Marco Bellocchio, apodado por muchos el enfant terrible del cine italiano, retorna a Cinemateca Uruguaya con un film que vuelve su vista sobre la política y el catolicismo italiano, pero en un registro más sereno, por lo menos en comparación con la vehemencia de sus primeras películas, Las manos en los bolsillos (1965) y China está cerca (1967).

Esta última película -en realidad, su más reciente trabajo es Vincere (2008), controvertido film que descubre algunas facetas desconocidas de la figura de Benito Mussolini- suele ser referida con dos nombres alternativos: La hora de la religión y La sonrisa de mi madre. La heteronomía de su obra en este caso no es producto de la tan conocidamente ridícula ineptitud de los traductores de títulos, sino que las dos forman parte del nombre oficial. El primer nombre no dice mucho del film, algo radicalmente distinto si se toma en cuenta el segundo, que da una dimensión completamente diferente a la trama que pasaré a resumir a continuación.

Ernesto Picciafuoco es un talentoso pintor, no muy famoso pero que goza de un bienestar económico ponderable -por lo menos si se juzga la elegancia de su estudio-, que en medio de una crisis personal (está en proceso de separación de su esposa) recibe la noticia de que el Vaticano está realizando investigaciones concernientes a la canonización de su madre, muerta trágicamente largo tiempo antes a manos de uno de sus hermanos, Egidio, persona cuya vida estuvo siempre marcada por la locura. Los reseñadores de películas tenemos frases hechas y en este caso es tentador caer en el facilismo de decir: “A partir de entonces su vida pegará un vuelco”, pero, a decir verdad, más que un vuelco es un lento atravesamiento de membranas que van sumergiendo al protagonista en atmósferas cada vez más enrarecidas y surreales.

Ernesto es un personaje completamente ético, en contrapartida de su madre recordada, un personaje absolutamente moral. Entre la ética y la moral están los fantasmas y la perversión. La esposa de Ernesto cree que a Leonardo (hijo de ambos) le vendría bien para su futuro una abuela canonizada. La hermana de su madre, en un encuentro que mantiene con él, le menciona la necesidad de obtener, por medio de la canonización, un protector de la familia, como podría haberlo sido el Opus Dei, el Instituto Gramsci u otra organización. Mediante la canonización de la madre, el apellido Picciafuoco podría recobrar un honor perdido, una posición aristocrática desbarrancada de la que no sólo la tía de Ernesto es portavoz, sino que también lo es el resto de sus hermanos. La única diferencia es que, mientras que la señora está poseída por una voz perversa y completamente consciente de sus actos, los otros hermanos están movidos por el miedo, un manotazo de ahogado de garantizarle un bienestar económico, una influencia para ocupar puestos políticos, etcétera. Me olvidaba de un cuarto vértice: ahí, separado de todos pero convertido súbitamente en el eje de todo el proceso está Egidio, el hermano, el asesino psicótico y su silencio. La canonización depende del testimonio de Egidio, ya que si él hubiese matado a su madre mientras ella dormía, no se podría hablar de ella como mártir, en tanto no tuvo tiempo para perdonarlo (algo que aparentemente es fundamental para considerar el martirio).

Acorralado entre estas voces, por momentos parecería que, desde su obstinado ateísmo, el único que no incurre en la blasfemia es Ernesto. Sin embargo, esto sólo tendría la dimensión de un mero melodrama familiar si no fuese por la atmósfera particular que se logra plasmar en cada escena. Para este logro se hacen evidentes los conocimientos de pintura de Bellocchio, que se pueden percibir en la composición de algunas escenas, envueltas por claroscuros y ciertos extraños fulgores. Las líneas de diálogo también son impecables, casi por momentos demasiado perfectas, más propias del teatro o la literatura, pero todo eso tiene razón de ser en la creación de una trama en la que las personas a las que se enfrenta Ernesto parecen, más que personajes, apariciones, fantasmas (sobre todo la belleza angelical y desestabilizadora de Chiara Conti como esa mujer que entra y sale de su estudio sin que podamos estar seguros de si existe materialmente).

La serie de personajes y situaciones a las que se enfrenta el protagonista (como ese misterioso conde defensor del absolutismo que lo reta a duelo en pleno siglo XXI), esa sucesión de etapas completamente extrañas que impone el tribunal de la Iglesia, hace ver La hora de la religión / La sonrisa de mi madre como una versión católica de El proceso, de Kafka.

En esa sonrisa que le trae tantos problemas a Ernesto vemos el punto en común, la herencia que trae de una madre a la que nunca quiso. La resignificación de la muerte abre de nuevo un puente generacional dinamitado. Sólo que el verdadero puente generacional no es tanto el que se tiende entre Ernesto y su madre como el que hay entre la Italia antigua y la Italia moderna, la del desencanto de la promesa socialista, la de los quilombos de Berlusconi, la Italia hambrienta de la Unión Europea (la bandera que se ve en la puerta del colegio al que el protagonista lleva a su hijo al final del film no parece un elemento aparecido en escena por puro azar). Italia es, por lo menos en lo que respecta al siglo pasado, uno de los países más veletas que haya albergado Europa. Toda su vida en el siglo pasado es una sucesión histórica de traiciones y abdicaciones: su cambio de alianzas en las dos guerras mundiales, la posición ambigua frente al poder eclesiástico, los futuristas devenidos fascistas y devorados por el mismo sistema al que apoyaron, aquel montón de hombres que, a diferencia de muchos orgullosos nazis, quemaron sus camisas negras ni bien terminó la guerra.

El mismo Bellocchio dijo acerca de su última película, Vincere, en una reciente entrevista: “En lo que me había interesado era en contar la historia de cómo Mussolini fue transformado, de ser un ateo, anticlericalista y antianarquista revolucionario a un intervencionista, nacionalista y revolucionario fascista, no por un cambio en sus creencias ideológicas, sino por ventajas políticas”. En esa misma película se habla de cómo, a pesar de ser originalmente ateo, terminó comprometiéndose con la religión como forma de tener un aliado más. Eso es lo que ocurre en el film, y lo que no es únicamente atravesado por las líneas de poder de la Iglesia, sino también por la política, la economía, el arte, incluso el poder médico (los psiquiatras que rodean a Egidio). Nadie cree realmente en Dios, todos (desde los familiares hasta la misma iglesia investigadora) manipulan el cuerpo de su madre, entre un placer necrófilo (la absurda e iconográfica recreación del asesinato en una sesión de fotos) y un frío goce burocrático. La respuesta a todo aquello está en la sonrisa de la madre, ese rostro gigante al que en determinado momento de la película Ernesto se enfrenta (en una composición que parece evocar la escena inicial de Persona, de Bergman) contemplándolo desde su radical misterio, cual sonrisa de Gioconda). Es el rostro de Italia, riéndose (o sonriendo, quién podría precisar) de un pasado, de algo que ni ella misma sabe o entiende.