El afiche, el sutítulo o eslogan “Algún día el mundo será nuestro”, el lanzamiento en varios cines en horario infantil, la presencia estelar de Natalia Oreiro y los primeros minutos de la película establecen una especie de marco de género tipo “Nace una estrella”, tan viejo como el cine sonoro: la niña provinciana alimenta el sueño de convertirse en cantante y hará todos los esfuerzos por superar los obstáculos para lograrlo. Este marco no va a ser desmentido, es como un carril sobre el que transcurre la película. Sin embargo, ya el título establece como un entrecomillado: el título de Miss está en inglés, el idioma que actualmente baña de prestigio, modernidad, poder y alcance a los objetos que designa, y el término refiere a un concurso internacional que culmina con un viaje alrededor del mundo. En cambio, Tacuarembó es un término guaraní, y refiere a un departamento de noventa mil habitantes en el interior de un país chico en población, economía y poder geopolítico: el acople tiende a ridiculizar el potencial glamour de ser Miss de ese lugar. Las comillas nunca llegarán a cerrar, pautando una zona de apreciación problemática: la película es y no es lo que parece ser.

La trama transcurre alternando dos tiempos: la infancia y adolescencia de Natalia en Tacuarembó, y una actualidad en Buenos Aires, con Natalia treintañera. La vida en Tacuarembó se muestra como chata y limitante (en un momento Natalia comenta con su amigo Carlos que tiene como objetivo ir a brillar a algún lugar grande. Carlos le pregunta si en Montevideo, y ella le contesta que eso sería como Tacuarembó, pero más grande, que pretende Hollywood. Ante la mirada “pies en la tierra” del amigo, ella se conforma con un término medio: Buenos Aires). Allí, los medios de comunicación y las filtraciones importadas de otras formas de vida son los que abren las ventanas del deseo de una vida estelar. Natalia se hace llamar Cristal, como la telenovela venezolana, referente que se suma a una multitud de otros vinculados a la perspectiva de una preadolescente del interior de clase baja de los años ochenta: Parchís, Frutillitas, Alf, bata bata, Hormiga Atómica, Flashdance y Madonna, que se contraponen con la monotonía de las vidas de las madres solteras de Carlos y de Natalia, que “huelen a agua Jane” -y no a perfume-, y con un entorno de calles poco transitadas por las que alguna vez cruza un pacato gaucho a caballo. El elemento que más se enfrenta a las fantasías mediáticas de Natalia y Carlos, y que más las condicionan, son las actividades en la iglesia, sobre todo el coro y las clases de catequesis con una señora rígida, histérica y prejuiciosa que, para colmo, tiene dos hijas mellizas que ofrecen un opresivo contraste de bonanza económico-social con la modestia de los hogares de Natalia y Carlos.

Las vivencias de Natalia, chica y grande, son mostradas bajo el filtro de su fantasía, condicionada por ese patrón de consumo. Cándida, la catequista, actúa como, y dice cosas de, villana de telenovela. En algunos momentos la acción se suspende para un número musical, donde todos los presentes pueden bailar coreografías ochentosas en medio de un revuelo de globos y con la imagen enmarcada por una forma de corazón (las canciones son de Ale Sergi, de Miranda!, para insistir en esa misma estética camp). Hay una monjita lisiada que de pronto se pone a bailar y se convierte en un personaje liberador a la manera de La novicia rebelde.

El muchacho por quien Natalia se siente atraída tiene pinta de galán de telenovela grotesca. Y se materializa la mismísima Jeannette Rodríguez -actriz principal de Cristal- a dialogar con Natalia. Pero la cosa tiene un nivel más de complejidad, porque no hay una realidad realista de referencia totalmente distinguible de la fantasía (un factor muy acentuado por el hecho de que la personaje principal está actuada, de adulta, por Natalia Oreiro y tiene el mismo nombre de pila que ella, y elaborado en las imágenes que vienen después de los créditos finales). Más allá de la presencia de elementos naturalistas en el mundo de la película, ese mundo aparentemente “real” tiene incrustados elementos absurdos que ya no se explican como fantasía (parece ser que Cándida efectivamente desapareció, y Natalia y Carlos ahora trabajan en Buenos Aires en un parque temático llamado Cristo Park, donde un juego se llama “Tiro al Judas” y otro consiste en tirarle “piedras” -pelotas de plástico- a la pecadora).

En serio y no

Las telenovelas venezolanas tienen la propiedad de que su mera descontextualización suena como una broma, sin necesidad de agregar un énfasis caricaturesco a la imitación, y es lo que ocurre acá. Pero la fantasía mediática se entrevera en Natalia con su procesamiento personal de la educación católica, y sus fantasías incluyen un tratamiento totalmente irreverente de las figuras religiosas (incluido un número musical cantado y bailado por Natalia y Jesucristo), uno casi imposible de encontrar en una telenovela y que entra en conflicto, en su potencial de escandalizar cierto patrón de recato religioso, con ese mundo de cultura kitsch, que también puede escandalizar gustos establecidos, pero otros y establecidos de diferente manera. Ese conflicto de posibilidades de género es uno de los factores para el entrecomillado que convertiría el kitsch en camp. Otro más es el devenir de la anécdota, que no parece considerar ninguna alternativa valedera a una cultura basada en elementos de consumo y las pretensiones de ascenso mediático, y que no alcanza a propiamente desnudar cierta vacuidad de ese mundo, pero que propicia los elementos para que alguien mínimamente desembarazado de él pueda mirarlo con desilusión (el hecho de que la posible realización de Natalia se da a través de un reality show que sí es mostrado como un poco repulsivo, y la posible frustración de dicha realización en algún nivel de “realidad”).

Nada es simple. En muchos sentidos, los elementos que “entrecomillan” lo kitsch están contradichos por otros que parecen sencillamente incorporarlo: la cinematografía muy empeñada (y con éxito) en lucir yanqui (mucho corte, mucha variedad de ángulos, movimentación casi constante de la cámara, profesionalísimo trabajo de iluminación del uruguayo Pedro Luque, rostros estelares -además de Natalia Oreiro aparecen Rossy de Palma y Graciela Borges-) parece pretender poner los elementos mostrados desde la óptica más vistosa y aceptable y digestible que fuera posible; la presencia de una villana que constantemente lanza críticas burdas a los componentes que pueblan los sueños mediáticos de Natalia tiende a producir una reacción positiva a ellos; como refuerzo, quienes cultivan ese sueño son niños, con su carga de justificadora inocencia; Natalia Oreiro no figura solamente como ícono cultural sino como actriz-actriz (incluso desempeña, irreconocible, un segundo rol importante y totalmente distinto al de Natalia).

Había escrito más arriba que la película impone una apreciación problemática, y quienes no logren desprenderse de una actitud de espectador enfrascada en grandes espacios genéricos o de tipo de gusto, la pueden verla con una incomodidad permanente, que ni siquiera admite la incómoda comodidad de decidir que la película es francamente mala, porque corre el riesgo de que esté buenísima. Por ejemplo, escenas como el diálogo del reencuentro entre Natalia y Haydée, o de la aparición de Cristal/Jeannette Rodríguez, ¿hay que tomarlas en serio -como algo sentimentalón- o entre comillas, como un sutilísimo chiste captable sólo por el espectador más refinado? Cuando Natalia va a besar a su galán y resulta que tiene un trocito de pascualina entre los dientes, ¿hay que reírse de su mala suerte, o de cierto criterio televisivo-cinematográfico de que sólo son admisibles las dentaduras impecables? Quien esté para reírse con la primera posibilidad no va probablemente a entender la segunda, y quien se ría con la segunda considerará que la primera es demasiado “sistémica”.

Éste es el primer largometraje de Martín Sastre, un treintañero uruguayo que en los últimos años residió en España y Argentina, muy presente en circuitos internacionales de artes contemporáneas, donde presenta, además de dibujos, pinturas, fotos y objetos tridimensionales, algunas piezas de videoarte. Quienes conozcan su estatuto de pop artist y especialmente quienes conozcan sus obras, muchas de las cuales insisten en forma cuestionadora en la relación entre la cultura de los países desarrollados y la de América Latina, tenderán a apreciar esta película buscando múltiples capas de lecturas, de las cuales hay algunas evidentes y otras que no se regalan y demandan un espectador activo. Ésta es una película de ficción, una bastante especial, pero no es una obra de videoarte exhibida en una instalación de alguna bienal artística, y está basada en una novela de Dani Umpi, quien, nacido en Tacuarembó, vivió su infancia allí en los ochenta y probablemente puso componentes autobiográficos en la historia. Hay elementos de una crítica potencial, pero hay también acercamiento afectivo al entorno y al estilo mostrados. En cuanto disparador de preguntas y el ejercicio de un “lugar” peculiar de apreciación, esta experiencia es interesante para cualquiera, aunque no necesariamente placentera para quienes se dejen molestar por el limbo perceptivo en que quedamos a falta de las habituales claves de modo de recepción. Eso sí, para el público concreto, identificable con estas vivencias (que haya curtido un universo imaginario femenino de masas de los ochenta) la película es imperdible.