Mientras el negro de los créditos da paso, a través de un lento fade-in, al paisaje que empieza la trama, la voz over en alemán dice que va a contar “los extraños eventos que ocurrieron en nuestra aldea” porque “quizá puedan aclarar algunas de las cosas que ocurrieron en este país”. Este aspecto -los eventos en cuanto síntomas de algo más amplio- no se vuelve a tocar durante la mayor parte del metraje pero condiciona la apreciación para el espectador atento.

Casi toda la historia transcurre en una localidad del medio rural de la Alemania protestante (los padres de Eva viven en el pueblito más cercano, pero sólo vemos el interior de la casa en la única escena que transcurre allí). No hay muchos indicios que permitan determinar una época precisa. A los quince minutos vemos por primera vez al personaje que atestiguó los eventos y cuya voz, ya viejo, oímos esporádicamente para explicar algunas cosas o hilar los acontecimientos. Es muy difícil que el austríaco Haneke haya caracterizado a dicho personaje sin pensar en Schubert (más aun si la primera pieza de música que se oye es justamente de ese compositor): un maestro aldeano, con el mismo peinado, rostro llenito, lentes redondos, de 31 años (la edad en que Schubert murió), que toca el piano y da clases de música. Esto nos lleva a inicios del siglo XIX, pero los trajes son un poco posteriores y la bicicleta con pedales no puede ser de antes de fines del siglo XIX.

Pero es toda una sorpresa cuando, a las dos horas de metraje, alguien anuncia que mataron al archiduque Francisco Fernando, lo que permite inferir que estamos, por lo tanto, en 1914. Recién entonces aquella frase del inicio gana todo su significado. Lo que veníamos viendo son aspectos de la sociedad en que se armó la Primera Guerra Mundial y, siendo que los niños desempeñan un papel tan importante, podemos pensar que varios de ellos pasarían a integrar el Reichsarbeitsdienst o incluso la propia Juventud Hitlerista. Veníamos viendo una sociedad pautada por enormes diferencias económicas y de poder, en que la mitad de la aldea es empleada de un noble (y varios otros hacen trabajo zafral para él). La revelación de la época nos agrega la pauta de otras diferencias (que no vemos, pero sabemos) entre ese pueblo aislado y retrasado y un mundo que ya poseía automóviles, aviones biplanos, rascacielos, cine.

De pronto empezaron a ocurrir en la aldea actos de violencia física contra personas o propiedades. Algunos son relativamente chicos y vemos quiénes los perpetran, o nos enteramos pronto. Otros son impersonales, como el accidente de trabajo en que la culpa sería atribuible por omisión. Pero hay otros, graves y obviamente intencionados, que no se sabe quién los hizo y que añaden un componente de terror a esa pacata aldea en la que no hay enfrentamientos sociales, se vive en contacto con la naturaleza, hay suficiente alimento, las personas desempeñan sanos trabajos brazales y descansan los domingos cuando van a la misa a cantar corales luteranos. Se trata de un tipo de entorno que muchas veces fue descrito como idílico, pero aquí se enfatizan patrones enfermizos que no son excepción: opresión de las mujeres por los hombres, de los niños por los adultos (incluido un caso de abuso sexual), de los pobres por los ricos, de los civiles (no poderosos) por los policías, del niño retardado por los niños normales; represión sexual, en un contexto caracterizado por la habitual asociación entre poder económico, poder político, poder religioso y capacidad para el ejercicio de la fuerza, contra la mayoría que carece de dichos poderes. Todos viven en el miedo y la angustia: el menor atisbo de rebeldía contra el poder produce una desesperante angustia en los parientes porque implicará condenar a toda la familia a la miseria, situación que puede inducir incluso al suicidio. Los parientes “razonables” son entonces los primeros en reprimir con severidad las transgresiones y constituyen ellos mismos una barrera de contención y extensiones-multiplicaciones de la red del poder. A veces no sabemos qué es más violento, si los actos de agresión física o las arengas con que el pastor inculca la culpa en sus hijos, o ese terrorífico ejercicio de sadismo verbal cuando el doctor termina la relación con su amante.

Hay varias manifestaciones de amor, y de diverso tipo. Anni encuentra la manera de ser dulce y cuidadosa con su hermanito aun mientras su padre se dedica a tocarla; el amor entre el profesor y Eva es sumamente tierno y benigno. Esa disposición bondadosa atenúa, por supuesto, la tensión cotidiana de los que integran el entorno inmediato de esas personas, sin lograr revertir la tendencia general. También los victimarios son víctimas en alguna medida. La baronesa es espantosamente autoritaria con el tutor de sus hijos, pero intenta (y tiene las condiciones materiales para hacerlo) deshacerse de su marido aburrido y mandón, que termina sufriendo consecuencias del propio conservadurismo (la baronesa cambiará al barón por un banquero, lo que representa muy bien el recambio de clase dominante). Felder es tan despiadado con su hijo como toda la circunstancia lo es con él mismo. Hay indicios de que el pastor siente algún remordimiento por pasarse de la raya al castigar a Klara, y no parece invulnerable a la increíble demostración de amor de su hijo más chico. En eso de que las funciones de víctimas y victimarios se imbrican, los niños, que tienden a ser las principales víctimas, representan algo amenazante. Cuando los vemos caminar todos juntos por ahí, con sus bellos y sanos rostros europeos, en una actitud física de disciplina y represión, pensamos en los niños extraterrestres de El pueblo de los malditos (1960).

Haneke maneja todo con esa combinación de intensidad formal y grandes componentes de arbitrariedad que insuflan una vaguedad poética a la película que no permite una decodificación precisa en términos de alegoría o de análisis. Esa poética está en la caprichosa administración de la información, que está restringida a lo que el profesor vio o le contaron. El final abierto es particularmente frustrante, porque no sólo hay cosas que “no se saben”, sino que sencillamente no las conoce el narrador porque dejó el pueblo en la mitad de los acontecimientos y nunca más volvió por allí. Pero aun dentro de esa restricción hay constantes operaciones de “agujereamiento” de la información: un varón de espaldas destruye la huerta, algunas escenas después Felder recrimina a su hijo por haberlo hecho -recién entonces sabemos quién lo hizo- y bastante después vemos al hijo ser recibido porque al fin salió de la prisión -recién entonces nos enteramos de que estuvo preso-.

La cámara fija, o con una movilidad limitada, y poco montaje analítico nos hacen ver las escenas como si tuviéramos anteojeras, con un fuera de campo muy activo que establece una sensación de límite opuesta a la plenitud omnipotente de la cámara hollywoodense. La dureza del planteo está acentuada por ese sonido seco, sin música incidental, en la que la música diegética intenta alegrar pero es siempre impotente: la obra de Schubert está contagiada por la presión que la baronesa le impone a la relación con el tutor, los campesinos hacen un poco entusiasta homenaje al barón sonorizado con un violín flaco, el profesor entretiene a Eva con un precario armonio de sonido entrecortado. La fotografía es en blanco y negro, con un negro muy oscuro e intenso que propicia zonas sombrías casi indiscernibles (otro recurso para privarnos de “saber todo”) -hay muchas imágenes de interiores realizadas con iluminación natural de velas o lampiones-, y además constituye un recurso más para darle esa dureza percusiva a los cortes (por ejemplo, de un interior oscuro a un exterior nevado).

Cada uno de esos factores está constantemente instigando la inteligencia y la sensibilidad del espectador hacia lecturas más complejas que la de un ejercicio policíaco o de terror, o incluso de un análisis sociopolítico o moral. La historia transcurre durante un año entero y el medio rural enfatiza la importancia de las estaciones, cuyo paso crea otra dimensión temporal, la noción de ciclo, algo que se repite y que ayuda a ampliar el alcance simbólico de los eventos. En una escena en la iglesia, el barón había dicho a la congregación que “los culpables están entre nosotros”, frase que evoca M, de Lang (1930). La imagen final es justamente de la congregación en la iglesia, sentada en la forma de un espejo de la platea del cine, sobre la que el fade-out es como un párpado que se cierra para sumergirnos en la oscuridad donde empezamos.