obstinaba por los temas sacros y sobre todo patéticos. La inconmensurable intuición de Merisi fue entonces la demarcación “no tanto de los relieves de los cuerpos como la forma de las tinieblas que los interrumpen”. Cuanto más pathos se requería, más oscuridad aparecía en las composiciones, “resuelta” a través de un contraste feroz entre la tenebrosidad y los cuerpos terrenales (hasta la vulgaridad) de sus santos, ángeles y compañía: todo patentemente sostenido por una técnica pictórica prodigiosa conquistada en pocos años.

La formación de Caravaggio, pese a su brevedad, había sido atormentada, desde su estadía precoz (empezó a los 11 años, aunque eso no fuera tan raro para los más dotados de la época) y sin remuneración en el taller de Simone Peterzano, exquisito maestro manierista alumno de Tiziano, hasta su llegada a Roma en 1592. Allí, padeciendo el hambre, frecuentó los talleres de Lorenzo il Siciliano y de Antiveduto Gramatica, artista fashionable conocido como el “gran cabezudo” por los retratos que le pedían todos los nobles que viajaban por la capital, en donde seguramente el joven Caravaggio aprendió a pintar con una estupefaciente rapidez. En plena miseria, empezó su vida nocturna turbulenta, mientras que de día, bajo la vigilancia del pintor Cavalier D’Arpino (que, paradójicamente, empezó a trabajar sin éxito en la capilla Contarelli en San Luigi dei Francesi, en donde años más tarde su alumno dejará tres obras maestras con San Mateo como tema), realizaba sus primeras telas -de tamaño modesto y con un solo protagonista- en las que ya se fijan dos componentes descaradamente originales y constantes en su trayectoria.

Primero, el uso a menudo “sensual” y también exasperado del autorretrato, protagónico o como “cameo” à la Hitchcock (hace pocos meses se descubrió que un minúsculo autorretrato del autor pintando se halla en el reflejo de una jarra del Baco de 1597). Cabe mencionar entre otros, el temprano Baco enfermizo (1595), de lánguida mirada y colores “convalecientes” que lo retraen probablemente luego de un ataque de malaria -enfermedad que lo acompañó toda su vida-, poderosa síntesis de su doble naturaleza, melancólico por un lado y libertino por el otro; también al espectador que mira El martirio de San Mateo (1599) o La captura de Cristo (1602) y los autorretratos “multiplicados” y simultáneos de Plutonio, Júpiter y Neptuno (ese último, además, completamente desnudo) en la única pintura sobre pared que dejó, en la vuelta de la villa de Porta Pinciana del cardenal Del Monte, su protector durante mucho tiempo; y asimismo otros en la tarda Devoción (1609), donde aparece, según una conjetura reciente, en las caras de los tres pastores. Además, Caravaggio se autorrepresentó seis veces, súper dramáticamente, en una cabeza degollada, como David o Juan Bautista o San Juan, con toda probabilidad obsesionado por su misma condena a la decapitación, llegada luego de haber asesinado a un joven durante un partido de “pallacorda”, un antecedente del tenis.

Más impactante y seminal la segunda característica: el empleo de modelos humildes en poses humildes, gente que el artista frecuentaba (los jóvenes malvivientes Mario Minniti y Cecco Boneri y las prostitutas Annuccia Bianchini, Lena Antonietti y Fillide Melandroni) y que, personificando a Juan Bautista, Santa Catarina o la Virgen rompían las tácitas reglas de decencia iconográfica, sin contar la inclemencia de los detalles: tipos y vestimentas desaseados, seres corpulentos y torpes o al revés, demasiado casual y provocativos, manos y sobre todo pies sucios a menudo dirigidos hacia el espectador.

Tenebroso iluminado

Por supuesto, entre escándalos, bravatas y un talento majestuoso, en 1600 Caravaggio ya era una leyenda. La protección del Cardenal Del Monte le aseguraba trabajo y libertad, lo cual se tradujo en telas cada vez más complejas y marcadas por un claroscuro extremo (el mismo que un Derek Jarman, casi más caravaggesco que Caravaggio, recreó en 1986 en su controvertida película biográfica sobre Merisi). Las crónicas de la época hablan de su estudio como de un lugar recargadamente oscuro, con las paredes negras, y con agujeros que dejaban entrar la luz, como focos; así se crearon maravillas como La conversión de San Mateo (1601) o El santo entierro (1602) con su atroz y casi sacrílego detalle del dedo de San Juan que penetra en la herida del costado de Cristo.

La transparencia, retomada, entre otros, por el gran nombre del período, Annibale Carracci, y presente en sus obras juveniles es así abandonada para siempre: sus escenas sagradas, esculpidas a golpes de luz, son como instantáneas despiadadas, siempre embebidas de sufrimiento y muerte, pero de una muerte “material”, no glorificada como las de Pontormo o Michelangelo. De hecho, Caravaggio impulsó la moda de las naturalezas muertas, que proliferarán en el siglo XVII, con un solo magnífico ejemplo, el Cesto de fruta “revolucionario”, con rama que “sale” del cuadro, perspectiva “contrapicada”, hojas secas y manzana podrida.

A medida que su vida se complicaba, con sus huidas a Nápoles (donde se queda entre 1606 y 1607) y luego a Malta y a Sicilia, a causa de la pena de muerte que lo perseguía, sus cuadros se vuelven más acongojados aun, dejando a veces de lado la oscuridad, pero jugando malignamente con la arquitectura -las enormes paredes que dominan los personajes de La resurrección de Lázaro, de 1609 -o con el espacio-, la víctima aplastada contra la línea final del cuadro en El degüello de Bautista, de 1608.

La muerte lo encontró, súbita, en el promontorio de Porto Ercole durante el verano de 1610, aunque no faltan teorías que hablan de complot y homicidio. Afligido, narciso, irónico (son muchas las “tomadas de pelo” en sus obras a expensas de Michelangelo, Raffaello y otros maestros), violento, original (decenas fueron los caravaggistas y claras influencias se notan en los dos gigantes del siglo, Velásquez y Rembrandt), generador de misterios (circulan nueve diferentes cronologías de sus obras, todas respaldadas por valientes estudiosos, y cuadros robados por la mafia que llenan las crónicas y engendran cuentos). Caravaggio es tan atractivo, que parece más un mimo declararnos cercanos a su sensibilidad que el fruto de una investigación. Cierto es que para tiempos especialmente ambiguos, ¿qué resulta más sugestivo que vincularnos con alguien cuyo legado fue nombrado tanto luminismo (en italiano) como tenebrismo (en español)?