El escándalo, o mejor dicho, la polémica, no solía acompañar a las producciones culturales uruguayas. En las últimas décadas se la cuenta con los dedos de la mano: una intervención artística de Óscar Larroca, en los 80, y una canción del Cuarteto de Nos, en la década siguiente. Sin embargo, en las últimas semanas el ambiente cultural se ha visto sacudido por dos polémicas: primero, la designación de Mercedes Vigil, autora de misterios de libros anunciados en los autobuses, como Ciudadana Ilustre de Montevideo (apenas antes de que la delegación íntegra de la selección uruguaya, regresada del Mundial, también alcanzara esa dignidad) levantó una polvareda que, no tan tangencialmente, ha involucrado al director de la Biblioteca Nacional, Carlos Liscano, quien anunció una investigación por plagio; segundo, la calificación como no apta para menores de 15 años a la película El cuarto de Leo, de Enrique Buchichio, que ha dado inicio a una serie de comunicados.

A primera vista, estas querellas difieren de sus predecesoras, ya que, al menos de momento, carecen de la repercusión mediática de los primeros.

Se tramitan a través de cartas, que surcan internet, que son levantadas ocasionalmente por la radiodifusión, mientras que los de Larroca y el Cuarteto tuvieron amplia repercusión mediática. Esto no es casualidad, ya que los litigantes han mudado posición. En los casos de otrora era la polis (ciudad-Estado) la que, a través de sus legisladores (nacionales o municipales), devoraba micrófonos y absorbía telenoticieros denunciando un ultraje por parte de los artistas, sea al pudor (incluso al arte, en el caso de Larroca, acusado de pornógrafo), sea a los símbolos patrios, como el de Artigas. En los actuales son los artistas los que piden explicaciones a las instituciones del Estado.

Para decirlo de otro modo, mientras que en las de Larroca y el Cuarteto se escenificaba con pompa y circunstancia el escándalo del Estado ante la cultura, ahora se está tramitando un malestar de la cultura para con el Estado. Así, mientras que escuadrones de literatos elevan una azorada carta a cierta subjurisdicción administrativa, la municipalidad de la capital, encargada del expendio de la Carta Magna de Ciudadanía, el director y la productora de El cuarto de Leo y luego Asoprod, la Asociación de Productores y Realizadores de Cine y Video del Uruguay, exigen una explicación al Departamento de Espectáculos Públicos del INAU (Instituto del Niño y el Adolescente del Uruguay) acerca del porqué de orientar a la ciudadanía, los menores de 15, sus padres, etcétera, a evitar la película.

En otro siglo, en días en los que el psicoanálisis tenía algo para decir, Sigmund Freud publicaba El malestar en la cultura, dándole un nombre a su largamente estudiado antagonismo entre las exigencias de la libido y las prohibiciones que impone la cultura (lo que Jacques Lacan, luego, catalogaría como el No-del-Padre). Ahora bien, lo que sucede aquí tiene poco de libidinal: se trata de una suerte de contra-malestar, de un pasmo ante el absurdo de la normativa. Hasta el momento, respecto a estos casos el Estado sólo se ha expedido sobre El cuarto de Leo, película que, sépalo ya el lector desprevenido, trata sobre la iniciación sentimental de un joven: en este sentido, su temática es idéntica a la de la película Acné, de Federico Veiroj, a la que hace dos años la misma institución calificó como apta para mayores de nueve años. Entre ambas, sin embargo, hay diferencias, una proclamable y otra indecible (o, como dice algún teórico cuando hay algo indecible, abyecta). Por un lado, la iniciación sexual de Rafa en Acné es, como se dice, explícita, generosamente mostrada, en tanto todo lo que le sucede a Leo es más bien emocional, recluido, como casi toda la película, a la oscuridad del cuarto como un clóset. Por otro -y he aquí lo impronunciable-, Leo se va resignando con morosidad, escena tras escena, acumulando diálogos y mohínes, a su amor por los varones. ¿Qué argumenta la polis, a través del INAU, para distinguir entre ambas películas?

Que la de Buchichio muestra “la vivencia de la sexualidad de un adulto joven que se plantea la búsqueda de otro con quien completarse, con un verdadero encuentro con ese otro”, pero que “sin embargo, en ese camino el protagonista vive situaciones que lo alejan de ello, con encuentros totalmente desafectivizados que se transfieren al espectador como situaciones de frustración e incrementan la confusión”. Por suerte, abundan las domésticas serviciales que evitan confusiones a los menores de 15 años y los protegen del vértigo autoinmolatorio que se desprende del segundo argumento de los calificadores, que se extienden en “la sugerencia del suicidio ante una situación que no se puede procesar [el fallecimiento de un niño] y la depresión que se explicita”, que componen “aspectos fuertes que logran conmocionar a espectadores de todas las edades”.

Subyacente a lo evidente, es decir, a la discriminación entre sexualidades y a la sandez de totalizar cualquier iniciación sexual en una búsqueda de “completud” en otro (¿es que, por ventura, es dable reducir a eso a la sexualidad e inducir a los adolescentes a ñoñez de semejante calibre?), está la perplejidad de la polis ante su propia rutina. Por un lado, saturan las salas de estreno películas que el mismo INAU califica aptas para todo público y en las que los niños padecen atrocidades, y basta recordar que Padre de familia es un dibujo animado exhibido a todas horas y para todos en televisión, en el que Stewie Griffin, un niño todavía ansioso de teta, actúa como el “perverso polimorfo” que decía Freud que eran los niños, cuya sexualidad, no reducida a lo genital, les aflora por todo el cuerpo. Y si por algo destaca Stewie, como todos en la familia Griffin, es por lo desafectivizado. Pero entonces, ¿cuál es el vértigo del censor en El cuarto de Leo? El subtexto, el riesgo que se lee tematizado en el hecho de que un niño (se hace saber, no se muestra en el film) haya muerto.

Se trata, claro está, de un subterfugio (etimológicamente, de algo que “huye por debajo”). Para un niño, peor emocionalmente que la muerte de uno de sus pares es la de una madre, sin que a nadie jamás se le ocurriese sugerir la inadecuación de Bambi para la platea, que, década tras década, bañaba los asientos de lágrimas y mocos. Lo que sucede realmente, y que el censor calla, es que los que parecen haberse conmovido son, ni más ni menos, los de “todas las edades”. La polis, como se sabe desde siempre, no cumple con el rol de niño ni de madre, sino del No-del-Padre, en tanto la película de Buchichio nos entera, además (quememos de una vez toda la trama), de que Leo, ese amante de hombres, es huérfano de padre. Nos damos cuenta, entonces, de que el Estado, con respecto a la cultura, ya no actúa sino en base a reflejo y evasivas.

Como desde hace miles de años, sigue escudándose en los niños para ejercer su censura -y es aquí donde hay que buscar la calificación de “no 15”-. En su República, Platón expulsaba a los poetas porque pervertían a los niños, algo que en el siglo XX retomarían el régimen soviético y, con espectacular énfasis, el nazismo. En la República de Weimar, cuya constitución se manifestó contra todo tipo de censura, sí existía, de todos modos, una ley de 1926 para los films, en que se protegía a la juventud del “Schund-und Schmutzschriften”, es decir, de obras de mugre y basura que pervertían a niños y jóvenes. De esa legislación se sirvieron los nazis para, a menos de un mes de asumido Hitler como canciller, establecer una ley general contra la mugre y basura, salir a incendiar las bibliotecas que prestaban libros sobre sexualidad y también el Instituto de Ciencia Sexual. Por supuesto, para los nazis Alemania era una Sodoma desafectivizada y “decadente” que debían reconstruir apelando a los muy germánicos valores de la pureza, la familia y la heterosexualidad a ultranza. En aquellos tiempos era claro que en el Estado actuaba su No-del-Padre sin tapujos. Hoy no se llama a silencios ante el funcionamiento de oficinas que ni él mismo entiende (como la taquilla de Ciudadanía Ilustre) o se atrinchera en subterfugios para patrocinar sus valores de siempre, que, porque son anacrónicos, ya no puede pronunciar.