Quizá no haya otro largometraje uruguayo tan lisamente narrativo como éste, en el sentido de que una proporción enorme del peso está depositado en la anécdota, y la dimensión estilística está reducida a lo más funcional, no-llamativo. No es propiamente una película que pretenda lucir estándar, porque el “estándar”, pautado por Hollywood y la publicidad, es mucho más vistoso, mientras que aquí la cinematografía es austera sin llegar a hacer alarde de su austeridad (no se trata de “estética del hambre”). La fotografía (a cargo de ese gran talento que es Pedro Luque) es, dentro de los límites de una tecnología con definición no muy alta, muy linda, respetando sugerentemente las oscuridades de ambientes mal iluminados (un cuarto en que la única fuente de luz es una lamparita, o las varias escenas nocturnas en paradas de ómnibus). Pero no hay un regodeo con la plasticidad, tampoco el empeño por crear una marca visual peculiar y llamativa. La cámara está todo el tiempo en la mano y oscila levemente con la respiración del camarógrafo (sin ser el tipo de cámara en mano ágil, nerviosa y un poco caótica del cinéma-vérité). El montaje no tiene la velocidad que actualmente es usual pero reposa en planos largos, y las reglas del découpage clásico se respetan estrictamente. Con la excepción hecha de una escena de imaginación, todo es cronológicamente lineal y “objetivo”.

Hay como un radicalismo de la moderación, donde elementos del cine de arte vinculado a historias mínimas, o al nuevo realismo o a Dogme 95, aparecen pulidos, refrenados, por criterios clásicos. Esa cosa de ni tanto ni tan poco en algún caso llega a comprometer. Por ejemplo, el pudor ante la desnudez lleva a que queden medio ridículas las dos escenas que tratan la impotencia de Leo con su novia (nadie verosímilmente daría por perdido el empeño por una erección con el vaquero puesto). El nuevo realismo y Dogme 95 evitan la música incidental, pero Buchichio musicaliza sus escenas (usa sobre todo canciones de rock uruguayo no muy pesado) para marcar, en forma bien lineal, el grado y tipo de emotividad. En este sentido, el momento más pobre y decepcionante es el final, en el que la canción “Solo”, de Emiliano Brancciari, es utilizada como resumen de la trayectoria vital de Leo: la grandilocuencia de No Te Va Gustar otorga un toque de seudotrascendencia adolescente, potenciado en lo visual por el rostro optimista y sonriente de Leo manejando en una carretera con el sol poniente en la cara (es decir, rumbo al sol), como si la película estuviera dirigida a los fans de Tango feroz. Lo cual es una injusticia de la película consigo misma, porque todo lo que vino antes es infinitamente más digno e interesante que eso. El otro problema grave de ese final es que contradice la lisura narrativa predominante, con su aire de moraleja o “mensaje”.

Hubo un notorio empeño en generar un guión clásicamente “bien hecho”, con múltiples líneas de acción coordinadas y que terminan cerrándose, con el debido encadenamiento de causas y efectos, pertinencia y motivación para cada elemento. En términos generales se logró, aunque faltó esa maña de disfrazar un poco el “para qué sirve” de cada elemento e integrarlos con naturalidad en el flujo de la anécdota (lo cual es un criterio de valor dentro de la estética de invisibilidad adoptada). Por ejemplo, nos enteraremos progresivamente de que Leo, a quien vemos desde el inicio con una novia, tiene una fuerte inclinación homosexual y se va a tirar a probar por ese lado. Primero lo veremos chateando en un sitio de encuentros con alguien cuyo nombre-código no define género, luego lo veremos chateando con otro de género masculino, lo cual a su vez deriva en algo que no llega a configurar un encuentro; luego hay un encuentro que no se llega a consumar, y finalmente viene otro que se consuma: el gráfico resultante trazaría una línea ascendente prácticamente recta. El diálogo inicial de las dos parejas en una mesa de boliche sirve para poner en evidencia que Leo no acepta la noción de que el sexo (y su consecución en el orgasmo) sea la única guía de las relaciones afectivas. Esta noción va a (sobre)explicar luego la actitud de Leo en el primer chat y en el primer encuentro en su cuarto. En el referido diálogo, la otra pareja sólo existe para emitir la opinión antitética a la de Leo, y es, por lo tanto, antieconómica en términos de “guión bien hecho”. También es un poco simple el artificio de sesiones de psicoanálisis para agregar y precisar información sobre aspectos del arco dramático de Leo. El tema del cuarto, enfatizado en el título, se trabaja también de una manera bien expuesta y lineal: es el lugar confinado, desprolijo, del que nunca pintó las paredes, y es ahí hacia donde lleva o pretende llevar y ocultar sus relaciones; Seba en su último diálogo con Leo insiste en que la charla, por una vez, debe llevarse fuera del cuarto, explicitando el papel del cuarto en cuanto metáfora, y los momentos finales construyen un proceso de emancipación poniendo a Leo, de pronto, ante un paisaje abierto, en una carretera que es, ella también, una metáfora (o más bien, una catacresis), y donde habla de su intención de, finalmente, pintar las paredes del cuarto.

Pero no todos los aspectos de la película tienen ese carácter académico. Hay varios que no lo son, e incluso algunos que son sutiles y bastan como para poner a esta película por encima del promedio del cine uruguayo (que no es un promedio bajo dentro del panorama mundial). Por ejemplo, un tema que queda librado a la capacidad de hilar de cada espectador es la incapacidad de Leo de cuidar de otra persona (esto se elabora especialmente con el perro que le regala Andrea, al que Leo ni siquiera se ocupa en ponerle nombre). De alguna manera, su “clic” personal va a estar vinculado con la desprotección de Caro, a quien, motivado por un frustrado amor infantil, va a empezar a continentar, y ello se potencia cuando descubrimos (en el clímax emotivo, clásicamente ubicado al inicio del final de la película) la causa (también clásicamente establecida) de la situación vital de ella.

Explicaciones y brumas

Lo paradójico es que se trata de una película bastante explicada y lineal para un asunto bastante borroso, porque El cuarto de Leo no es una película sobre la homosexualidad sino sobre la indefinición sexual. Se podría decir, por lo tanto, que hay isomorfismo entre la personalidad de Leo y los elementos de indecisión estilística, de timidez, de no jugarse: la narración también está encerrada en su “cuarto”, lo cual no deja de ser positivamente conforme con el asunto. El “cuarto”, a su vez, no es la mera sustitución del “ropero” del dicho usual sobre el destape gay, sino que es algo más complejo, y el desarrollo de la película nos conduce más bien a una disposición a aceptarse como es, sin llegar a precisar en qué consiste ese “lo que es”. Otro elemento poéticamente vago, pero de las cosas más lindas de la película, es la presencia de ese personaje callado pero inquiridor, para el cual es crucial la mirada tan especial del actor Rafael Soliwoda. Felipe, el personaje, funciona simultáneamente como dos cosas opuestas: es una especie de maestro zen (en la forma tranquila como pone a Leo en aprietos definidores) y como un contraejemplo extremo de lo que Leo es sólo en forma metafórica y mucho más moderada (un pelotudo encerrado en un cuartucho frente a un televisor), además de ser el elemento vigilante que fragiliza el cuarto de Leo, que resulta, gracias a Felipe, mucho menos hermético, mucho menos efectivamente privado, mucho menos eficaz como refugio.

Los diálogos son muy naturales, y se destacan por su uso muy ocurrente de un lenguaje prosaico bien montevideano, recordando expresiones comunes pero que rara vez uno se acuerda de escribir o de hacer hablar a un personaje. No es el único aspecto en que esta película deja fluir una total y absoluta uruguayidad, que sin embargo jamás transpira el más mínimo empeño for export. El reparto tiende a lo muy bueno. Además, el carácter algo conservador de la cinematografía contribuye, por otro lado, a esquivar esa carencia del cine hollywoodense reciente, casi todo centrado en una lluvia de primeros planos; aquí, por el contrario, hay espacio para una actuación que no está desmedidamente centrada en el rostro: obsérvese el magnífico trabajo de actitud corporal de Martín Rodríguez en la escena del primer beso, o casi toda la actuación de Cecilia Cósero, en la que el cuerpo parece contar tanto como puede ser el caso, por ejemplo, en Kurosawa. Sin ese excelente trabajo corporal no sería posible la tierna y conmovedora escena de Caro y Leo callados escuchando música en el cuarto (otro de los momentos en que lo inefable predomina gratamente sobre lo explicado). Por supuesto que los rostros cuentan y mucho, y además de beneficiarse con la rica mirada de Rodríguez y su capacidad de trabajar la interpretación con matices, la película está empujada por Buchichio a un extremo que el cine uruguayo rara vez transitó, en cuanto a intensidad emocional explícita (concretamente: gente llorando en pantalla), y muy bien llevado, con intensidad y sutileza.

En resumen, si los aspectos académicos o timoratos de esta película no dejan de ser académicos y timoratos, es importante recordar qué tan académicas y timoratas son tantas películas que, por vistosas, o por mero alcahuetaje ante su procedencia prestigiosa, solemos aceptar o tolerar perfectamente. El lugar de esta película es muy saludable en el abanico en constante ampliación del cine uruguayo, en el sentido de apostar todas sus fichas a los aspectos que a la mayoría de las personas les importan, sobre todo (anécdota y sentimiento), dentro de un marco perfectamente ajustado a las posibilidades de la producción, y realizado con razonable competencia, razonable complejidad y bastante más que razonable alma.