Pablo Rocca, titular de la materia Literatura Uruguaya y director de la Sección Archivo y Documentación del Instituto de Letras de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Udelar), fue el encargado de realizar la laudatio de Vitale en el acto del Paraninfo.

Dijo Rocca: “Ida Vitale ha escrito, a lo largo de más de sesenta años, de manera indeclinable y con una autocrítica feroz, una de las pocas obras poéticas mayores en lengua española de los últimos sesenta años. El caso es sorprendente. Desde el principio, con los poemas del delgado cuaderno La luz de esta memoria (de 1949), hasta las últimas creaciones que ha dado a conocer por los tiempos que corren, asombra el sostenido nivel de su producción -para usar una palabra que, seguramente, Ida aborrece- tanto en poesía como en sus notas críticas, que insólitamente están desperdigadas por decenas de revistas uruguayas y latinoamericanas, como, también, en su larga y silenciosa tarea de traductora o en su más reciente prosa de ficción, si la categoría cabe.

Se puede imaginar este escenario: un libro, una plaquette, un puñado de textos de Ida cae en las manos o en los oídos de un desprevenido lector o escucha, que no podrá ser, claro, un des entendido pero sí un curioso pre dispuesto. Suficiente mérito para convertirse en lector o escucha, a un tiempo abstracto y concreto, para que este ser pueda advertir que no está ante el simple uso de fórmulas sonoras, ante la hábil construcción del artificio, sino que ha sido prendado por infrecuentes objetos verbales, por bien labradas cadenas de palabras y sonidos que, por eso mismo, seducen y, sobre todo, punzan. Cualquiera sabrá, a poco de andar en la lectura o la audición, que Ida Vitale nada deja librado al azar. Cada palabra de sus textos parece medida con un extraño instrumento que la vigila y, simultáneamente, la libera porque la multiplica; cada intervención pública aparece como un acto de responsabilidad, que dice porque tiene algo para decir, o si no, calla. Para Ida, la palabra poética amenaza el silencio, lo doblega o no es, y si acaso, entonces, se repliega ante el poder del silencio que puede ser, como nos enseñó Wittgenstein, otra forma del decir. A veces hasta el mejor modo de hacerlo. El poema ‘Reunión’, incluido en Oidor andante, de 1972, es prueba concluyente: ‘Érase un bosque de palabras, / una emboscada lluvia de palabras, / una vociferante o tácita convención de palabras, / un musgo delicioso susurrante, / un estrépito tenue, / un oral arcoiris de posibles / oh, leves leves disidencias leves, / érase el pro y el contra,/ el sí y el no multiplicados árboles/ con voz en cada una de las hojas./ Ya nunca más, diríase, el silencio’.

Esta procura de lo imposible, para decirlo con el título de uno de sus libros más perfectos, publicado en México en 1998, bastaría para que esa secta, cada vez más recluida, la de los lectores de poesía, estuviera conforme y agradecida.

[...] Empecé apelando al lugar común. Conviene remarcar que la obra de Ida Vitale nos invita, siempre, a romperlo. Sus textos nos impelen a combatir la palabra gastada, el vocerío, el estruendo. Como Rubén Darío en el prefacio a Cantos de vida y esperanza, Ida Vitale sabe bien que es una poeta ‘para minorías’, pero dudo que piense, como el nicaragüense, que ‘indefectiblemente tiene que ir a ellas’. En oportunidad de la primera edición de la Poesía completa de Rafael Alberti, el 13 de diciembre de 1961, Ida escribió un largo artículo en el semanario Marcha en el que vio con cordial antipatía al último Alberti, al que siguió considerando poeta sincero, pero a quien ‘le va la vida -dijo- en que el lector no salga de él y le tienta con halagos distintos en todo el recorrido’.

Nada de zalamerías. A quien Ida le habla, aun el receptor infantil de su cuento para niños Un invierno equivocado, es al lector crítico, es decir, al capaz de discernir sin facilitaciones previas, al que debe saber que entrar en su pequeño gran mundo de palabras lleva al goce, pero también al desciframiento, a lo ponderable pero también a lo oculto. [...]”.