Dos o tres cosas inusuales alrededor la muerte de Fowgill pasaron por acá. Una es que el escritor, que falleció en la tarde del sábado, había sido internado apenas regresó a Buenos Aires tras haber participado el 5 y 6 de agosto en el Festival Eñe aquí en Montevideo. Si bien desde hacía por lo menos dos años tenía un enfisema pulmonar -poco compatible con su adicción al tabaco, que combatía visiblemente con pastillas de nicotina-, se había quejado largamente del frío montevideano.

El frío fue uno de los temas durante la entrevista que mantuvimos el jueves 5, tanto en los tramos que claramente debían ser publicados -por su relación con la escritura de la novela Los pichiciegos- como en aquellos que parecían tener una relevancia más circunstancial. Ahora su insistencia en demostrar la calidad extraordinaria de la campera Helly Hansen que llevaba puesta se despega de los elogios a su reloj Omega Mark II (“el que fue a la Luna, boludo”), y su advertencia “No hice nada tranquilo en la vida, no voy a empezar hoy” (dirigida al fotógrafo Nicolás Celaya, que le pedía calma con las muecas) no suena mal como autodiagnóstico de un creador que tanto en su obra como en la construcción de su personaje siempre jugó a lo extremo y a contradecir las opiniones consensuadas, especialmente las de la izquierda.

En los últimos tiempos Fogwill había devenido un comentarista cotidiano de la realidad política argentina a través de una columna fija en Perfil.
Eso, sumado a la truculencia de algunos capítulos de su leyenda personal (por listar algunos: fue un publicista exitoso que creó la minihistorieta de los chicles Bazooka, fue militante trotskista y trabajó en la agencia del hijo del dictador Videla, aunque luego fue apresado por estafa, escribió Los pichiciegos en sólo seis días gracias a doce gramos de cocaína), tal vez contribuyó a distraer de la importancia de su obra como escritor.

Crítico sensible pero consciente de su lugar secundario para la poesía (aunque también autor de una teoría sobre la importancia de los poetas menores), Fogwill fue un cuentista brillante; cualquiera puede comprobarlo leyendo en la red “Help a él”, “Restos diurnos” y “Muchacha punk”, ejemplos de su agudísima capacidad de observación y de la amplitud de registros que podía manejar este hombre que, a pesar de su declarada egomanía, estaba permanentemente preocupado por captar lo que los demás tenían para contar.

Como novelista, Fogwill tiene un lugar asegurado en la historia de las letras tras haber cronicado el desastre de la Guerra de Malvinas en Los pichiciegos (1983). Si bien la profusión de diálogos de ese relato no se repetirá en el resto de su obra, sí permanecerá su peculiar articulación de teorías paranoides, rumores corrientes e infinidad de datos (“Fogwill es el hombre que más sabe de cigarrillos y automóviles”, decía él que había dicho Borges) como material narrativo. Su fórmula contribuyó en mucho a la renovación del realismo que experimentó la literatura argentina en los 90, una década cuya crisis Fogwill buscó plasmar en Vivir afuera (1998), y, de alguna manera, también en La experiencia sensible (2001) y Urbana (2003).

Algo uruguayo

La última visita de Fogwill a nuestra ciudad no pasó inadvertida. Tanto las repercusiones de la charla que dio en el Centro Cultural de España, que enojó a muchos y entusiamó a otros, como las reacciones a la mencionada entrevista permitían palpar -al menos desde esta redacción, donde hubo desde quienes decidieron dedicarle la tapa de la edición del viernes 13 hasta quien rescató un añoso ejemplar de Cerdos y Peces para compartir otro reportaje al maestro, pasando por varios interesados en recibir prestadas sus novelas- que había una atención creciente en esta figura notoria, pero de producción hasta entonces reservada a minorías. No es ajeno a este interés local por Fogwill el trabajo de promoción de escritores uruguayos que el argentino venía desarrollando recientemente en Buenos Aires y en España, tal como había hecho años atrás con la obra de Mario Levrero.

Esa imagen de Fogwill como tipo generoso se contrapone a la del distante poseedor de una “inteligencia sobrehumana, casi alien”, al decir de Daniel Link. Por suerte, durante la entrevista de hace 15 días afloró también el Fogwill empático, cuando todo hacía prever que, tras haberse pospuesto sucesivamente el encuentro, el argentino estaría bastante malhumorado. Apenas comenzado el diálogo, se disiparon esos augurios: Fogwill encontró divertido un juego de palabras sobre mi nombre. El resto lo hizo la complicidad entre enfermos respiratorios -él hacía grandes pausas para tomar aire entre sus ráfagas de verborrea- y a los pocos minutos estaba compartiendo recetas de nuevas drogas para la alergia (pavor a los felinos incluido) y el secreto de los caramelos de tomillo y eucaliptus como alivio para los broquios. Hacia el final, repitió el hallazgo sonoro sobre “Gabriel Lagos” y mencionó que una vez le habían dicho que “Rodolfo Fogwill” no rimaba, sino que aliteraba. Tal vez por eso hacía tiempo había decidido firmar simplemente “Fogwill”, y seguramente así se lo recordará.