Aira visita Montevideo con frecuencia, sin llamar la atención: le gusta nadar en la piscina del Radisson, dice. Su llegada la semana pasada fue un poco diferente, porque vino a presentar la edición de su relato Mil gotas por parte de La Propia Cartonera, en el bar Clase A, de Nuevo París. La conversacióncomenzó en torno a un ejemplar del recientemente editado (por Alfaguara) Arlt fundamental.

-Me llamaron de la editorial para pedirme autorización para reproducir una frase mía en la contratapa, de un viejo ensayo donde digo: “Lo que en la cultura europea se hizo a lo largo de 500 años y miles de escritores, en la literatura argentina lo hizo Arlt, solo, en cinco años”. Arlt creó la novela en la Argentina. Aunque había habido intentos, por el fin de siglo, el 900, Cambaceres, naturalistas imitadores de Zola, la verdadera novela la inventó Arlt. Fue un adolescente genial, porque dejó de escribir novelas antes de los 30 años. Siempre lo ponemos en contraposición a Borges: Borges, el escritor erudito, el hombre de biblioteca; Arlt, el escritor de la calle, de la vida, con apenas unas pocas lecturas de pésimas traducciones de novelitas rusas. Toda la militancia arltiana ahora como que pasó. Pero sigue siendo un clásico. El único gran hijo que tuvo fue Onetti. Tomó la densidad arltiana, un poco psicológica, un poco patológica, y dio un paso más.

-¿Sigue funcionando esa dicotomía Arlt-Borges? ¿Dónde te pararías vos?

-Yo soy un borgiano, por más esfuerzos que he hecho por no serlo... Lo que pasa es que Borges es un universo en expansión: desde que se murió sigue creciendo, cada vez hay más interpretaciones de su obra. Ahora empiezan a aparecer sus manuscritos, que son extraordinarios, por los dibujos, sobre todo: revelan una faceta que no conocíamos de Borges. Sigo redescubriendo su obra, sigo encontrando inspiración.

-A propósito de Borges: la primera vez que leí una novela tuya pensé en su amigo Bioy. ¿Hay una conexión?

-Sí, pero no... Las primeras novelas de Bioy, que están muy en la línea de Borges, de la teoría que ellos hicieron de la buena trama, de la trama perfecta, de llevar los procedimientos de la novela policial a la novela fantástica, siento que están cerca de mí, pero en la medida en que están cerca de Borges. El resto de la obra nunca me gustó mucho porque tiene un tono un poco paternalista, de señor de la clase alta. Esa cosa de aristócrata que se pone a escribir novela sobre la clase media baja, los barrios humildes... si no sabía nada de eso. Ahí no le confío, pero póstumamente le perdono todo, por su maravilloso libro que es el Borges. Creo que es el libro más hermoso de la literatura argentina.

-Lo que decís respecto de la diferencia entre Bioy y sus personajes...

-... tiene una distancia irónica un poco fría.

-¿Pero vos no tenés también un poco de distancia, o de burla, en algunas novelas, respecto de tus personajes?

-En general trato de poner la burla, el sarcasmo, dirigido a mí mismo. Para que no me reprochen.

-Sí, el personaje Aira aparece en muchas de tus novelas, con características distintas.

-Es un tarado. Pero yo creo que la ironía es una forma de la cortesía. No tomarse muy en serio a uno mismo ni a nada. Tiene un costado malo o peligroso, en el sentido de que toda la literatura del siglo XX ha sido una literatura de ironías, de distancias, a tal punto que hoy día se ha vuelto muy difícil escribir en serio. Hemos llegado a un punto en que la inteligencia y la buena educación se identifican con la ironía, con la sonrisa.

-Tal vez el quiebre de esa actitud viene por el lado de la literatura chiquita, confesional, en primera persona. Mucha gente joven escribe así.

-¡Qué epidemia! Estoy en contra de eso porque para mí la literatura es básicamente invención, creación. Contar la vida, en cambio... Y además, ¿quién escribe novelas? No las escribe la gente que tiene una vida interesante, inmigrantes, o lo que sea. No, las escribe gente de clase media que va a las facultades de letras y tiene una vida totalmente estereotipada. Les pasa a todos lo mismo, hay un empobrecimiento de la experiencia: es la vida urbana, de la clase media. ¿Por qué van a estar contando su vida y sus opiniones? Escriben sobre Tom Waits, Lou Reed, sus diferencias con Leonard Cohen: son todos iguales. Hay un libro muy bueno, de un amigo mío de Rosario, Alberto Giordano, El giro autobiográfico en la literatura argentina actual. Lo hace en positivo -a él le gusta este tipo de literatura-, pero es una muy buena descripción de diez autores. Uno se da cuenta de que todos estos escritores están absolutamente contentos y satisfechos con sus vidas. Y tienen motivos, si no tienen ningún problema: viven en los cafés, no tienen problemas económicos porque vienen de familias más o menos bien, y hoy en día hay tanta beca, tanto subsidio... Quieren escribir sobre sí mismos, sobre esa vida de la que están tan satisfechos, pero cuando empiezan se dan cuenta de que para hacer una novela se precisa un conflicto. Entonces inventan el conflicto, que es lo único que no deberían inventar. Hice una especie de estudio: recurren a tres conflictos estereotipados básicos. Son: murió mi viejo, me dejó mi novia o me salió un grano. O sea, se terminó mi adolescencia, voy a tener que hacerme cargo de mí mismo, soy un adulto; el problema sentimental, sexo; o la hipocondría, la neurosis, el psicoanalista.

-El nuevo cine argentino también va por ahí.

-No me hablen del nuevo cine argentino.

-¿Y Washington Cucurto? Él va por otro lado, y ha dicho que es lector tuyo.

-Cucurto me parece un gran poeta. La asimilación que tienen nuestras sociedades a las cosas de ruptura o marginales, como fue hacer una editorial de cartoneras, termina en gente sofisticada que expone en su living los libros cartoneros. Las universidades norteamericanas son los mejores clientes que tienen los cartoneros. Es difícil hoy día ser un disidente, porque en seguida vienen las multinacionales, que han adoptado como moda esa disidencia, digerida perfectamente.

-Pero esta visita tuya incluye la presentación de un libro cartonero.

-Bueno, justamente hubo críticas al asunto de los cartoneros. Yo estuve en el comienzo mismo de la aventura: surgió en una galería de arte muy sofisticada, muy vanguardista. Todos los escritores que colaboramos en la primera tanda fuimos criticados: decían que éramos unos esnobs que íbamos a buscar un souvenir de la miseria. El que escribió eso estuvo bien. Cuando a uno le hacen una crítica que tiene un punto de ingenio, hay que reconocerlo. También está el hecho de que si uno se pone a hilar fino en la cuestión ideológica, termina no haciendo nada: siempre va a haber un argumento.

-Bueno, vos has editado en todo tipo de editoriales. ¿Es porque sos muy prolífico?

-No, no es eso. Bah, escribo mucho, pero libros muy pequeñitos. Escribo muy poco. Tomé un agente, cosa que parece muy esnob y sofisticada, pero en realidad tuve que hacerlo porque empezaron a traducirme en otros idiomas y me mandaban contratos que yo firmaba sin leer, y se empezó a hacer un lío muy enorme, así que fue necesario llamar a alguien que se encargara de poner en claro las cosas. Terminaba vendiéndoles el mismo libro a dos editoriales... un desastre. Hice un acuerdo con el agente, un alemán, que aclara que él se ocupa del mundo y yo no me meto en eso; yo me ocupo de la Argentina, y ahí no se mete él. Entonces, en la Argentina es todo gratis: yo no cobro derechos de autor y regalo los libros a estas pequeñas editoriales independientes, en general de amigos o de gente que me simpatiza.

-Pero publicaste por Sudamericana.

-No, yo publiqué por Mondadori, lo hizo el alemán allá en España. Después lo reeditó Mondadori Argentina. Antes sí había publicado seis o siete novelas en Emecé, una editorial con la que tuve una larga relación, porque trabajé casi treinta años como traductor para ellos. Cuando la compró Planeta, se terminó. Pero está esa idea de que si uno escribe poco va a ser bueno y si escribe mucho va a ser malo, descuidado. Además, he descubierto que para ser prolífico no es necesario escribir mucho: basta con escribir bien. Escribir mucho en cantidad, cualquiera puede hacerlo. Ahora, que eso se pueda publicar es otra cosa. No precisás escribir mucho. Escribiendo una paginita por día, como escribo yo, ya tengo tres de mis novelitas al año.

-¿Y por qué novela breve?

-Fue una cosa que se fue dando. Empecé escribiendo novelas de tamaño normal, de doscientas, trescientas páginas. Pero está bien lo de ir encontrando el formato que a uno le conviene. Ochenta, cien páginas son justo lo que le conviene al tipo de historia que se me ocurre a mí.

-Para Saer era la forma perfecta porque tenía la posibilidad de explayarse de la novela y la unidad del cuento.

-Las últimas veces que lo vi tenía la ilusión, muy común en los novelistas, de escribir una novela larguísima [llamada La grande, justamente], tipo La guerra y la paz. Se largó a escribirla, no la terminó. Me parece un poco peligroso lanzarse a la gran novela. Por supuesto que las novelas largas se venden mejor que las novelas cortas. Eso lo sabe todo editor: cuanto más lomo tenga un libro, más se va a vender. Eso simplemente por el hecho de que cuanto más gordo es un libro, menos literatura tiene.

-No tengo noticias de que hayas tenido un bestseller.

-Jamás.

-Pero ocupás un lugar central en la novela argentina contemporánea.

-Siempre digo que yo no tengo público, tengo lectores. Lectores individuales, que se encaprichan conmigo por algún motivo y siguen leyéndome a mí, y por ahí consiguen algún otro adepto. Pero eso nunca va a coagular en público. El público es una cosa distinta de los lectores. La lectura misma es un acto individual tan personal, tan íntimo... El buen lector siempre sigue caprichos personales que están muy ligado a su personalidad, su vida. El público masivo es otra cosa.

-¿Pero te parece que hay algo en lo que escribís que presenta una dificultad?

-Lo que he notado es que la poca querida gente que me lee lo hace porque quiere, porque va a buscarme, porque encontró a Aira un día y a partir de entonces va a buscarlo. Ahora, cuando vas a llevarle el libro a su casa, como en esas colecciones que venden en los kioscos y la gente los compra mecánicamente... me ha pasado dos veces: me llamaron por teléfono para decirme: “¿Por qué escribe esas cosas que no se entienden, que son disparates?”.

-Sin embargo, no son novelas herméticas, comunican.

-Creo que son bastante divertidas, fáciles de leer. Tal vez haya algo como demasiado personal. No sé.

-¿Te llevó mucho tiempo escribir La liebre?

-No. Ése fue mi récord, porque había un concurso. Nunca gané, pero de joven mandaba a todos los concursos. Me enteré de éste y decidí hacer una novela con todos los fuegos artificiales tratando de seducir al jurado. Y la escribí en dos días, a toda velocidad, desde el momento en que empecé a pensar el argumento hasta el final. Me acuerdo de que se acercaba la fecha y en la novela se armaba una guerra de indios; eso me iba a llevar mucho trabajo, entonces dije: “¿Qué hago?”, y se me ocurrió hacer que los indios de un bando pasaban por un túnel y salían por el otro lado, y se terminaba la guerra. Arreglé en media página lo que me habría llevado cincuenta páginas de trabajo.

-¿Entre esos trucos para atrapar al jurado estaban las referencias a teorías lingüísticas?

-Bueno, creo que sigue habiendo todavía en mis novelas mucho de ensayístico. Cosas de teoría, filosofía. Entra eso. Nunca me gustó mucho. Me dejo ir cuando escribo y pongo lo que me va saliendo, pero después de que lo veo... Preferiría una narración sin esa carga de ensayística. Y de hecho, empecé a escribir ensayos ya avanzada mi edad, para eso, para descargar de mis novelas todas esas ideas que se me ocurren, de novela filosófica. Pero no sirvió de mucho porque escribir ensayos nunca terminó de gustarme, así que en las novelas sigo mezclando esas ideas. Se hace lo que se puede.

-Otra cosa que tiene esa novela es el entronque con lo histórico: hay una biografía paródica de Rosas. En una entrevista dijiste que sos “un esteta del olvido” y estás muy lejos de lo que se llama novela histórica.

-De hecho le tengo una gran antipatía a la novela histórica, y sobre todo a las biografías noveladas. Ahí ya me pongo frenético. Los uruguayos son especialistas en hacer eso. Toman un tema interesante, como África Las Heras, por ejemplo, o la muerte de Rodó, hacen una investigación bien investigada, tienen material para escribir... y hacen una novela. Con eso echan a perder todo. ¿Por qué hacen eso los uruguayos?

-Porque se vende.

-Yo creo que novela es novela e historia, historia. Ha habido historiadores que también fueron grandes escritores, pero lo hicieron aparte. La novela histórica es una aberración. Yo he hecho un par de novelas histórica y una vez que las hice... mmh.

-Sobre las divagaciones filosóficas, en Embalse...

-No me acuerdo de esa novela.

-Es una en la que también aparece la liebre.

-Eso fue todo un sueño que tuve. Soñé que un escritor amigo, Fogwill, que es muy de teorías conspirativas, me decía que se estaba por lograr, mediante ingeniería genética, un animal nuevo, la liebre legibreriana, que está adaptado al nicho ecológico de Siberia y la Patagonia; en el momento en que naciera ese animal, la Argentina pasaría a ser parte de la Unión Soviética. Entonces escribí La liebre con la liebre legibreriana, que va haciendo distintas cosas, un diamante, un mito. Luego escribí La guerra de los gimnasios, donde la liebre entra en los genes: la madre del protagonista sufre de lebrosis, la señora se va transformando en liebre poco a poco. La tercera fue Embalse, donde la liebre nace y es el fin de la Argentina, y el personaje se sacrifica por la Argentina y por el presidente Alfonsín [ríe].

-¿Qué te pareció la película de Diego Lerman sobre La guerra de los gimnasios?

-No me gustó. No se lo digan a Lerman. En general no creo mucho en las adaptaciones cinematográficas de obras literarias. Un buen director de cine tiene que hacer su propia historia. Acá además está el hecho de que la prueba de amor que le ofrece el protagonista a la jovencita es tomar un supermercado, matar a todos los clientes, a las cajeras, incendiarlo: es una buena prueba. Él lo transformó en... robar un taxi. Es un anticlímax.

-¿Hay un modo de escribir Aira y escritores que lo imitan?

-No. Es justamente lo que decíamos hoy de la literatura del yo. Terminan haciendo una especie de costumbrismo urbano. Lo mío siempre intentó ser invención, una salida a lo imaginario. De eso no veo casi nada.

-Dani Umpi te pone como referencia, y su última novela, Sólo te quiero como amigo, tiene un “pasaje Aira”, con insectos en medio de una trama fantástica.

-Es un divino Dani Umpi.

-Lo de los insectos recuerda a tus novelas La abeja y Congreso de escritores.

-Sí, donde la abeja tiene que extraer los genes de Carlos Fuentes pero pica su corbata. Hace poco decía que sé por qué mi éxito está en la academia. Sobre escritores realmente buenos, como Levrero, se han escrito dos o tres tesis. Sobre mí se han escrito como mil. Es completamente absurdo, pero el secreto de mi éxito está ahí, justamente, en que yo con estas invenciones de dibujo animado cómico, bizarro, les doy el material que necesitan para exponer las teorías. Porque en las universidades todo se tiene que ver a través de algún filósofo, de alguna teoría de moda, siempre mediado. Al darles yo estas cosas, como lo de la corbata de Fuentes, se desata todo el tema de dónde empieza y dónde termina el cuerpo, si la corbata es parte de la persona. Con eso se pueden escribir cientos de páginas, meter a Deleuze...

-Te has manifestado en contra del realismo, pero también de la elaboración de personajes profundos.

-Nunca me interesó la psicología de los personajes. Tampoco en la vida real me interesa ahondar en la psicología de la gente. En mis novelas los personajes son solamente funcionales a la trama. Si sirven para que la historia avance, están bien. No trato de darles densidad psicológica, una redondez, algo para que crean que existe esa gente en el mundo, cuando son como figuritas, títeres que yo manejo a mi modo.

-¿Así que al personaje César Aira lo manejás vos también?

-A ése lo manejo fácil.

-Tu novela Parménides es una gran burla a la filosofía presocrática, ¿no?

-Tengo la sensación de que nadie la tomó en serio. Yo hice durante muchos años el trabajo de ghost writer, de escribir para gente rica, importante, y vi cómo funcionaba eso. En una época estudié mucho filosofía griega y me di cuenta de que el poema de Parménides, tan central a la cultura occidental, no lo puede escribir nadie, sólo un ghost writer, alguien que tiene total impunidad. Al escribir algo para otro, y que ese otro nunca va a poder confesar que fuiste vos, podés decir muchas cosas. Con esa novela quise hacer un experimento, porque siempre me están reprochando los finales abruptos, los malos finales. Entonces en Parménides, cuando Perinola, el ghost writer, terminaba de escribir el mamarracho que escribe, yo había escrito que punto, se comía un huevo podrido y se moría. Pero luego me pareció demasiado abrupto. Entonces escribí un último capítulo, que es casi una novelita en sí mismo. Se me ocurrió que podía seguir haciéndolo: al estar terminando, paro y escribo una pequeña novelita que sirva de final. Pero lo hice esa sola vez y luego seguí con los finales abruptos.

-¿Por qué? ¿Te cansás de las historias?

-Sí. Si esto es todo un juego. Si empiezo a tomármelo en serio... Para mí todo el placer está en empezar. Después ya se va gastando el juguete y hay que buscar otro. Además también sé que los lectores aprecian mucho los finales y eso sería chuparles las medias. ¿Quieren un buen final? No, vayan a leer a Sábato.