Es difícil explicar el tipo de impacto que tuvo la noticia de la muerte de María Elena Walsh para las generaciones que hoy tienen entre 30 y 50 años y que crecieron escuchando sus canciones. Es decir, más allá de cualquier valoración de su obra, hay millones (iba a escribir “miles” pero es un error, hablamos de millones) de personas para quienes las canciones de Walsh forman casi parte de su ADN, o por lo menos de su memoria formativa, y están indisolublemente ligadas con su universo infantil o con el recuerdo de éste. Así, al escuchar que la autora de “Manuelita la tortuga” falleció, uno no piensa en Pehuajó ni en quelonios ambulantes, sino inmediatamente surge la imagen de Maldonado, Salto, Córdoba, Malvín o cualquier lugar en el que se haya sido hipnotizado de niño por esas canciones mínimas y algo misteriosas.

No es casualidad que el diario La Nación publicara, inmediatamente luego de anunciar la noticia de su muerte, la pregunta “¿Qué significó María Elena Walsh en tu vida?”, porque al pensar en la compositora y escritora, uno tendía a pensar más en fragmentos enteros de vida musicalizados que en simples cuentos o canciones. Tal vez por eso sus temas orientados a los niños sean los que se recuerdan en forma más inmediata ante la noticia de su deceso, aun antes que composiciones adultas de la popularidad de “Como la cigarra” o “Serenata para la tierra de uno”. Pero estamos hablando de un trabajo polifacético y en el cual tal vez no se pueda definir exactamente qué es lo adulto o lo infantil.

Generando un mundo

Aunque se la puede definir como poeta, escritora, cantautora, compositora, dramaturga y guionista (a ella le gustaba simplemente autodenominarse “cupletista”), en el principio la carrera de María Elena Walsh fue exclusivamente literaria. Poeta precoz, publicó su primer libro -Otoño imperdonable (1947)- cuando sólo tenía 17 años, consiguiendo la atención y el halago de personajes como Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Silvina Ocampo y Juan Ramón Jiménez -quien sería una suerte de tutor insufrible para la joven Walsh-. Aunque su segundo libro se llamó Baladas con Ángel (1951), no se aproximó a la música hasta que conoció a la folclorista tucumana Leda Valladares, con quien formaría un dúo musical (que estrenaría, entre otros clásicos, la legendaria “Manuelita la tortuga” y “El Reino del Revés”) y con quien emigraría a París en 1952. Allí comenzaría la creación de todo su universo de personajes de fantasía, intentando -según sus propias palabras- generar un “cabaret para chicos” o una “varieté infantil”. De regreso a Buenos Aires estrenarían este proyecto en forma económica y bajo el nombre de Canciones para mirar. El espectáculo fue un éxito y tuvo una segunda -e incluso más exitosa- versión en la que -junto con un par de mimos- estrenarían “El Reino del Revés”, “La pájara Pinta”, “Canción del estornudo” y “Canción del pescador”, entre otras. Canciones que recordaban que las obras infantiles no son una repetición automática de recursos que en otro tiempo fueron legítimos, y que luego se vuelven sólo una tradición subestimadora, sino la generación de universos inclusivos que los niños sienten como propios; que no les temen a la maravilla, a lo inexplicado ni a lo bien escrito. Simultáneamente a su actividad musical con Valladares, Walsh comenzó a editar libros de cuentos infantiles que resultaron tan populares como sus canciones -incluyendo el clásico Cuentopos de Gulubú (1967)-, así como algunos poemarios para adultos.

Tal vez por miedo a quedar demasiado encasillada como artista infantil, en 1968 estrenó -ya separada de Valladares y liberada de la tendencia más bien indigenista y folclórica de ésta- el espectáculo Juguemos en el mundo, en el que presentaba canciones próximas al Movimiento del Nuevo Cancionero, aunque con un formato musical muy ecléctico. Su repertorio adulto, ingenioso y a medio camino entre el café concert de la época y el canto de protesta, era posiblemente -con excepciones como “Como la cigarra”- menos abierto en lo metafórico que sus canciones para niños -que se resisten en su mayoría a una lectura única de “mensaje”-, pero también se probó como sumamente popular y fue el motivo esencial por el que -casi inhabilitada de cantar por los militares- abandonara los escenarios en 1978, para ya no volver. En cierta forma culminaba la etapa de María Elena Walsh artista y comenzaba su faceta de leyenda viviente.

Alguien distinto

Ícono de las libertades perdidas, y adorada por la izquierda rioplatense, Walsh era, sin embargo, políticamente incomodísima; abominaba de todo tipo de autoritarismos sin preocuparle mucho que estuvieran a su derecha o a su izquierda. Ya en los años 60 no tenía problemas en condenar simultáneamente tanto a las dictaduras latinoamericanas como la opresión del bloque soviético, y jamás tuvo grandes simpatías hacia el peronismo, a pesar de reconocerle sus logros en el campo social y de sentir una clara solidaridad con su carácter de perseguido por los mismos gobiernos militares que la censuraban. Más cercana al progresismo socialdemócrata que encarnaba Raúl Alfonsín, fue nombrada por éste, en 1985, parte del Consejo para la Consolidación de la Democracia, cargo que ocupó durante cuatro años. Luego se fue distanciando de cualquier clase de activismo, sorprendiendo a muchos cuando en 1997 salió de su mutismo para atacar con una durísima carta a los maestros que manifestaban en una carpa frente al Congreso, lo cual descolocó a buena parte de la izquierda argentina -incluyendo a esos maestros que posiblemente habían escuchado y recomendado sus canciones- que no sabían si estaban frente a un caso de conservadurismo tardío o a uno de legítimo reproche de parte de alguien que había dedicado buena parte de su obra a niños como los que perdían clases.

Su inclinación sexual -nunca admitida en público hasta hace pocos años, cuando reconoció la naturaleza de su relación con la fotógrafa Sara Facio, su pareja de los últimos 30 años- era conocida y muchas veces recriminada por esa derecha cerril que se indignaba porque los niños rioplatenses estuvieran escuchando a alguien con semejante desvío -para peor zurda-, rastreando en sus canciones alguna corrosiva metáfora homoerótica. Que por supuesto no existía, tan sólo en su novela semiautobiográfica Fantasmas en el parque (2008) trató el tema en forma bastante directa, no obstante lo cual, siempre fue reconocida como una suerte de ícono por la comunidad gay argentina.

En todo caso, más que una activista o un símbolo ideológico, Walsh era una de las últimas representantes de esa Buenos Aires fermental de fines de los 60, en la que sus canciones se mezclaban con las composiciones de Piazzolla, los espectáculos de Les Luthiers y de Antonio Gasalla, los happenings del Di Tella, el primer rock en castellano, los estudios lacanianos, Mafalda y El Eternauta. Una Buenos Aires tal vez perdida y tapada por diversas capas de grasa, pero que se puede rastrear tanto en su vieja arquitectura como en el permanente y extraño encanto de esa canción sobre una tortuga migrante, una canción que irradia simultáneamente tristeza y esperanza, y que sigue enseñando a niños de todas las edades la rara proximidad entre ambos sentimientos.