Si al leer un par de cómics nuevos uno puede ponerse a especular sobre historia o identidad nacional sin forzar los temas, y si además esos cómics son relatos atrapantes, y si encima de todo cada uno de esos cómics representa visiones del mundo casi opuestas, entonces hay espacio para hablar del progreso de un género que, al menos en nuestro país, parecía condenado a recomenzar cíclicamente. Tanto Acto de guerra como Freedom Knights en Ciudad Fructuoxia, lanzados durante la última edición de Montevideo Comics, son productos que enlazan con años de trabajo previo y que, por lo tanto, permiten proyectar un camino saludable para la historieta nacional.

La dupla responsable de Acto de guerra tiene inmejorables antecedentes individuales (Santullo lleva casi una década como editor, guionista, periodista y narrador, y Bergara, más joven, ya es una referencia de la ilustración local) y en conjunto (su novela gráfica Los últimos días del Graf Spee fue el punto alto del rubro en 2008 y al año siguiente se llevaron con Esbjerg, en la costa el primer premio en el concurso de adaptaciones onettianas organizado por el MEC y la diaria). La trayectoria de Nicolás Peruzzo es menos notoria pero igualmente pareja: desde hace tres años escribe y dibuja el fanzine Ciudad Fructuoxia, participa como ilustrador (con otro estilo) en algunas publicaciones locales y extranjeras e incluso tuvo alguna escaramuza contra la burocracia estatal en su blog ninfacomics.blogspot.com. Sus socios ocasionales, Pablo Roy y Beatriz Leibner (Roy & Bea), también llevan un buen tiempo recorriendo esa zona que bordea el under con sus entregas de Freedom Knights.

Unidos y adelante

Acto de guerra se compone de cuatro historias, ambientadas a finales de los 60 y principios de los 70, antecedidas por otros tantos textos (no directamente relacionados) que ofician como testimonios de militantes políticos torturados en los años previos o durante la dictadura; algunos problemas de sintaxis y ortografía refuerzan la idea de que se trata de un registro directo (en uno de los casos, efectivamente acreditado como tal).

La primera de las historietas, “El delator”, se sirve de algunos recursos de la literatura policial (género que Santullo ha transitado, por ejemplo, en su novela Cementerio Norte) para darle una vuelta de tuerca a la caída de un traidor. “El sitio” se acerca a lo épico y describe la captura del tupamaro Nisdec (obvio anagrama de Sendic), mientras que para abordar una disputa interna entre las fuerzas represivas, Santullo y Bergara apelan a la comedia en “Secuestro en el Palacio Díaz”. Cierra con tono dramático “La embajada”, homenaje explícito a Vicente Arroyo Muñiz (a quien en verdad le está dedicada toda la obra), diplomático mexicano que facilitó el asilo de cientos de uruguayos y que aquí posibilita el exilio del Negro Castillo, uno de los protagonistas de la historieta que abre el libro.

Aunque tienen algunos personajes y referencias puntuales sutilmente entrelazados, las cuatro historietas de Acto de guerra funcionan de manera absolutamente independiente. Claro que al estar situadas en un período acotado y dado que toman la guerrilla y la represión como figuras narrativas -ya la tapa enfrenta a botas con championes-, adquieren una cualidad unitaria, aunque sin las rigideces de las obras seriadas. También, entre todas, contribuyen a engrosar la “épica tupamara” que saturó el mercado editorial en la última década y media. Pero Acto de guerra no se suma de manera indistinta a esa corriente, sino que lo hace desde un punto de vista que podría llamarse “ecuménico”, por darle nombre a la indiferenciación de tendencias políticas de los que operaban en el seno de la izquierda, que es posible palpar en algunas versiones informales (populares) de la historia reciente.

Dos casos. En un cuadrito de la historieta protagonizada por Nisdec-Sendic un cabo le informa a un soldado raso que “tupamaro” y “comunista” no son términos equivalentes; sin embargo, el MLN-T y el PCU son las únicas agrupaciones referidas directamente a lo largo del libro, por lo que en este microuniverso monopolizan el bando de los “buenos” (hay hasta dos personajes que son “las dos cosas”). Segundo: en “Secuestro en el Palacio Díaz” Santullo y Bergara ubican la acción en 1972, pero hacen referencia a episodios que ocurrirán años después (la censura previa de espectáculos públicos y la formación del dúo musical Larbanois-Carrero), en una especie de “condensación temporal” igualmente simplificadora. No se trata acá de pedirle exactitud histórica a un producto de ficción (y ya los propios Santullo y Bergara, entre muchos otros, demostraron por qué con Los últimos días del Graf Spee), sino de dejar constancia del lugar desde el que dos creadores jóvenes (Santullo es de 1979, Bergara, de 1984) aportan a la construcción del pasado colectivo.

Que se vayan todos

Mientras Santullo y Bergara parecen mirar hacia atrás desde cierto optimismo actual, Peruzzo (guionista general de una obra bastante colectiva) da la impresión de moverse con el ethos punkie propio de los 80 posdictadura o con la bronca generalizada que cristalizó en la crisis de 2002. En el mundo de Peruzzo -y verdaderamente es un espacio propio: creó a Ciudad Fructuoxia, especie de Santa María fronteriza y ultracorrupta- no hay buenos y malos: son todos horribles, desde los sindicalistas a los superhéroes. Es el descreimiento -más que alejamiento de los códigos realistas o el foco en el pasado y el futuro recientes- lo que distancia al universo de Fructuoxia del de Acto de guerra, y la asunción explícita de ese punto de vista es lo que les da fuerza tanto a las historietas anteriores de Peruzzo como a la complicada operación que realiza aquí al unir los personajes creados por él con los salidos de la pluma de Roy & Bea.

Es que en este autoproclamado primer crossover (cruce de universos) del cómic nacional los Freedom Knights se dan cuenta de lo inocentonamente clásico que es su universo (cuyo epicentro es otra Santa María, esta vez Ciudad Luz) cuando tienen que acudir a supervisar una cumbre internacional en la mugrienta y agresiva Ciudad Fructuoxia, donde, además de la intromisión de un grupo de vigilantes norteamericanos y una banda de villanos, se toparán con los desagradables superhéroes locales. Esta progresiva hegeliana toma de conciencia de algunos personajes se extiende a la historieta en sí, que desde la portada (una alusión a la ilustración que hizo Ross Andru en 1976 para el primer crossover entre Marvel y DC, las compañías estadounidenses que lideran la industria superheroica) anuncia su asunción de una posición marginal pero orgullosa y original dentro de la historia del subgénero “cómic de superhéroes”.

Uruguay como problema

Como ya se dijo, se trata de dos obras de gran nivel. Santullo, que viene de ganar en mayo el premio como mejor guionista de historieta en la Feria del Libro de Buenos Aires por Cena con amigos, se muestra cada vez más solvente tanto en el armado general de los relatos como en el manejo de las sutilezas imprescindibles para redondear historias profundas. El final de “La embajada”, por ejemplo, está compuesto de silencios y frases breves, que sólo se sostienen por un cuidadoso trabajo preparatorio. En esto, Santullo ha encontrado en Bergara un gran socio, devenido administrador cuidadoso de los espacios en blanco. Para Acto de guerra el ilustrador parece acercarse al manga, pero no al actual (como el que sirve de espejo a Roy & Bea), sino a algunas obras de los años 70 y 80, francamente orientadas a adultos, de trazo grueso y rápido, con clave en la búsqueda del equilibro entre el máximo rendimiento expresivo (sobre todo en lo facial) y la dosis mínima de pinceladas.

A Peruzzo, en cambio, no se lo puede alabar como ilustrador -circula la broma de que jamás podría salvar un curso intermedio de anatomía-, a menos que uno se cuestione algunas convenciones realistas. Si uno está dispuesto a cuestionarlas, o simplemente si uno es atrapado por la historia, el conjunto del trabajo de Peruzzo convence: hay consonancia entre la suciedad de su estilo como dibujante -que, de paso, resalta la claridad de su colega Roy, con quien alterna páginas- y el humor terreno, seco, contundente de sus historias. Si algo puede reprochársele a Peruzzo como guionista es una inclinación a sobredimensionar la extensión de algunos gags que serían más efectivos si se limitaran a una viñeta. Pero la parodia dentro de la parodia que supone Centerjás -villano que sólo puede comunicarse con metáforas futboleras- y el trato que le dan los otros personajes es absolutamente aplaudible, sobre todo si se tiene en cuenta que forma parte de un sistema de examen (negativo) de “lo uruguayo”.

Esa mirada a la identidad nacional, que acá ejercitan Santullo y Peruzzo, pero que incluye a casi toda la producción reciente de cómic (y que tiene su corazón en la crítica elaborada por Guacho! desde fines de los 90) es posiblemente, junto con algunas vertientes del arte contemporáneo, el aporte más novedoso, y seguramente el más creativo y descontracturado a una vieja tradición -casi tan vieja como el país- de reflexión permanente sobre la propia esencia.