La misma sensación, entre eufórica y abrumadora, que se experimentaba hace unos meses al pisar el Subte para ver Inclemencia del tiempo se renueva entrando a Menos tiempo que lugar, la nueva colectiva curada por Alfons Hug. Como en aquélla predominan los videos sobre pared que invaden con sus luces y sonidos la gran sala subterránea; como aquélla lleva en su nombre la palabra “mágica” tiempo, passepartout infalible a la hora de cargar de valor simbólico y filosófico un asunto artístico: en la primera ocasión fue jugando sobre el doble sentido de atmosférico y cronológico, ahora va moviéndose sobre el eje “espacio-temporal” con un afán quizá bergsoniano.

La muestra entra en el marco de una iniciativa promovida por el Goethe Institut, El arte de la independencia: ecos contemporáneos, que fomentando el diálogo entre artistas e intelectuales alemanes y latinoamericanos produjo una serie de ensayos y obras de arte sobre “los ecos de la independencia en América Latina a dos siglos del establecimiento de la misma en muchos países”, cuestionando por supuesto el concepto de independencia y tomando “distancia de la tradición que antepone la celebración de efemérides y la conmemoración de fechas notables para más bien acercarnos desde el ahora a los sitios en que tales acontecimientos han tenido lugar”, lo cual se tradujo en los artistas viajando a estos lugares, operando de consecuencia, proporcionándonos obras fresquísimas (todas producidas entre 2009 y 2010).

Debería halagar a los uruguayos que el disparador, a nivel verbal, de la muestra (que abarca la casi totalidad de Sudamérica y México) sea una poesía de Mario Benedetti (“Hay menos tiempo que lugar / no obstante hay lugares que duran un minuto / y para cierto tiempo no hay lugar”), pero al fin y al cabo funciona más como rompecabezas lírico del efecto de déjà vu que se experimenta al primer contacto visual con el conjunto (dada su extrema semejanza con la precedente muestra de Hug) que por una efectiva conexión con las 17 obras expuestas. Aunque el curador explique que “algunos lugares sólo duran un instante -son aquellos momentos singulares que sólo el arte puede captar -, y para cierto tiempo, dice Mario Benedetti, no hay lugar”, y en esta paradoja se concentre de alguna manera el sentido de la exhibición, mucho más fructífero se revela el otro texto-punto de partida de las obras seleccionadas, La carta de Jamaica, de Simón Bolívar.

Misiva bolivariana

Escrita en 1815 a un amigo inglés, La carta de Jamaica, es una especie de manifiesto para una pan-América libre y soberana (y una condena urticante de las monstruosidades españolas y de la indiferencia de Europa y Estados Unidos frente a las luchas de liberación de Venezuela y otros países de América del Sur) compuesta con lucidez y un asombroso sentido de la realidad y por eso se ha vuelto el centro temático de por los menos tres obras presentes, de las mejores.

La chilena Claudia Aravena Abughosh superpone un fragmento de la carta, “más grande es el odio que nos ha inspirado que el mar que nos separa de ella” (Bolívar menciona la “península” ibérica, acá oportunamente cortada para dejar libre la imaginación; ¿habla Abughosh de toda Europa?), a una toma de 10 minutos de un viaje por dicho océano, en donde sólo aparecen el mar y enormes buques portacontenedores: queda claro el choque naturaleza-cultura y el acento bien puesto sobre la relación mercantil que une inexorablemente los dos continentes.

Uno baja del barco y pronto le toca subir a un tren: la argentina Leticia El Halli Obeid en su Dictados recorre el conurbano degradado de Buenos Aires con llegada a la megalópolis a través de un tren “popular”, rodeada de gente humilde, de un paisaje desolado, reescribiendo en un cuaderno la mismísima misiva histórica (y hasta reproduciendo la firma), en una repetición a lo Pierre Menard que recarga evidentemente las palabras del libertador y “transforma” necesariamente el sentido de las imágenes, desnudando la parcial derrota de las viejas esperanzas.

Mismo concepto en el trabajo de Yamaikaleter, del venezolano Alexander Apóstol: un grupo de habitantes de un barrio pobre de Caracas es llamado a leer en voz alta la carta de su héroe nacional, que fue escrita originalmente en inglés (especie de burla del destino). Los lectores desconocen el idioma causando la total incomprensibilidad de lo leído, la fractura irreversible entre contenido y contenedor, todo confeccionado en un video repetitivo, con cámara fija, tonos sepia, casi hipnótico en su sencillez.

Otros símbolos patrios de Venezuela son investigados por la alemana Christine de la Garenne, que en su video Carabobo reproduce la plaza de dicha ciudad (donde se combatió la batalla final por la independencia) con su Arco de Triunfo, Altar de la Patria, cambio de las guardias, pero vaciado de espectadores y alternados a un primer plano de ojos parpadeantes: el mensaje llega claro, la distancia abismal entre la Historia y su condensación simbólica y la “gente” (pero, ¿será sólo por las películas y el discreto encanto de la monarquía que en Buckingham el cambio de las guardias se llena siempre de gente?).

Al sur del Río Bravo

Es especialmente preocupante la representación de México. Por un lado un video interminable, Mexican War Fair, del mexicano Miguel Ventura, cuenta las aventuras del ficticio New International Language Committee, una especie de milicia que mezcla de todo: símbolos nazi, prendas tirolesas, cazadores de cabezas, entre ritualismos sin fin y sin fines y provocaciones (suciedad, porno, torturas, video fuertecito de coprofilia, mierda y chocolate, etcétera). No obstante la abundancia de elementos chocantes, resulta un poco aburrido y revela, aunque grotescamente, la figura del milico como sustancial. Lo mismo, con otra estética (esta vez “pulcra”, heroica, con poses entre John Ford y el realismo socialista), hace el noruego-alemán Bjorn Melhus en su Hecho en México: una especie de cowboy-robocop cabalga tranquilo en los bosques y condensa, pero depurado de la acción (armadísimo, en el video no usa armas), la mezcla terrible de ejército, policía, paramilitares y seguridades privadas “con límites cada vez más difusos entre los diversos grupos” que aparentemente ocupa una posición neurálgica en el tejido social e imaginario del país (ver por ejemplo la película La zona, de Rodrigo Plá).

Un nutrido grupo de obras propende al documental: el brasileño Neville d’Almeida en Verde moreno sigue a niños y adultos de una pequeña comunidad indígena amazónica, con sus prendas coloridas y emplumadas, tal vez como testigo de un vestigio de resistencia a la globalización (aunque es difícil no notar que los shorts del niño podrían ser de Gap, pero sin escándalo: ya en el siglo XIX Marx decía que lo “incontaminado” no existía). La Familia “latinoamericana” que la búlgara-alemana Mariana Vassileva filma en tomas diferentes, con miembros de diferentes generaciones, con diferentes trajes -de lo autóctono a lo abiertamente “consumista”- se mueve en dirección opuesta a D’Almeida: acá se observa no el particular que escapa a la “regla”, sino más bien se averigua si la “regla” existe (y en fin, quizá, si existe una “latinoamericanidad” de superficie).

También el uso de materiales ligado a la territorialidad vuelve algunas piezas más estimulantes por su lado “antropológico” más que inmediatamente artístico. La gran carpa Temporäre Haus (casa provisoria) del alemán Olaf Holzapfel habla por cierto de la extrema precariedad de las frágiles habitaciones de los márgenes y periferias de las capitales del mundo, pero encanta sobre todo el tramado del textil chaguar, usado por los wichi que pueblan el Gran Chaco del norte argentino. La paraguaya Claudia Casarino ajusta en su Pynandi (pies descalzos), uno dentro del otro, tres vestidos de Ao Poi, encaje de ñandutí, y resignifica la centralidad de la mujer en la cultura de Paraguay (luego del cuasi exterminio de los hombres durante la Guerra de la Triple Alianza), pero sobre todo propone en versión escultórea un pequeño milagro de artesanía.

Orientales y el corazón de la muestra

Uruguay está representado por cuatro artistas. Martín Sastre y su Episode I: Tango with Obama pertenece al núcleo original de obras (ya que durante sus estadías en una quincena de ciudades latinoamericanas y alemanas, la muestra va cambiando, agregando y sacando piezas): a las imágenes ultra pop del mismo Sastre con camperita de España 82 y un doble del presidente de Estados Unidos bailando frente al Museo Reina Sofía con música de Guns N’ Roses, se alternan los títulos de falsas noticias sobre un tercer conflicto mundial que estalla a causa de las tensiones entre América del Norte y del Sur. El video funciona, pero quizá algo más “adulto” y menos “atrapante” para semejante tema vendría mejor (además la numeración del título asusta: ¿vendrán más bailes y más dobles?).

Los únicos dos cuadros exhibidos son uruguayos: como para Sastre, es una relación erótica (homosexual) con el “conquistador” que se revela central en el discurso dependencia/independencia la que propone Juan Burgos con su collage Los siervos: su usual mezcla de cartoons, porno y elementos decorativos populares logra problematizar el tema del colonialismo sacudiendo un poco la idea “progre” más obvia de la lisa y llana “invasión”. El gran cuadrado de Anaclara Talento -fondo hecho con páginas del libro para escuelas Ensayo de la Historia Patria coloreado en naranja y rojo con elipses degradantes por tamaño (estilo mantel de Grandes Tiendas Montevideo)- alberga un enorme sol de la bandera uruguaya con un ojo negro; tal vez escueto y técnicamente no excelso, pero de seguro impacto (como su interminable título, Go Baby Go, We Are Right Behind You; Go Baby Go, We Are Looking at You). La webpage armada por Enrique Aguerre, 2Centenariohttp://www.enriqueaguerre.com/2centenario/, es una especie de cronología de los procesos independentistas a través de links que conducen a material heterogéneo (fotos, textos, videos) hallado en la web, ordenado por coordinadas geográficas, suerte de “maquinaria” que desata la paradoja de una historia sangrienta de luchas para definir límites, “explicada” por medio de un instrumento que aparentemente no tiene límites como internet.

Es justo cerrar con la obra que quizá más coincide con la idea de “cronotopo” evocada por Hug en el catálogo, la codiciada unidad indisoluble de tiempo y espacio: las seis fotos que componen Número 2, registro de un largo viaje desde Lima hasta el sur de Chile que el peruano Fernando Gutiérrez hizo hacer a un bisnieto-doble del legendario almirante Miguel María Grau (protagonista de la Guerra del Pacífico, en donde Perú perdió parte de su territorio). Vestido como el antepasado, inmortalizado en tableaux vivants misteriosos (hay un video del viaje, pero acá no se muestra). “Retoque” de un pasado que no puede cambiar y de un presente que no parece cambiado (el paisaje pobre y decadente), reapropiación cáustica de los eventos, mise-en-scène de lo político: acá se halla el espíritu de la exhibición.