Hace cuarenta y pocos años, cuando surgió el arte conceptual, el gran debate era si, una vez atestiguada la desmaterialización de las obras (según la todavía vigente terminología acuñada por una de sus profetas, Lucy Lippard), éstas seguían siendo arte. Frente a la desaparición de toda cuestión técnica, frente a la reducción de la creación a su “idea” realizada sin pinceles y cinceles, el público reaccionó con desconcierto, cinismo o miedo. El trauma de alguna manera fue superado, por lo menos por una parte bastante extensa de los amadores de la plástica, aunque es indudable que para la mayoría de los “ocasionales” el corazón late más frente a obras que alardean las cualidades manuales de sus autores. Cada día nuevas fibrilaciones se perfilan en el horizonte coronario de los fruidores, como el web-art o el arte relacional. Pero también hay una encarnación de lo conceptual que puede resultar particularmente problemática: el arte que se podría nombrar, faltando definiciones mejores, con base documental.

Ya acaricié el tema la semana pasada, pero la visión de Antártida desató nuevas preguntas. ¿Qué pasa cuando la obra se centra en una temática generalmente estudiada por disciplinas no artísticas (ni siquiera “humanísticas”), en este caso una región del mundo, ya desentrañada por geografía, geología, meteorología, etcétera? ¿Qué pasa, además, si la obra se concreta a través de medios como la fotografía y el video, o sea, típicamente de “registro”? El espacio de intervención artística se revela más acotado que en otros ámbitos, porque generalmente dicha ecuación se resuelve en un documental, que pasa datos y reparte respuestas en vez de preguntas (una de las funciones esenciales del arte conceptual) y el afán estético se pliega frente a los estándares del “género”.

La instalación de la española Mireya Masó es un excelente ejemplo de artistización de material documental-científico. La artista de hecho vivió dos meses, durante el verano austral de 2006, en la base argentina Esperanza en la Antártida, junto a una expedición: ahí filmó y sacó fotos, recombinadas en una muestra cuyo centro focal es la ambientación video, Tiempo de cambios. En la sala de proyección, en plena oscuridad, se destacan cuatro grandes pantallas sobre la misma pared. Ahí se alternan, a veces funcionando todas juntas, a veces de a dos, de a tres o una sola, videos de la naturaleza del lugar, compuesta fundamentalmente por agua, hielo y escasas rocas y tierra. La filmación es austera, no hay movimientos de cámara incisivos, se trata, en fin, de “dejar hablar” a la extrañeza y unicidad de aquel continente (el más frío de la Tierra, sin población fija, considerado un desierto por la ausencia casi total de precipitaciones no obstante la imponente presencia de agua, única zona del mundo donde no hay territorios a la venta).

Asistimos entonces a los continuos movimientos de los témpanos, sapientemente “montados” por Masó, que juega con las corrientes y direcciones del océano (por ejemplo, en un momento las cuatro pantallas muestran diferentes bloques de hielo, quizá filmados a decenas de kilómetros de distancia, que salen todos por el mismo lado), claramente tratando de hacer experimentar “en este paisaje inhóspito […] la sensación de poseer una intuición depuradísima: una mayor acuidad respecto al ritmo de los procesos naturales”, como sugiere la curadora Alicia Chillida.

Todo está dirigido a crear esta especie de fascinación casi hipnótica por un entorno aparentemente incontaminado, casi lunar: nada más de lo que por lo general tratan de hacer los documentales al mejor estilo Discovery o National Geographic. Acá retraídamente aflora, entre los icebergs, la intuición “artística”: la ausencia de explicaciones, de voces en off, de datos, coordinadas. Las montañas de hielos que se desmoronan, los titánicos pedazos de nieve que flotan rápidos mudando el paisaje, sosegada pero inexorablemente, no tienen explicación. El frío de la operación de Masó congela al espectador: las tomas son conjugadas según criterios de disposición refinados, pero no inmediatamente perceptibles (agudos picos negros de roca a los dos lados que cierran dos “montañas” blancas y bajas, el rompehielos multiplicado por cuatro con toma subjetiva, como en el videojuego Doom), la presencia como petrificada de los seres humanos, cuajados en largas esperas que se adaptan a los ritmos locales, pero parecen solidificarse en una especie de pinturas vivientes surreales.

Por momentos la obra supera el mero chantaje (lo extraordinario del lugar es cómodamente asombroso de por sí) y llega, con sus tiempos antiespectaculares, a un aburrimiento estático y extático. Ninguno de los transeúntes (y había realmente muchos, del tipo “distraído”, por el Día del Patrimonio) que me rodearon durante la media hora escasa de proyección se quedaron más de unos pocos minutos: la rendición de semejante alteridad parece hacerse insostenible. Eso es quizá el logro central: volcar lo que una vez “estandarizado” televisivamente se traga sin problemas en algo más ambiguo, equívoco, molesto.

El público, tal vez demasiado de fiesta, no se quedó ni siquiera cuando apareció una imagen generada por la computadora de un “ser” geométrico que parece salido de una película de ciencia-ficción. Solamente a la salida tenemos la explicación: es un Distephanus speculum, o sea, un sicoflagelado, un pequeño grupo de algas unicelulares presente en ambientes marinos y que también se encuentra ahí. Bajo vidrio se puede admirar una impresión en 3D de él, agrandada cientos de veces. Fuera de la oscuridad de la proyección, entonces, recomienza lo documental, la “fosilización” del saber: las fotos que monumentalizan los momentos más significativos (se destaca 96 horas, secuencia de cuatro fotos, una por día, del mismo escorzo de paisaje y de sus increíbles cambios físicos), la mesa con libros científicos sobre el continente y su hábitat, más otros sobre la artista. Pero es su lado más enigmático el que gana el reto de enlazar arte y material de estudio. Como en pintura es lo pintoresco que no funciona, así en lo conceptual-documental es claramente el exceso de información lo que le quita atrevimiento a la obra.