Un sketch del programa inglés That Mitchell and Webb Look muestra a dos guionistas televisivos norteamericanos que cuentan cómo se les ocurrió hacer cosas como una serie sobre emergencias médicas sin investigar nada sobre enfermedades o un documental acerca del mundo de la prostitución sin hacer entrevista alguna, debido a que no tienen mucho tiempo para trabajar, y porque después de todo la gente no necesita historias muy complejas. Luego de las palabras de los guionistas aparecen extractos de los programas que producen: son, por supuesto, un cúmulo de vaguedades y explicaciones ridículas. Algunas entrevistas concedidas por los responsables de Lost recuerdan un poco a esos personajes cómicos británicos. Un caso: hace dos semanas, cuando ya era evidente que la serie tenía como centro lo místico-religioso y no lo filosófico-racional, The New York Times les preguntó a Damon Lindelof y Carlton Cuse si no habían “tirado” tantos nombres de pensadores históricos en la serie (Locke, Hume, Rousseau, Bentham) simplemente para sugerir que había grandes ideas detrás. Los guionistas-productores contestaron algo así como que, bueno, sí, ellos habían tenido clases de filosofía en preparatorios y a veces conversaban del asunto.

El profesor Simone Regazzoni (Génova, 1975) también advierte esta superficialidad en el manejo del tema, pero la salva de manera ingeniosa. En su libro Lost: la filosofía. Las claves de la serie, luego de notar que a ninguno de los protagonistas de la historia le llama la atención convivir con tanto compañero de apellido ilustre y -más grave aun- que las correspondencias entre las ideas de los filósofos y los personajes que llevan su nombre son mínimas, contradictorias o inexistentes, llega a una conclusión magistral: cualquiera puede llamarse como un filósofo porque “todos los hombres son filósofos”.

La reflexión de Regazzoni es funcional a su objetivo manifiesto: obligar a la filosofía contemporánea a tomarse en serio a los nuevos productos audiovisuales. Es difícil desde acá descifrar la interna de las cátedras de filosofía italianas, pero no está de más recordar que las investigaciones académicas sobre fenómenos mediáticos contemporáneos tienen entre sus pioneros a un compatriota de Regazzoni, Umberto Eco, quien en 1964 publicó Apocalípticos e integrados, adelantándose unos cuantos años a los estudios culturales británicos y despojándose de la distancia pesimista con la que el tema era abordado por la Escuela de Frankfurt.

Claro que lo que parece proponer Regazzoni no es un estudio de la televisión actual desde la filosofía, sino hacer filosofía a partir de las propuestas de esos programas. Visto así, su libro sería un fracaso, ya que no pasa de una conjunción de correspondencias entre algunos conceptos de pensadores recientes (Heidegger, Derrida y Deleuze, sobre todo) y algunas frases o esquemas recurrentes de Lost.

Hay algunos hallazgos interesantes (y típicos de la tradición filosófica a la que adscribe Regazzoni, muy afecta a la etimología y las coincidencias epidérmicas). Derrida dijo “no hay mundo, sólo islas”: es la isla de Lost. Zizek denunció la política de blanqueo de la tortura (su artículo fue traducido en la diaria el 04/05/2007): entre los personajes de Lost está Sayid, un ex torturador iraquí. Freud habló del “sentimiento oceánico” de comunión con los demás: el avión que se estrella en la isla e inicia la historia pertenece a la compañía Oceanic y los personajes terminan formando una comunidad. Heidegger encontraba la verdad develada de pronto en un claro de bosque, y la selva de la isla tiene varios claros. Más allá de una docena de asociaciones de este tipo, a Regazzoni le interesa dejar claro que las muchas inconsistencias y confusiones que plantea la serie nos muestran que todo es relativo y que no hay verdades definitivas.

Nada apocalíptico, sino oportunamente integrado, Regazzoni escribió el libro cuando todavía no había comenzado la última temporada de la serie, en la que el “giro místico” se vuelve irreversible. ¿Por qué el apuro? ¿Por qué el subtítulo engañoso “las claves de la serie”? Ocurrencias de un editor deseoso de facturar, quizás, aunque Regazzoni es un baquiano en el cruce con las “obras de arte televisivas”: de su autoría son La filosofía del Dr. House y Harry Potter y la filosofia. Olfato económico o puro interés académico, Regazzoni acierta en por lo menos una cosa: estamos en la edad dorada de las series televisivas estadounidenses (y británicas) y el fenómeno merece una mirada tan atenta por parte de la academia como la que desde hace décadas obtiene el arte contemporáneo (que no es más serio ni más comprometido que lo mejor de la televisión), aunque tal vez no sea la filosofía (la estética, tal vez) la que proporcione los análisis más productivos.

Si bien Regazzoni no llega a fundar una filosofía a partir de Lost, sí es un buen divulgador del posestructuralismo y sus precursores. Y es un profesor generoso: cierra el libro con una completa bibliografía y un comentario de los pasajes y los autores que cita en el resto del texto, animando a aquellos que se engancharon -y que no extrañan “las claves de la serie”- a continuar internándose en la filosofía contemporánea.