Homero, Ilíada (Feltrinelli, 2004), de Alessandro Baricco, es el resultado de un conjunto de prácticas divulgativas con larga historia en el contexto italiano: por lo menos desde los años 50, los medios de comunicación masivos, con la televisión en primer lugar, creyeron a pie juntillas en la posibilidad de “domesticar” la masa a través de lecturas, paráfrasis o explicaciones abiertas de los clásicos propios y ajenos de todos los tiempos. Quizá el ejemplo más espectacular de los últimos tiempos (y de trascendencia internacional) lo haya dado el comediante Roberto Benigni con su ciclo interminable de Lecturae Dantis en el que matiza el perfecto verso dantesco a la glosa coloquial intercalando referencias directas al hoy por hoy, que más tarde sintetizó en el volumen Il mio Dante (Einaudi, 2008).

Baricco empezó por casa, haciendo lecturas maratónicas de su novela City (Rizzoli, 1999) en el Teatro Valle de Roma a las que llamó City Reading Project (2002). El proyecto incluía la lectura de su obra en voz alta por actores. “Dicho así parece una cosa de nada -escribió Baricco presentando el libro homónimo que surgió del proyecto- y en cambio es un quilombo. El hecho es que los actores, en general, no leen: actúan. Y ésa es la mejor manera de matar a un texto. La idea era trabajar con ellos para sacar del medio la actuación y recuperar el gesto elemental que es dar voz a la escritura. Transformarla en sonido: y cara, cuerpo presente, manos que se mueven, ojos, y todo. Nacieron para hacer eso los actores: si tan sólo pararan de actuar”.

Su siguiente megaproyecto fue la lectura íntegra de la Ilíada (para el Romaeuropa Festival): se hubieran necesitado alrededor de cuarenta horas -calculó el escritor- y un público muy paciente. Hombre de poca fe, Baricco consideró que no disponía ni de lo uno ni de lo otro, y decidió adaptar a Homero eliminando de las apariciones de los dioses, de muchas “repeticiones”, del cambio de la focalización (en lugar del narrador externo, los personajes cuentan la historia) e interviniendo el texto clásico de varias formas. La más notoria -al menos en su puesta en escena- es la del final: a una Ilíada que termina con la muerte de Héctor y la devolución de su cuerpo a Príamo, Baricco opone otra que, con intención tranquilizadora, incluye la trampa del caballo y la caída final de Troya. Con la ayuda de la Odisea y La toma de Ilio, de Trifiodoro, Baricco agrega al final “abierto” de la Ilíada uno feliz (en el volumen Homero, Ilíada todas las intromisiones del escritor aparecen en cursiva, dispositivo que se pierde en la escena, desdibujando autorías e intenciones).

Sostiene Baricco

Lejos del contexto de origen y sus estratos de cruzadas educativas, la operación de Jorge Curi se sitúa en un terreno ambiguo que no termina de resolverse en la escena. En parte porque, como se desprende del programa de mano, no parece haber una idea sólida de montaje, una lectura crítica del texto, un punto de vista personal tras su Homero, Ilíada, versionada para teatro por él mismo y Carlos Scavino.

En el programa, titulado “Sobre La Ilíada”, Curi se limita a describir pedagógicamente, ordenadamente, la trama del texto homérico, a citar los propósitos y operaciones del escritor italiano (recurriendo a un “dice Baricco” francamente preocupante ante la falta de un “digo/pienso yo”) y a recurrir a otro caballito, esta vez el de batalla de la vigencia automática de los “temas tan universales como el abuso del poder, la nostalgia de la tierra, la certeza de la muerte, el valor, la cobardía, la venganza, la angustia por la ausencia de un ser querido, etcétera”.

Aunque la inexistencia de un discurso articulado sobre el propio trabajo no se traduce siempre en fallas de puesta en escena, en este caso hay una sintonía perfecta. Curi organizó el espectáculo de este texto centauro (mitad tragedia y mitad épica) apelando a un código ideal (¿montevideano?) de interpretación de los helénicos, en buena medida grandilocuente, trascendente, frontal, que querría resolver el abismo que nos separa del ritmo, la melodía, el sonido de los versos originales. El texto simplificado y la puesta tradicional (no lejana a las que vimos de las verdaderas tragedias en estos últimos años) remiten a un teatro (mal) entendido como vehículo de divulgación. Cabría preguntarse entonces de qué divulgación se trata, y para qué público, cuando los cánones de actuación, de movimientos y tiempos escénicos corresponden a los de ayer.

Las marcas de la intervención “moderna” que desaparecen de las actuaciones reaparecen sin embargo, como prótesis externas, desligadas, en una escenografía high tech de Osvaldo Reyno (mucho metal y monumentalidad) y en una banda en vivo que dinamiza y comenta lo sucedido. Con su código inseguro, doble, la propuesta se compromete poco, como querría el texto de Baricco, con esa audiencia “impaciente”, ese público joven que conoce a lo sumo fragmentariamente a Homero y ya no recita orgulloso, como sus mayores, sin pausa y sin prisa los primeros versos de la épica tal como lo hacía en el liceo.

Algo sabemos: sin duda se está apelando a una audience que no repara en los pasajes ni los efectos de teléfono descompuesto que arrastran: del griego a la traducción italiana por Maria Grazia Ciani, la adaptación e intervención de Baricco, la versión para teatro -no se habla en el programa de la traducción al español- por el mismo Curi y Carlos Scavino. La de Curi, como toda puesta en escena de un clásico, debería actualizar la discusión sobre las modalidades, estrategias y emergencias de la lectura misma y sobre las alternativas ante la imposibilidad ontológica de presentar al clásico filológicamente. Y con su disolución en lo conocido hace en parte su trabajo.

El mayor abismo (o el primero) en esta empresa tiene que ver, sin embargo, más con el proyecto italiano que con su versión charrúa: reorganizar el texto en 21 monólogos dando voz a los personajes relatados, amputar repeticiones (esos módulos que en el poema tenían la función de referir a situaciones iguales y que mantenían una continuidad y un ritmo), y sobre todo extirpar a los dioses, determinantes en la concepción del mundo representado que la Ilíada refleja, todo en pos de una lectura digerible y amena -porque de lectura se trata y no de teatro, según Baricco- no vale tanto vandalismo. Vale cuando embiste el centro mismo de la obra despedazándolo para reconstruirlo en otra clave; los mejores ejemplos serían, siempre en ámbito italiano, los varios Hamlets de Carmelo Bene, influenciado más por nuestro Jules Laforgue que por Shakespeare, que hacía del borramiento del protagonista el lugar de desarrollo y crítica del texto mismo.