episodios, siete años, seis temporadas: ésos son los números de Lost. Hay más, claro: la enigmática secuencia 4, 8, 15, 16, 23, 42, repetida alarmantemente durante la primera mitad de la serie para luego ser olvidada sin demasiada explicación. Otras magnitudes son más inexactas: cuánta gente trabajó en la concepción del programa, cuántos espectadores tuvo y cuánto influyó un grupo sobre el otro.

Como todo producto audiovisual industrial, Lost tuvo varios escritores e incluso distintos “niveles” de escritores: desde aquellos que se limitaron a aportar los lineamientos generales a los ghost writers (o negros literarios) que hacían tareas menores, pasando por una docena de plumas debidamente acreditadas. Pero en la cima de la jerarquía, o en el inicio del proyecto, no estuvo un nerd con una idea prometedora que logró seducir a los ejecutivos de una gran compañía (como Matt Groening con Los Simpsons y la cadena Fox), sino exactamente al revés: fue Lloyd Braun, presidente de ABC (una de las tres grandes cadenas de televisión abierta estadounidense), quien encargó el diseño de un programa que combinara algo del reality show Survivor, algo de la película El náufrago y algo de la novela El señor de las moscas (de William Golding), lectura obligada en las secundarias del mundo anglo. Jeffrey Lieber recibió el proyecto, pero el resultado no agradó a Braun, por lo que se convocó al productor JJ Abrams. Éste propuso que la serie también tuviera un nivel sobrenatural, y reclutó al guionista Damon Lidenlof, quien junto con Carlton Cuse completó la plana mayor de creadores de la serie.

El profesor Simone Regazzoni (maltratado en la nota adjunta al final de ésta) propone que Lost sea tratado como un producto “transmedial”, en tanto su campaña de promoción incluyó la confección de apoyos ficcionales en internet (el caso más notorio es el sitio web oficial para la compañía aérea Oceanic, sólo existente en la serie), miniepisodios especiales para celulares y ipods, videojuegos, un espacio en el programa de realidad alternativa Second Life y hasta la intrusión en una película producida por Abrams: Cloverfield (Monstruo) se presentó como un documental rodado por un equipo del conglomerado Hanso, una institución que en el mundo de Lost es la principal impulsora del proyecto Dharma.

A ese espectro transmedial habría que agregarle la colaboración voluntaria de (¿cientos de miles?) de seguidores de la serie que opinaron sobre ella en blogs, redes sociales y sitios de internet especialmente dedicados a facilitar la interacción entre los escritores de la serie y su público. Aunque supuestamente estamos en un mundo globalizado, convendría aclarar que el centro de ese universo de fanáticos estuvo en Estados Unidos, no sólo porque el programa era emitido por una cadena de televisión abierta de ese país -con todos los condicionamientos formales que ello implica, como el número de cortes para publicidad, sino también con el tipo de retorno inmediato a través del rating de la emisión- sino porque la mayoría de las presentaciones públicas de la sagrada trinidad de creadores de la serie (reducida a Abrams, Lindelof y Lieber, con este último luego desplazado por Cuse) estaban pactadas en territorio de Estados Unidos, o en chats y espacios virtuales agendados para la comodidad del público norteamericano.

Como es sabido, ese público lee (y mira) de una manera un poco distinta al de Europa o Latinoamérica: su relación con la ficción, aun la más imaginativa, está dominada por la idea de sinceridad. Así como para los norteamericanos los actores que doblan a los personajes de las películas animadas son los mejores representantes de esos personajes en la vida real, en el caso de películas fantásticas como Lost la confianza de los norteños recae en los escritores de la serie.

Los creadores de Lost, entonces, se vieron sometidos a un tipo de relación con la audiencia con pocos precedentes históricos. En la literatura episódica, que conoció su auge hace casi doscientos años, la interacción entre el público y los autores -basada en la comunicación epistolar- estaba mediada por los editores de los periódicos. La exposición a su hinchada que han tenido los responsables de Lost se acerca más bien a las de los creadores de historietas (o videojuegos o películas de culto), cuya presencia en convenciones multitudinarias los pone en línea directa con los requerimientos colectivos. Lost combinó la frecuencia de los productos episódicos con las posibilidades de intercambio que permite la tecnología actual. No es impensable que el argumento de la serie haya sido modificado en ese ida y vuelta con el público. Y si pensamos que gran parte del atractivo de la serie se basaba en la develación de ciertos misterios y en la elaboración por parte de los espectadores de teorías generales que los explicaran a todos juntos, es muy posible que, para preservar la promesa de que el final era imposible de prever, los responsables de la serie hayan debido cambiar el rumbo sobre la marcha para no darle el gusto a alguno de sus innumerables seguidores. Hasta Stephen King se animó a sugerir un final para la serie en el que el héroe, Jack Shephard, estaría raptado y drogado por un grupo terrorista.

Ficción transgénica

”¡Qué estafa más larga!”, dice el personaje Sawyer (él mismo un estafador profesional) en el último capítulo. Su frase refiere a uno de los “misterios” de la serie, pero se ha vuelto una guiñada hacia los espectadores: muchos se sienten estafados por el cambio de lógica genérica que se operó en la serie a partir de las últimas temporadas. Es comprensible: lo que empezó como una serie con fuerte presencia de la ciencia-ficción y de los mecanismos del suspenso se transformó abruptamente en un relato místico con una lección espiritual bastante simple. Este hecho, que resume más o menos todas las críticas que vienen surgiendo desde el domingo, cuando fue transmitida la serie en Estados Unidos (aquí fue emitida el martes por la señal de cable AXN), podría ser visto también como uno de los puntos fuertes de la serie: su capacidad para mutar de género manteniendo el interés de la mayoría de su público.

Hay otro prodigio formal de Lost en el aspecto puramente narrativo: su explotación extrema de las relaciones entre el tiempo de la historia (de los hechos tal como se ordenarían cronológicamente) y el tiempo del relato (los hechos tal cual nos son presentados). Las primeras temporadas hacían uso extensivo de la analepsis (flashbacks para la gente de televisión) que nos ponían al día sobre los antecedentes de los personajes. La tercera temporada introduce las prolepsis (flash forwards, o saltos hacia adelante) que al principio parecen operar como advertencias sobre un posible futuro de los personajes que planean abandonar la isla. Luego el presente de la historia acompasa a esos flash forwards, pero parte de los personajes emprenden viajes temporales (es decir, su presente se ubica en distintos tiempos de la historia). Para complicarlo más, una porcion de la última temporada se ambienta en lo que parece ser un tiempo paralelo (flash sideways, que en términos técnicos podríamos asimilar a “metalepsis”), pero que finalmente resulta ser el último de los futuros, el purgatorio o la antesala del paraíso.

Que la serie haya logrado mantener a gran parte de su público (porque en Estados Unidos la audiencia en vivo, que tuvo un pico de 20 millones de espectadores, fue descendiendo a medida que la trama se complejizaba) es sin duda un mérito notorio. Como dijo el crítico Greil Marcus (como elogio a la banda Creedence Clearwater Revival), hay pocos ejemplos de auténtica popularidad y vanguardia creativa. Pero hay que tener en cuenta que, mientras que Lost sufría una mutación de género, mantuvo una “constante” (la palabra, en la jerga de la serie, refiere justamente a anclajes emotivos que contrarresten los sacudones temporales) en el desarrollo de triángulos y cuadriláteros amorosos varios (con un encare francamente telenovelesco).

A favor de Lost como creación colectiva podría argumentarse también que toda obra, más allá de las expectativas que fue generando, merece ser leída en su totalidad. Esto es, hay que hacer la prueba de mirar concienzudamente Lost a partir de su final: no sólo la última toma -el ojo del héroe cerrándose- es un cierre clásico y está espejado estructuralmente en la primera toma -el ojo del héroe abriéndose-, sino que la misma presencia de un héroe tan definido sugiere fuertemente que la serie debe contemplarse en clave mítica. Es un hecho que los personajes que encarnan el resto de las concepciones abarcativas del mundo -el impulso político, representado por Ben Linus y Charles Widmore, y el conocimiento científico, con Daniel Faraday y el proyecto Dharma al frente- se van opacando poco a poco, y sólo el símbolo del instinto religioso permanece más o menos en pie gracias a la curiosidad imparable de John Locke y los diversos “guardianes de templos”.

Como todo relato mítico, Lost admite recorridos circulares, lo que no hace sino prolongar esa experiencia colectiva que fue la serie. Las esperanzas de que en las versiones en dvd y blu-ray aparezcan cierres para subtramas descontinuadas y más explicaciones científicas circulan de a cientos por la red, y algunos hasta hablan de epílogos -uno sería una especie de versión cómica de la serie que relataría la historia de los sucesores del héroe en la protección de la isla- y hasta de una película -tipo la de Archivos X- que estire la magia convocada por Lost. Como si la serie no hubiera sido un chiste que depende del remate, sino un cuento de Landriscina, que más allá de su final flojo puede ser escuchado varias veces por la riqueza de su desarrollo.