Hay pocas maneras de meterse, en el espacio de una reseña teatral, con un tema como la pedofilia, razón de ser del último estreno en el Solís, Blackbird, del escocés David Harrower, primera dirección de Margarita Musto. Una opción es neutralizarlo, no quitar el ojo a las dinámicas de los cuerpos en el espacio y en sus vestuarios; concentrarse en las construcciones escenográficas y la habitabilidad de la trama y la acción en ellas; escuchar las alquimias de voces, música y ruidos. Pero a diferencia de cualquier otra práctica sexual aceptada socialmente con mayor o menor reticencia, la pederastia -en su primera acepción, no como sinónimo de homosexualidad masculina, por supuesto- parece no admitir evasiones: su puesta en escena, en este enero y en nuestra capital, involucra explícitamente la dimensión extrateatral. Se instala la controversia, se la trabaja, se la publicita. Así lo entiende su directora en una entrevista publicada en la diaria días antes del estreno (ver nota vinculada): “Las grandes obras de arte que le han aportado algo a la humanidad son críticas con la moral de la época y la gente más interesante es la que transgrede. La transgresión es un grito de existencia del hombre, y es lo que hace interesante una obra de teatro para comprender y hacernos espiritualmente mejores y ver el punto de vista del otro aunque no se justifique. El hecho de ejercer la comprensión sobre el peor de todos siempre es bueno, aunque se trate de los peores criminales, los peores torturadores. Nos hace evolucionar no perder el punto de vista del otro, saber que el mundo interior es muy complejo, porque estamos llenos de zonas oscuras”. La cita, en cuanto metadiscurso sobre la elección de un texto como Blackbird, tiene varias puntas. Asocia, para empezar, el pedófilo a la transgresión positiva, aplicando los cánones de ruptura artísticos inaugurados hacia finales del siglo XIX a cánones de comportamiento patológico individual (curiosamente, definidos científicamente, es decir, integrados a la clínica y disciplinados, en torno a los mismos años: el primer uso académico del concepto de pedofilia es del alemán Richard Krafft-Ebing y su monografía Psychopatia Sexualis fue publicada en 1886); en segundo lugar, activa el botón de la corrección política o, lo que es más replicable, del “hacernos espiritualmente mejores” equiparando pedófilos a torturadores (con toda la tensión que genera ese “torturadores” puesto así, en plural, en nuestro país) e implicando que, en definitiva, es necesario comprender a todos de la misma manera.
La otra opción, volviendo a las limitaciones del caso, es pensar en el texto, escrito y espectacular, en relación directa con su tema, en su especificidad: cómo habla de lo que habla, qué tipos de discusión quiere generar, qué modos de verlo revisa. Blackbird describe el reencuentro entre Ray y Una quince años después de su relación (ella era una adolescente cuando sucedió), siguiendo los cánones de una puesta al día de relatos -un Rashomon en versión duetto y para nada fantástico- que oponen la versión “humanizada” y arrepentida del hombre a la indignada e “intervenida médicamente” de la niña de ayer: reproches, amenazas, desconfianza inicial, explicaciones y precaria restauración del vínculo.
Levón y Jimena Pérez instauran, con la necesaria rigidez, un juego dialéctico homogéneo, acompañando ambos las fluctuaciones emocionales de sus personajes con titubeos lingüísticos, interrupciones o repeticiones que vienen muy a cuento. E importa que las dos performances -fruto del estilo de escritura del autor, pero también de una dirección con mano firme- sean perfectamente especulares: unificadas las actuaciones parece unificarse la tragedia (una, como el nombre del personaje, que ensucia y compromete las dos vidas, no dos diferentes). Y si hasta pocos minutos antes del final el espectador podría pensar que la pericia de Levón y Pérez o los toques de Musto suplían lo previsible del texto, Harrower da un pasito más para resolver la historia con un innecesario final “sorpresa”. Lo que querría ser shock en realidad sólo desanda el camino recorrido hasta el momento por el dramaturgo (ese entender al “monstruo” en escena haciéndolo, por ejemplo, hablar de “amor” o de “única vez”) y programa, de nuevo, la visión mainstream del pedófilo. En este texto que deambula entre realidad y ficción (y la escenografía oblicua de Beatriz Arteaga ayuda a eso), el final implanta la estadística, se decide por la crónica y no hablo de su origen en una historia real, como ha declarado el propio escritor, sino de un modo de tratar “la cosa”, de pensar en términos de recaídas y tendencias (según estudios sobre el tema, el nivel de reincidencia en casos de pedofilia es altísimo, aun después de largas condenas). En definitiva, en lugar de dejar al personaje flotando en la ambigüedad que la escena había construido para el espectador, Harrower encierra su figura en la jaula de lo imaginable. En este sentido, sigue resultando más complejo y dificultoso el universo exclusivamente literario y autónomo de Humbert, el protagonista de Lolita, de Nabokov, hecho de puras palabras: “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Mi pecado, mi alma. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita”. Eso sí, continúa persiguiéndonos la pregunta: ¿qué hacemos con él?