Terminó Lost. Y el final, como era fácil imaginar, dejó insatisfecha a la gran mayoría de seguidores. Porque todos teníamos pensado nuestro final ideal, porque es fácil ver -por ejemplo- que ciertos personajes o acontecimientos que parecieron de gran importancia en algún momento terminaron descartados sin más aclaraciones, que demasiados enigmas -de esos que nos hicieron pensar y conjeturar durante años si éramos seguidores a pleno de la serie- quedaron sin solución, que todo huele a final feliz, que nadie entendió el final, que nada cerró de verdad, que…

Pero quizá sea válido también pensar que una serie apoyada en gran medida en el “deseo de conjeturar” que contagiaba a sus seguidores, no podía terminar con una gran losa de significados inmóviles, que tenía que permitir más vuelos y más juegos; quizá valga la pena entonces seguir pensando en algunos “enigmas” o buscarles más pautas de gran escala a las seis temporadas de la serie.

Lost comenzó como una historia de náufragos. Una trama de supervivencia y esperanzas que, a medida que pasaron los episodios de la primera temporada, empezó a complicarse con elementos sobrenaturales: un par de fantasmas, osos polares en el trópico, ruidos extraños en la jungla y un monstruo de humo negro con gran poder destructivo. Hacia la segunda y tercera temporadas estos elementos se multiplicaron, haciendo referencia a una organización presumiblemente científica en sus objetivos, la Iniciativa Dharma, y a una misteriosa propiedad física o energética de la Isla; aquí comienza la quizá mayor configuración de la serie, en torno a la ciencia-ficción como opción genérica, que alcanza su densidad máxima en las temporadas 4 y 5, en las que “explicaciones” científicas de los sucesos extraños son propuestas por personajes de la serie, en especial Michael Faraday, un físico excéntrico visiblemente afectado por sus experimentos. Es la quinta temporada la que más recurre a tópicos cienciaficcioneros, particularmente las nociones de viajes en el tiempo y de mundos alternativos. En la sexta, sin embargo, esta perfilación genérica (de segundo o tercer nivel de significado, ya que ante todo la serie fue siempre un gran culebrón centrado en las historias de amor entre Jack y Kate, entre Kate y Sawyer, entre Sawyer y Juliet y entre Juliet y Jack, a las que se le sumaban los toques de comedia a cargo de Hurley, más los motivos “existenciales” como la oposición fe/razón, las limitaciones personales, los laberintos de la paternidad y la maternidad, y, además, algunos problemas filosóficos de largo alcance, como la controversia determinismo/libre albedrío) parecería girar hacia la fantasía, introduciendo un eje de mayor carga mística o espiritual que sobrevolaría temas de religiones mistéricas, maniqueísmo, gnosticismo, budismo e hinduismo (esta mezcla entre ciencia y espiritualidad tiene importantes semejanzas con la trilogía Matrix, que también se apoya en temas gnósticos).

Sería más correcto entonces afirmar que Lost no es una serie de ciencia-ficción; aunque no es fácil poner los límites en un género -y más con un tema tan delicado como la presunta “distinción” entre lo posible y lo imposible-, podemos pensar que cierto énfasis en explicaciones de índole científica (aunque parezcan recaer en una jerga que remede cierta física de vanguardia y se hable -sin mayores explicaciones- del “efecto Casimir” o de “bolsillos de energía electromagnética” localizados en varias partes del mundo) empujan la atribución genérica hacia la ciencia-ficción, mientras que apelaciones a lo mágico o lo espiritual nos llevarían a la fantasía. En el caso de Lost, la ciencia-ficción pareció funcionar bien como esquema de interpretación hasta más o menos el final de la quinta temporada o los primeros episodios de la sexta; con la introducción del tema maniqueísta de confrontación a nivel místico del bien y del mal como rueda o motor que propulsa la trama, las explicaciones científicas parecieron retroceder y la serie se convirtió en fantasía. Pero esta lectura es demasiado simple; entre la mitad y el final de la sexta temporada, por ejemplo, surgieron importantes cuestionamientos al esquema “bien versus mal” o al misticismo generalizado, equiparando esas “explicaciones” al mismo nivel que las anteriormente exitosas salidas “cientificistas”; además, argumentalmente, toda la sexta temporada pareció equipararse a una trama de universos alternativos, es decir, uno de los subgéneros por excelencia de la ciencia ficción (tan visible en la obra de Philip Dick, por ejemplo, autor homenajeado en varios episodios y, además, uno de los introductores del gnosticismo en el imaginario de la segunda mitad del siglo XX), dejando la respuesta final sobre ese tema a la interpretación del espectador en el último episodio, “The end” (con una gran apelación a cierta ambigüedad dickiana, rastreable en novelas como Ubik y Fluyan mis lágrimas dijo el policía).

Por eso quizá sea mejor decir que Lost, entonces, no es una serie de ciencia-ficción sino una serie con ciencia ficción (tomando prestada la feliz expresión de Rodrigo Fresán en el epílogo a El fondo del cielo) o que toma elementos de ciencia-ficción o que la usa para generar esquemas de significado o subformateos del arco narrativo que une el primer episodio con el último. De hecho, esto aparece tematizado en “Ab aeterno”, capítulo de la sexta temporada en que Jacob -presencia enigmática desde las primeras temporadas hasta su aparición “tremenda” en el final de la quinta- le explica a Richard Alpert (otro gran enigma que atravesó temporadas y teorías) que la isla funciona como un “corcho” que evita la salida del “mal” al resto del mundo. Repensando esa escena -y comparándola con otros momentos en los que un personaje más encumbrado en la pirámide alimenticia de la información le transmite data a otro más cercano al nivel inferior- queda claro que Jacob armó esa analogía para que un campesino del siglo XIX pudiese entender ciertos objetivos y emprendiese una misión; del mismo modo, en el siglo XXI, Michael Faraday o Desmond Hume hablan del mismo tema usando términos como “energía electromagnética” y “sistema de contención”. El “verdadero” significado, podría pensarse, estaría en la mente del personaje que ocupara el nivel más alto de la pirámide de información; la serie, sin embargo, se cuida especialmente en dejar ese nivel vacío. En última instancia, usando la ciencia ficción como se usa el gnosticismo o lo “místico” en general, el último acto interpretativo queda a cargo del espectador. Y éste, potenciado por tantos pequeños “enigmas” y cabos sueltos, podrá dar rienda suelta a su imaginación reconstruyendo para sí ese universo complejo y -en última instancia- irresoluble. El episodio final de la serie, en ese sentido, más que soltar su losa de mármol sobre los vuelos futuros de la imaginación (para parafrasear el célebre poema de Mallarmé sobre Edgar Allan Poe), deja las ventanas abiertas. Al menos para aquellos que quieran seguir jugando.