La última edición del Festival Internacional de Cinemateca posiblemente será recordada por la sorpresa que generó el hecho de que su principal vedette, La cinta blanca, haya permanecido virtualmente fuera de los principales premios y menciones en la sección oficial (aunque tanto la votación del público como la Federación Internacional de Críticos -Fipresci- la eligieron como mejor película del evento). Sin embargo, las sorpresas no fueron patrimonio exclusivo de los largometrajes de ficción, ocurriendo algo similar en la sección de documentales, en donde los favoritos eran los brasileños El hombre que embotellaba nubes y Utopía y barbarie, films que se terminaron yendo con las manos vacías (a excepción del primero, que tuvo el reconocimiento de Fipresci). Vale la pena revisar lo que se vio en este género en ascenso permanente.

Música de más allá y de más acá

La música fue uno de los principales protagonistas del festival. Ya dentro de los films en competencia se encontraba el más fuerte competidor, El hombre que embotellaba nubes, película que no sólo abrió el festival, sino que contaba con la misma presencia de su director, Lirio Ferreira, quien se dio una visita por nuestro territorio. Por otro lado, se encontraba Café de los maestros, película basada en la quimera de Santaolalla -fuera de su conocido “aggiornamiento” electrónico de Bajofondo- de condensar durante un mismo show en el Teatro Colón, gran parte de las figuras máximas del tango que quedan vivas en la Argentina. También estaba en competición Süden, de Gastón Solnicki, film basado en la vuelta a la Argentina de Mauricio Kagel (vivió casi cuarenta años en Alemania), creador de algunas de las composiciones de música electroacústica y teatro instrumental más renombradas del siglo pasado -el ilustre John Cage dijo una vez: “El mejor músico europeo que conozco es un argentino, Mauricio Kagel”- y Ne change Rien, film dirigido por Pedro Costa, que se centra en algunos ensayos y presentaciones en vivo de la actriz y cantante francesa Jeanne Balibar. Incluso, por fuera de los filmes en competencia, podría colarse la mención al documental Ellos son… Los violadores, película que hace repaso sobre el auge y caída de una de las más famosas bandas del punk argentino (para muchos, la primera banda punk de estas latitudes).

Colocada frente a sus contendientes, Ne change rien se convierte en un film menor, difícilmente deslumbrante para quienes no sean grandes simpatizantes de la cantante, y cuyo principal interés radica, más que nada, en la elegantísima fotografía de Pedro Costa, que prioriza los planos fijos y el claroscuro, intentando percibir el acto creativo en sus propios tiempos y ritmos. Completamente contrario a tal ascetismo monocromático es el caso de Café de los maestros, que en todo momento se perfila como un film que en sus anhelos cuasi megalomaníacos tiene mucho caudal compartido con la misma personalidad del famoso productor que dio vida al proyecto. Más allá del deleite de ver en performances y en su accionar cotidiano a grandes figuras del tango como Aníbal Arias, Emilio Belcarce y Atilio Stampone, el documental por momentos parece recaer en cierta imaginería for export de lo que es Argentina y lo que es el tango, haciendo un recorrido casi turístico por todo lo que suponemos que es tanguero: visitar el barrio La Boca, los cafetines, el hipódromo, etcétera. No es precisamente la elección de estos lugares lo que da la impresión de paisaje de postal, sino la forma en que se los filma: la banalización de filtros azulados, ralentis y voiceovers didácticos innecesarios. El otro pecado que hace trastabillar al film obedece a la mala administración de la economía emocional del mismo: es tanto el impacto y despliegue de música que se nos muestra en los ensayos, que a la hora de levantarse el telón del Teatro Colón todo nos parece ya un poco redundante. Aún así, resulta ser un film muy disfrutable.

El hombre que embotellaba nubes es una retrospectiva sobre la vida de Humberto Texeira, músico brasilero ilustre, principal exponente del baião -un tipo de música del nordeste de Brasil-, una figura un tanto inaccesible y escurridiza que prefirió vivir como el cerebro detrás del megaestrellato de Luis Gonzaga, intérprete y partenaire creativo, que llevaría al éxito muchas de sus composiciones. El hombre… es un film expansivo, que está todo el tiempo hilando entre la historia popular y política del país y la vida del músico, entre el efecto del baião en Brasil y sus apóstoles en el resto del mundo (el latinófilo David Byrne, junto a otros), entre el personaje mítico cimentado por el pueblo y las construcciones infantiles de una hija que se lanza a colocar como puede las piezas del rompecabezas de su padre. Precisamente, este anhelo totalizador se podría percibir en una opinión de Gilberto Gil: “El baião y el samba son las dos dinastías musicales más importantes de Brasil”. En 2007, Lirio Ferreira hizo Cartola, música para os olhos, que justamente se centraba en una de las principales figuras del samba, y lo que por momentos parece querer realizar Ferreira es una disección en la historia y forma de ser y sentir de un país, a través de sus dos troncos musicales más importantes, y en la conformación de este virtual díptico (es decir, Cartola y El hombre…), por momentos parece acercarse a lograrlo.

Süden, por el contrario, concentra todo su poder en el grado de intimismo y naturalidad que va logrando a medida que se desarrolla. El film se va a concentrar en los ensayos de Kagel y un grupo de jóvenes intérpretes obsesionados con su obra. En ningún momento se intenta hacer alguna gran retrospectiva del homenajeado -sólo algunas palabras en voiceover del director al comienzo del film y ya está-, ni siquiera se hace particular hincapié en el evento en sí. No, lo que realmente interesa es su obra, o más que la misma, el proceso de confección, cómo se despliega el carisma del autor, cómo se coconstruye una pieza, los lazos humanos que permiten su desarrollo. Kagel y sus músicos se vuelven completamente transparentes, y esto no se percibe sólo en el carisma del director -el que de hecho le sobra para colgarse la película al hombro- sino en la maestría casi invisible con la que Solnicki logra captar pequeños matices, casi construyendo personajes de la nada, haciendo uso de sólo dos cámaras casi con una calidez rohmeriana, registrando sonrisas furtivas, rostros concentrados, como si el ojo del film no fuera el director y su cámara, sino la música misma que observa a sus creadores. Süden logra con muy poco diseccionar la música, una forma de ser y producir en el mundo, sin tener jamás que recurrir al testimonio de figuras, ni prótesis informativas. En pocas palabras, dejar a la música que hable por sí misma.

Entre la utopía y la barbarie

Los films políticos siempre han tenido un lugar de visibilidad privilegiado en los festivales cinematográficos. Dentro de ellos, una de las películas fuertes del festival era la brasilera Utopía y barbarie, película quimérica si las hay, en la que su director, Silvio Tender, estuvo realizando una intensa recopilación de material de archivo y entrevistas durante diecinueve años. El documental se centra particularmente en los sueños revolucionarios que se gestaron a lo largo y ancho de nuestro mundo durante el siglo XX, pasando por la revolución de octubre en Rusia, las revoluciones latinoamericanas, el caso chino, los situacionistas, entre muchos otros. En un principio, lejos de ser un film nostálgico, la película es un documental inusualmente crítico, que se centra en el movimiento pendular entre las utopías y los movimientos contrarrevolucionarios que ellas mismas esconden, o que se levantan frente a ellas.

Ya por el trabajo de recopilación, la película hace valer su peso de celuloide. Pero quien mucho abarca poco aprieta, y en sus anhelos de hacer un film total sobre las revoluciones políticas, mucho material queda fuera de su agenda, como es el caso del Sandinismo -que prácticamente no tiene mención- y el Movimiento Zapatista de México. Ponerse a ir a la pesca de qué faltó en un film como éste parece algo un poco mezquino, pero son grandes jirones en la confección del telar que se terminan haciendo notar. La película va bien en mostrar cómo todo proceso innovador concentra en su mismo núcleo ciertas líneas duras de sujeción que terminan por traicionarlo. Esta idea, y su formulación es, posiblemente, el aspecto más interesante del documental. Sin embargo, cuando hace foco en Latinoamérica y el auge y caída de sus procesos democráticos o revolucionarios, descentra la contracatexis del mismo movimiento y termina colocándola exclusivamente en la agenda militar y el imperialismo estadounidense.

La joya política del festival viene de una película de mucho menor presupuesto, pero no menores pretensiones artísticas. Hasta luego, ¿cómo está? es una película inusual, una ácida sátira política construida a base de refranes serbios e imágenes recolectadas por el director. La estructura del film está construida sobre una base aforística, convirtiéndose tranquilamente en un modelo para armar, que puede ser tranquilamente desmontado, visto de atrás para adelante y de adelante para atrás. La película no se vuelve contundente sólo por el ocurrente cinismo de sus aforismos (“El ministro descansa sábados y domingos, y ésa es su contribución a la lucha del crimen organizado”; “cuando un boomerang se lanza desde aquí, no vuelve nunca más”), sino por el acoplamiento por momentos realmente poético con sus imágenes, en donde se recopila no sólo material televisivo, sino situaciones, personas y lugares imposibles de creer, obtenidos por el mismo director en extensos road trips realizados a través de la vastedad del variopinto territorio serbio. Uno podría acusar al film de Boran Mitic de nihilista, pero lo que se agita detrás de la aparente misantropía de Hasta luego, ¿cómo está? es un cinismo cuestionador, pero no una técnica dinamitadora que no deja nada a su paso. Porque Hasta luego, ¿cómo está? es un film importante, revelador, que en su misma elección estética termina siendo el estudio de uno de los más efectivos medios cuestionadores que existieron en los países balcánicos: los aforismos evanescentes, casi anónimos, como centro de resistencia molecular, policentrada, a la poderosa maquinaria propagandística comunista. Una de las muestras más claras de que la verdadera revolución está en el lenguaje.