Próceres, periodistas, emigrantes, educadores y desempleados filicidas monologaron, cada uno a su ritmo, en la 5ª edición del Festival Internacional de Teatro Unipersonal del Uruguay (FITUU). Entre el 13 y el 14 de setiembre, en el teatro El Galpón, el público montevideano pudo ver de manera gratuita siete espectáculos interpretados por igual número de actores (todos hombres, faltaba sólo Blancanieves: así de indiferentes a las latosas cuotas rosa estamos) que embistieron lo privado y lo público en partes iguales: lucha patriótica, independencia y nación mix tremendamente oportuno en tiempos de bicentenarios (Ribas el vencedor, escrito e interpretado por Dante Gil, de Venezuela, y El delirio y la lluvia, escrito y dirigido por Carlos Romagnoli, con actuación de Diego Bollero, de Argentina); revolución, promesas, racismo y censura en la Cuba de Fidel (Adolfina, creación de Frank Prieto, un cubano emigrado a Andorra); oficialismo y fascismo en los años 30 argentinos, mirada sobre la lucha contra el anarquismo a través de la experiencia presencial de la ejecución del italiano Severino Di Giovanni en 1931 (La imagen fue un fusil llorando, dramaturgia y puesta en escena de Julio Molina e interpretación de Gabriel Fernández, pieza que utiliza como punto de partida el texto de Roberto Arlt, He visto morir, de Argentina); la acción como espacio de lo íntimo, delirio y crisis treintañera, desempleo, amenazas, asesinatos (El graznido, de Cristián Figueroa, dirigido por Andrés Hernández y actuado por Juan Sánchez, de Chile); memoria, absurdo, “clara vulnerabilidad ante la vida y la muerte”, desencuentros generacionales e ilusiones perdidas (Los patios de la memoria, de Ever Martín Blanchet, dirigido por Arturo Fleitas e interpretado por José Iglesias, y El profe, de Jean-Pierre Dopagne, dirigida por Hugo Blandamuro y actuada por Félix Correa, ambas de Uruguay).
Del torbellino de imágenes violentas (muy sugerente la propuesta Molina/Hernández de puzzle textual y visual; un poco menos la de Hernández/Sánchez de Chile, aunque la actuación sea extremadamente efectiva) y los panegíricos patrióticos y antipatrióticos (mejor formulados escénica, estética e interpretativamente por Adolfina que por Ribas) es posible configurar una cartografía “FITUU 2010” en la que prima la concepción del monólogo como espacio de denuncia (realista la mayoría de las veces), plataforma de mensajes e historias adivinables desde el título, conflictos de hombres enojados. El monólogo casi como un buzón de quejas.
Siempre algo de fatalidad y mucho malentendido (los dvd con que se examinan las obras teatrales extranjeras son como las fotos de repostería fina: engañosas por naturaleza) rige la organización de los festivales y sus resultados totales (algo de eso me insinuó entre obra y obra su director general y ejecutivo, Fabio Zidán). Pero más allá de la cosecha 2010, FITUU se instala en el medio nacional, desde hace cinco años, como la única cita puntual, tangible, con el teatro internacional (que no es poco), además de organizar talleres (esta vez uno de dramaturgia contemporánea, dictado por Cristian Figueroa, de Chile, y otro de “desmontaje” del proceso creador, dictado por Julio Molina, Gabriel Fernández y Ana Urso, de Argentina) y de homenajear, homenajeándose, a figuras del ámbito nacional: el Premio FITUU 2010, con un jurado integrado por Jorge Abbondanza, Roger Mirza y Zidán, fue adjudicado a Héctor Manuel Vidal, Berto Fontana y Dahd Sfeir.
Emoción cercada
El azar, organizador perfecto de la cartelera teatral montevideana -y de las elecciones que el cronista hace ante tan variado menú- hizo que el festival coexistiera con otros dos monólogos (aunque hay más), esta vez de signo femenino, Las reglas de la urbanidad en la sociedad moderna, de Jean-Luc Lagarce, y Cómo evitar enamorarse de un boludo, de Marcelo Puglia, tan disímiles en su tono, estilo y, sobre todo, en el público al que están dirigidos, como cercanos en el juego propuesto: “Algunas de estas prácticas soluciones ayudan a escapar de la incertidumbre, de la duda, de la tremenda reacción espontánea, de la emoción súbita, de la alegría tan grosera, de la cotidianidad más generosa o del dolor sincero”, dice Lagarce, pero bien podría decirlo Puglia.
El manual (uno de urbanidad francés de principios del siglo pasado y otro de autoayuda para mujeres desvalidas de este siglo) es la ocasión para dejar al descubierto ciertos mecanismos sociales ridículos, crueles, acostumbrados -parca y civilmente en el caso de Medina y su texto, burlona y chabacanamente en el de Rodríguez- por medio de una mirada extrañada a la cotidianidad. Dos momentos merecen la pena (y la entrada): un salto mortal en la actuación de Medina (de la ternura y las lágrimas en los ojos a la completa frialdad a propósito del festejo de las bodas de oro) y un bombardeo de grotesco de Rodríguez (entre muchas imágenes, digna de la mejor comedia es la del marido beodo que baila con un cerdo en fin de año ante los ojos horrorizados de la suegra). Así, mientras ellos refunfuñan, ellas nos “instruyen”.