Sin falsa modestia se podría decir que Uruguay se mantuvo tan al día como pudo con la escritura del norteamericano Edward Albee (1928): en 1965 Antonio Larreta dirigió ¿Quién le teme a Virginia Woolf? (1961-1962) poniendo en escena a dos matrimonios de buenos burgueses involucrados en juegos bizarros y crueles, embarazos histéricos e historias de parricidios y locura; en 1969 le tocó a El cuento del Zoo (1958) -el primero de sus dramas si se descarta Aliqueen, escrito a los doce años- con dos versiones, una dirigida por Carlos Aguilera (que la repropuso en 1976) y otra por Alberto Howinsky (excéntrico en su escritura y en la gestión de sus obras, Albee escribió otro acto para esta pieza de contenido decididamente gay: el resultado fue Edward Albee’s At Home at the Zoo [2010], es decir, Como en casa en el zoológico de Edward Albee, y tras el aggiornamento anunció que prohibía a las compañías profesionales llevar a escena la anterior, El cuento del Zoo); en 1972 Laura Escalante convidó al público con una versión de Todo en el jardín (1967), la primera obra del dramaturgo que estrenó la Comedia Nacional, definida por la prensa local como “uno de los mejores trabajos en mucho tiempo”, como recuerda la directora en su Memorandum; en 1980 y 1990 Júver Salcedo y Eduardo Schinca plantearon lo suyo con Todo terminó (All Over, 1971), Dumas Lerena lo hizo en 1995 con Delicado equilibrio (1966) y Nelly Goitiño, en 2001 con Tres mujeres altas (1990-1991). La lista no quiere ser exhaustiva sino establecer la afición perseverante de nuestros teatreros por un dramaturgo que desde sus comienzos quiso ofender a su público además de entretenerlo, como dijo a propósito de American Dream (1961).

Haciéndose cargo del “berretín” albeeano de provocar al espectador (conocida su frase “la diferencia entre los críticos y la audiencia es que uno es un grupo de humanos, el otro no”), la Comedia Nacional eligió para su repertorio 2010 y acaba de estrenar La cabra o ¿Quién es Silvia? (2002), traducida por Margarita Musto y dirigida por Mario Ferreira. Y como es impracticable, en plan de reseña, acatar el acuerdo tácito de no develar el motor que pone en marcha la trama de La cabra, esa “idea absurda”, como la llama el programa de mano (del oscuro objeto del deseo no habla la descripción de la obra en los medios ni en el programa, aunque invita al público a la descarga online en www.comedianacional.com.uy del dossier de la obra, algo que no sucedió con otros espectáculos de la temporada), hasta aquí deberían llegar, aunque no sea mucho, los lectores que prefieran conservar la inocencia, esos que dan tres pasos atrás ante el signo de spoiler (revelación de trama).

Pero más que del ejercicio de subterfugios pulcros o de eufemismos complacientes, La cabra o ¿Quién es Silvia? instala a los espectadores rápidamente en el centro de un conflicto familiar provocado por la zoofilia de Martin (amorosa además de sexual: Albee se vale bien de las etimologías) y su relación con Silvia, la cabra del título. El ataque al sueño americano, una de los blancos favoritos del dramaturgo, toma por objeto a una familia rica, exitosa, demócrata e intelectual y por lugar al living (high-tech en tonos claros), probablemente el espacio más adecuado por su doble función referencial -como “teatro de salón” que finge representar al público y como revista de decoración, metonimia de la vida perfecta-. En ese ambiente y con ese material de partida se mueven solventes, más brillantes que nunca, Serra y Legarra e, igual de cómodos, Worobiov y Arbelo. Todos siguiéndole, lúdicos, el juego entre irónico e incómodo a Mario Ferreira, que supo entrar y salir, feliz y creativamente, del laberinto-Albee, de ese juego de distancias y acercamientos con el personaje de Martin, de esa capacidad de proponer “la distancia óptima al espectador para identificarse con Martin Gray sin derrumbarse con él”, según dice Víctor Weinstock en un estudio sobre la obra.

Como en otras obras del dramaturgo -un buen ejemplo es American Dream (1960), en la que madre y padre adoptivos mutilan y asesinan a su hijo para sustituirlo luego por su gemelo-, aquí los límites de acción “soportables” por las buenas costumbres o los tabúes sociales se amplían desmesuradamente hasta presentar verdaderos “puzzles psicológicos” -así los llama un cronista de The New York Times- de solución difícil. Por lo menos si pretendemos medir con la misma vara arte y realidad, si pensamos el teatro como espejo de nuestra cotidianidad y no como objeto (simbólico) autónomo. “No la recomiendo a menos que les guste ver obras sobre incesto, zoofilia, etcétera”, dice un espectador indignado en la cartelera de internet más completa de nuestro medio, sin cavilar que lo mismo se podría decir de Edipo rey o Leda sin cisne (1916), de Gabriele D’Annunzio. Un recorrido rápido por las 25 opiniones del portal permite identificar dos inquietudes o tal vez una sola con dos cabezas: la ya mencionada de carácter moral y otra que se refiere al deber de la Comedia Nacional para con los autores uruguayos; la urgencia de un teatro nacional opuesto a otro de autores extranjeros (“Yo espero ansiosa que surjan autores uruguayos que hablen de nuestros problemas y no gastemos el dinero del pueblo en estas repugnantes manifestaciones seudotransgresoras que vienen desde los Estados Unidos”, escribe otra pluma). Esta muestra magra de la recepción de una puesta, siempre tan difícil de registrar en las crónicas, es un buen termómetro de las necesidades, ideologías y expectativas de nuestro público cuando es enfrentado a un espectáculo que escapa del terreno confortable, hoy en términos morales, otras veces en estéticos.

La cabra o ¿Quién es Silvia?, lo intuyó el coro de risas que ambientó el espectáculo en la función del sábado pasado, es otra albeegoría del dramaturgo (neologismo acuñado por la crítica Ruby Cohn en su panfleto de 1969, haciendo referencia a este “absurdo” norteamericano) y una estrategia efectiva de probar los límites de lo permitido -a nivel textual, espectacular, representativo-, algo que el arte debe hacer siempre. Además, es la mejor comedia de la temporada.