Como las cachipollas, acaso la rama más trágica de los insectos pterigotos, lo teatral no puede sino operar en el orden de lo efímero. Perogrulladas como “cada función es única e irrepetible”, repetidas éstas sí hasta el agobio, tratan de colocar en esa cualidad constitutiva parte de su fascinación, aunque en los casos más logrados sea su abismo. De un espectáculo quedan sólo sus restos, lo demostró de la mejor manera Roberto Suárez con La estrategia del comediante: marcas en la memoria individual o colectiva, registros de imágenes fijas o en movimiento, metadiscursos más o menos lúcidos en formatos más o menos simpáticos -reseñas, previas, trabajos académicos-. Los balances anuales son otra variante entre las estrategias pueriles de conservación: pensar la temporada como sistema, suponer lógicas arcanas y seguir sus pistas, leer entre líneas operaciones privadas o estatales.

Habitaciones de hotel, infidelidades y zoofilias

La medida de la novedad o la transgresión la establece, como estaba claro ya cuando Van Gogh pintó sus girasoles, no tanto o no sólo la temática más o menos rara o escabrosa tratada, sino la forma que la “cosa” toma. Pura cuestión de procedimientos, giros, cambios, pliegues metodológicos. Sex, de René Pollesch, dirigido por el argentino Marcelo Massa, fue uno de los ejemplos más felices: combinó lucidez de materia (crítica a la imbecilidad consumista posmoderna) y desvío formal centrado en la alternancia de un discurso normal (aunque rápido, mimesis quizá de un pensamiento más perspicaz que el usual, mediático o televisivo) y de otro desquiciado (resumible en el grito estridente técnica y perfectamente calculado) de las actrices Sofía Espinosa, Carolina Faux y Estefanía Machado. Casi al borde (externo) de la temporada, Kassandra, de Sergio Blanco, protagonizada por su hermana Roxana Blanco y dirigida por Gabriel Calderón, se situó en un “hoy universal” que ante categorías fijas de nación, sexualidad o pertenencia prefería otras variaciones. A diferencia de Sex, la imbecilidad del presente no está explicitada, hay que saberla o sospecharla al centro del lenguaje de la protagonista, un inglés inventado o apropiado (¿violado?): los sonidos anómalos, casi obscenos, de ese lenguaje universal son, más allá de lo que se dice, su mensaje.

En otra clave puso sobre la mesa la cuestión técnica el inglés Anthony Fletcher, con su dirección de Traición, de Harold Pinter. Aunque alejado de toda contravención formal, la puesta de esta enésima forma del triángulo pinteriano en El Galpón propuso un modelo impecable de dirección de actores, volviendo notables a Claudia Trecu y Pablo Dive, dos actores que la institución parece haber ocultado todos estos años a pesar de sus presencias en el escenario. De orquestación minuciosa y actuaciones sorpresivas (siempre en un paradigma clásico) se trató La cabra o ¿Quién es Silvia?, de Edward Albee, que dirigió Mario Ferreira en la Comedia Nacional. También en el peso neto de cada palabra y gesto se centralizó el trabajo de Isabel Legarra y Óscar Serra, la pareja principal, moviéndose con destreza entre los devaneos albeeanos pro y contra zoófilos (la temporada 2011 prefirió la pedofilia, pero eso es otra nota). Otras miserias humanas y pericias teatrales dignas de menta, o de ver ante eventuales reposiciones, fueron Ese pecado que no se puede nombrar, de Ricardo Bartís (dirección de Virginia Tarchetti y Álvaro Correa), Botín, de Joe Orton (Juan Graña), 3 Nô, de Yukio Mishima (Ana Pañella), Amorfo, de Florencia Martinelli, Hipermercado, de Alejandro Jodorowsky (Fernando Rodríguez Compare), y La historia de Alicia y Franco, Alicia y Franco, y Alicia y Franco, de Maximiliano Xicart.

Pero el verdadero coup de théâtre -difícil mejor oportunidad para usar la expresión- estuvo a cargo de Habitación 105. Impresiones sobre Alicia Liddell y El País de las Maravillas, texto y dirección de Florencia Lindner: irrumpió con tres actores jóvenes (José Ferraro, Gabriela Umpiérrez y Elisa Fernández) en un hotelucho de la Ciudad Vieja (Spléndido Hotel), en el día y hora menos espectaculares de la semana (los lunes a las 21.00), con una dinámica escénica francamente innovadora que desterró la palabra de escena (por decir lo más evidente en este recorrido alígero) llenándola de muchas otras cosas. A quien no la vio queda sólo la pesquisa, en la cartelera 2011, de una habitación de hotel. Otra ausencia -a propósito de privaciones reveladoras- ofrecieron las cuatro presentaciones (dos por día el 8 y 9 de setiembre en Lindolfo Teatro Resto) de la producción argentina La isla desierta, de Roberto Arlt, dirigida por José Menchaca. Estrenada hace diez años en la capital bonaerense, la puesta sigue las técnicas del teatro ciego (uno de los primeros elencos es el croata Novi Zivot, fundado en 1948, y en Argentina se practica desde principios de los 90). Sin estímulos visuales de ningún tipo (se entra a la sala en fila india, en total oscuridad y el espectáculo transcurre de la misma manera), el archiconocido texto de Arlt se declina en sus restantes inputs olfativos, sonoros, táctiles.

Palomas, cigarrillos y rastros

A falta de Setiembre escénico. Festival de Artes Escénicas del Uruguay, organizado en 2009 por el MEC, que había conjugado en Montevideo producciones de Río Negro, Salto, Paysandú, San José, Canelones, Fray Bentos, Minas y Rivera con otras de Italia, Chile, Argentina, Alemania, Brasil y España, la oferta internacional volvió a la iniciativa privada. Estrenó el año, en el Solís, una impecable Ala de criados dirigida y escrita por Mauricio Kartun (obra melliza o al menos emparentada con El niño argentino, esta vez centrada en palomas y no en vacas) quien hizo, además, un seminario/desmontaje de la obra para cientos de interesados en el mismo Solís. También envolvente fue la presencia del 5 al 15 de agosto del creador brasileño Renato Borghi, fundador, entre muchas otras cosas, del emblemático Teatro Oficina. Público en general y actores se pusieron en contacto con ese monumento del teatro carioca a través del workshop “Encarando El Personaje”, la proyección del clásico cinematográfico El rey de la vela (Lindolfo Cuestas, 1988), un seminario-espectáculo llamado Revista del teatro brasileño y dos espectáculos teatrales, 3 cigarrillos y la última lasaña y Dentro.

El año tuvo, además, un par de muestras significativas (fotos de escena de Amílcar y Alejandro Persichetti y material histórico de Carlos Reyes), un par de publicaciones (Escrituras para la escena. Obras uruguayas contemporáneas, de Leonardo Preziosi, Tabaré Rivero y Mariana Percovich, y Dibujar el escenario. Miradas en torno a bocetos de escenografías de la Comedia Nacional entre 1948 y 1995, de Daniela Bouret y Gonzalo Vicci), un par de eventos (el Coloquio Internacional de Teatro y los dos Días del Patrimonio dedicados enteramente al rubro). Pero sin duda la nota más desafinada (en muchos sentidos, creativos, institucionales, éticos, públicos) fue dada por la movida en torno al centenario de Florencio Sánchez. De alguna manera, el departamento de Cultura de la Intendencia de Montevideo, lo había previsto. La solución más inmediata fue insertar a Florencio materialmente (y de paso también a nivel simbólico) en el mapa capitalino: en la publicación Huellas de gigante aparecieron indicados -con estilo didáctico, el folleto es para niños- los espacios en que Sánchez nació, fue bautizado, trabajó y estrenó. Pero como su casa natal -desaparecida en 1934- o la paterna en la Unión -también inexistente- de su presencia, en escena y fuera, parecen quedar sólo las placas recordatorias.

Botines

De parabienes estuvieron este año fetichistas, disposofóbicos y piromaníacos. Fue un año de programas-objeto: Habitación 105 regaló un sobre con cartas, imágenes, etiquetas, instrucciones; Los muertos, de Florencio Sánchez -uno de los pocos intentos de contaminar a Sánchez con el presente-, dirigido por María Dodera, un cd con temas de Made in Taiwán; Neva, de Guillermo Calderón, dirigida por Álvaro Correa, un diarito de San Petersburgo del domingo 9 de enero de 1905; La historia de Alicia y Franco, Alicia y Franco, y Alicia y Franco, un pañuelito negro y, por último, Hotel California, de Santiago Sanguinetti, también dirigido por Dodera, una cajita de fósforos. Éstos sí quedan.