“Qué van a saber esos jueces qué se siente crecer sin un padre porque un degenerado hijo de puta le dio un día por matar al pobre tipo que había en la tienda que iba a robar. Apoyo… paredón pa todos”. “Vendidos apátridas… y encima degenerados sexuales…!!! Gracias Susana… te has reconciliado con toda la sociedad”. Tomadas de dos foros de discusión virtual, estas enfáticas manifestaciones de apoyo a Susana Giménez, cuando la diva de los teléfonos dijo, compungida por el crimen de uno de sus colaboradores personales, que el delincuente que cometía un asesinato debía ser ejecutado por las autoridades correspondientes, dan cuenta de que el término “degenerado” es utilizado como un recurso agraviante y frecuente para referirse al mundo de la ilegalidad.
Actualmente la idea según la cual uruguayos y argentinos vivimos en sociedades en las que la delincuencia aumenta de forma irrefrenable se funda en un sentimiento de inseguridad promovido, aunque con matices, desde todas las tolderías políticas y desde la ciudadanía que exige endurecer los deberes punitivos del Estado (penas, castigos, sistemas de reclusión). Esta sensación -también reproducida desde la mayoría de los medios de comunicación- conforma un espacio histórico en el cual cierta parte de la sociedad entiende que su integridad física o material se encuentra en permanente peligro.
La criminalidad de sujetos que -producto del vicio o de una psicología particular- son irrecuperables se plantea como parte de un presente permanente sin relación alguna con el pasado. Un pasado seguro, que no se discute, en el que, según un relato integrador, los presos barrían las veredas, construían escuelas y ayudaban a las señoras a cruzar en las esquinas. Sin embargo, la existencia de individuos “portadores” de degeneración no es nueva y su uso a lo largo de la historia no sólo fue pertinente sino que se asoció con el discurso científico más prestigioso.
Sobre la construcción del sujeto “degenerado” o “anormal” y sus usos en la historia argentina -en especial en la primera mitad del siglo XX- versa Degenerados, anormales y delincuentes..., segundo libro del historiador (y músico) argentino Gabo Ferro. Para ello Ferro analiza la circulación de las distintas teorías sobre la degeneración, que irrumpieron en el mundo académico europeo desde la segunda mitad del siglo XIX, y su recepción en Argentina por las generaciones de médicos egresados a fines del siglo XIX y comienzos del XX y de la clase política dispuesta a sanear el país de todo lo que contraviniera sus aspiraciones de convertirse en una nación moderna.
El autor se centra en tres escenarios que considera significativos para comprender el pasaje de la idea de degeneración del discurso científico al cotidiano. En el primer capítulo estudia la recepción y circulación del concepto en la academia médica argentina. Para explorar estas cuestiones repasa los programas de estudio, la bibliografía y las tesis doctorales utilizadas para optar al título de Doctor en Medicina de la Universidad de Buenos Aires, que refieren al crimen o al criminal durante el período 1890-1910. Algunas de estas tesis se inspiraron en las apreciaciones del médico italiano Cesare Lombroso vertidas en su libro L’uomo delincuente (1876). Este veronés articuló ideas clásicas de la fisonomía y la frenología (que estudia la esencia interna mediante el palpaje de lo externo) para afirmar la existencia de individuos anormales que por su constitución física o psicológica tenían una afección al delito. En ellos el crimen -no sólo el robo, sino la sodomía, la prostitución, la masturbación, la homosexualidad y el anarquismo- resultaba una anormalidad congénita que se manifestaba en el organismo. Según la Scuola Positiva -tal fue el nombre de la corriente criminológica-, los “criminales natos” serían hombres que no habían evolucionado y por ende presentaban anomalías biológicas, dada su condición atávica, constituyendo el tipo criminal. Estos estigmas se midieron en formas o dimensiones deformes del cráneo y la mandíbula o asimetrías de la cara y el cuerpo. Ferro no discute estas ideas, por demás perimidas desde el punto de vista jurídico y científico, sino que trata de entender los factores que confluyeron para que la teoría lombrosiana alcanzara diversos grados de recepción en Argentina, al tiempo que analiza de qué forma algunos de sus supuestos más sobresalientes perduraron por décadas.
Los médicos que se formaron en el estudio de Lombroso, entre los que se contaban varios de los prohombres de la Argentina del primer Centenario, como José Ingenieros, serían responsables de algunas políticas públicas que propugnaron la restricción a la inmigración portadora de caracteres de degradación o la castración de los llamados degenerados (onanistas, sodomitas, homosexuales o travestidos). También la prensa comenzó a realizar un minucioso examen público de delincuentes y anormales mediante la presentación de la biografía de los casos más célebres. De esta forma se dibujaron perfiles, se fijaron estereotipos y se confirmaron prejuicios hacia los sectores más humildes, a los que se asociaba directamente con la decadencia de la especie.
En el segundo punto el autor aborda las producciones pedagógicas y los manuales de higiene y puericultura. Médicos y maestros trabajaron en la estimulación de los llamados degenerados, que, dada su condición, eran considerados incapaces desde el punto de vista pedagógico. En este capítulo Ferro se inmiscuye en las “instituciones de control social” como la escuela, los orfanatos y los talleres de trabajo a los cuales se enviaba a aquellos que debían reformar su conducta. La nueva concepción burguesa del cuerpo y los valores que entendió el trabajo físico no sólo como un castigo sino como purificador fue instrumentada para sanear a los “anormales”. En particular el problema era la minoridad infractora y para hacer de los menores buenos ciudadanos era necesario reforzar la disciplina y alejarlos de los espacios del vicio. Estas ideas se conectaban con las propuestas de dos de los discípulos más directos de Lombroso, Enrico Ferri y Raffaele Garoffalo, quienes asociaron la tendencia delictuosa tanto con los aspectos antropológicos como con las circunstancias sociales y económicas que llevaban a un individuo al quebranto de la ley o a tener algún comportamiento desviado. Asimismo, negaron el carácter hereditario de la degeneración al sostener que por medio de la educación la sociedad se encontraba a tiempo de salvar a los “anormales” de la delincuencia.
En el tercer capítulo, que se concentra en el período 1933-1956, Ferro atiende cómo la figura del delincuente fue representada en el cine, un poderoso vehículo para la difusión de imágenes, estigmas y valores sobre el mundo criminal y los “degenerados” contemporáneos, ambientado, además, al calor del primer gobierno peronista que muchos entendieron como el triunfo de la barbarie. El autor analiza particularmente las películas de Carlos Hugo Christensen en las cuales se articuló (para describir el universo físico, relacional y moral de la delincuencia) un lenguaje llano y popular con apreciaciones científicas. En la mayoría de los casos analizados por Ferro, los sectores más humildes de la población eran los destinatarios del calificativo de “degenerados” o “anormales”; de allí que se pueda entender la estrecha alianza entre “ciencia” y “sentido común” como un espacio interesante para pensar los mecanismos de control social y disciplinamiento impuestos por las clases gobernantes de la Argentina del primer Centenario. Más de un siglo después, manifestaciones de este tipo siguen campeando el sentido común y los pedidos de paredón para todos los “degenerados” que roban o matan, lo que en la larga duración ha incidido en una deslegitimación de la Justicia como institución.