Importar en Uruguay, donde el cerro más alto apenas llega al medio kilómetro, una muestra que pone en su título una directa referencia a la novela inconclusa del surrealista ocultista René Daumal El monte análogo, de 1944 -suerte de gran pequeña metafísica de la altitud-, puede generar en los espectadores autóctonos reacciones curiosas y seguramente más borrosas que las que probablemente engendró en Quito, donde hace pocos meses la exposición fue estrenada originalmente, o sea, a 2.850 metros de altura.

Es cierto que el arte y las montañas tienen una relación estrecha y apenas menciono aquí la fijación asombrosa de Cézanne por la Sainte-Victoire, pintada hasta el vértigo (a sus pies vivió también Picasso unos años), o el monte como set de una recuperación física y mental inhallable en la novela La montaña mágica (Thomas Mann). En ambos casos, la montaña adquiere dimensiones míticas y prodigiosas: así también en Daumal, que narra la travesía hacia el tope de un monte misterioso con un estilo delirante, pero riguroso (más estructurado entonces que los desparramos de bizarría tilinga de la versión cinematográfica que hizo Alejandro Jodorowsky en 1973).

Sin embargo, todo ese esoterismo no se percibe en la muy vasta selección de obras que llenan la gran sala principal del MNAV, laberínticamente ampliada con paredes divisorias. Para decirlo todo, salvo por un puñado de telas en las que aparecen montañas (por ejemplo Cotopaxi, de Jean-Marc Bustamante, que funciona también como efigie de la muestra), la conexión entre la obra daumaliana y los trabajos de los cinco artistas franceses es, como mínimo, muy débil. El proyecto es un tentativo de Bustamante de aproximación a sus orígenes ecuatorianos. En el catálogo las conexiones con la novela son explicadas, por un lado, con frágiles paralelos entre el grupo de alpinistas descrito por Daumal y la “expedición” de artistas aquí representados y, por el otro, con la presentación de las pinturas y esculturas, que se hace no por bloques “monográficos”, sino alternadas como las rapsódicas páginas del escritor (“itinerario” bien explicado en el subtítulo del libro, Una novela de aventuras alpinas no euclidianas y simbólicamente auténticas).

A pesar de la arbitrariedad entre el conjunto y su presentación, Le mont analogue es una valiosa oportunidad de ver obras creadas en los últimos 25 años por cinco de los artistas franceses más afamados del momento. Dada la gran cantidad de trabajos expuestos, me limito a destacar un par de obras por cada artista, en una especie de degustación mínima en vistas del opulento banquete, pero no antes de haber subrayado la extrema ductilidad de los cinco en cuanto a medios (fotos, pintura, escultura) y posturas, ya que todos ellos parecen balancearse con desenvoltura entre lo “pictórico” (en sentido amplísimo) y lo conceptual. Bustamante, el más viejo del grupo (nació en 1952), retrae, por un lado, paisajes “cotidianos” que, naturalmente, sorprenden (poco) por sus detalles difíciles de captar en condiciones de fruición diarias: la extraña mezcla de naturaleza (cielo y verde) y huellas “técnicas” (“piscina”, motos estacionadas) de la enorme foto T.3.01, de 2001; roza la mera “decoración” la traslación de dichos paisajes a grandes manchas de tinta sobre plexiglas (como en el caso del Panoramas Loros, de 2003). Mucho más intensa es su faceta como escultor en clave conceptual, una especie de anti-Kounellis, o, mejor, Kounellis high tech: material frío y paraindustrial que forma, por ejemplo, lo que podría ser una pecera-incubadora vacía e inanimada con diez tornillos inquietantes que la adornan y “simulan” tener un destino en Aquarama II, de 1997.

Los objetos no funcionales abundan en la muestra: ejemplar, el yunque celeste pulcramente envuelto en un estuche de cuero súper chic producido a medida por Hérmes del elocuente El reemplazo del verbo ser por el verbo llevar, obra de Jean-Michel Alberola (1953), empeñado en las demás piezas con sus característicos dibujos casi-cocteauianos equipados de eslóganes astutos, de los cuales domina sobre los demás la gran cara que cubre una pared roja entera advirtiendo que La sortie est à l’intérieur (La salida está en el interior, 2005). Más peliagudo aun es el trabajo de Jean-Luc Moulène (1955), que cristaliza, en sus mejores piezas, el Unheimliche de situaciones y objetos habituales de las sociedades industriales a través de intervenciones minimalistas, pero turbadoras: el “ballet” tragicómico del Jefe de un supermercado mientras arregla el estante de una góndola vacía en una foto de 1998 o la “esculturita” Azul Gauloises Bleues (2000), angustioso paquete de cigarrillos sencillamente envuelto en un papel azul (¿kleiniano?) que, negando su aspecto usual, derroca su sentido social.

Del “gigantesco rizoma” (así en el catálogo) formado por sus variadas obras, Fabrice Hyber (1961) eligió mostrar aquí parte de su rica producción de dibujos-óleos y lápiz que representan en estilo cartoonesco elementos naturales, sobre todo árboles (¿el rizoma “literalizado”?), pero la pieza que más convence es uno de sus prototipos de objetos en funcionamiento (POF), serie de entes “sin un fin preciso, pero que generan posturas”: una Escalera sin fin (1997), hijastra de Picabia y Escher, tres pisadas en madera cuyo ángulo recto es sustituido por una curva que la vuelve permanentemente inestable, despojándola de su sensata razón de ser.

Por el mismo camino, pero en formas “esterilizadas”, se mueve el más joven, Xavier Veilhan (clase 1963), que oscila entre arte público, video y foto, escultura en madera y plástico a través de una especie de reducción totalitaria de la representación, anulación de cada tipo de reflujo sentimental y psicológico, afirmándose como la voz más estimulante del grupo. El mero despliegue de un metro, el Standard Meter n. 7 (2007), asta de 100 centímetros en acero lacado de rojo que proporciona sólo lo que es, o la máquina célibe The cuckoo, que hipnotizó a una manada de niños el día que visité el museo, suerte de flipper coparticipativo (el espectador le tiene que dar cuerda) lento e inexorablemente infecundo con su aburrido periplo de la pelotita, son inteligentes guiñadas a cierto minimalismo y una puesta en discusión de todo lo que representa nuestro mundo medido y mecanizado.

Todavía buscando la conexión entre los artistas y el inspirador del título de la muestra, la rotación de la pelotita de acero, su viaje circulatorio, ocioso, pero ineludible a lo Sísifo (como varias de las demás obras), hacen acordar más que al Monte análogo a otro texto de Daumal, una poesía-excursión abstrusa y cerrada: “Soy muerto porque me falta el deseo, / me falta el deseo porque creo que poseo. / Creo que poseo porque no intento dar. / Intentando dar, te das cuenta de que no tienes nada; / viendo que no tienes nada, tratas de dar de ti mismo; / tratando de dar de ti mismo te das cuenta [de] que no sos nada: / viendo que no sos nada, intentás devenir / desiderando devenir, empezás a vivir”.