Toda la belleza de la danza se instaló en el Teatro Solís de la mano de la compañía Inbal Pinto & Avshalom Pollak. Nada mejor que la definición del Village Voice, que catalogó al espectáculo de “vodevil surrealista” para dar una idea de los senderos que transita esta compañía israelí que presentó uno de los espectáculos más imaginativos que se han visto en los últimos años. En Oyster todo parece posible y cada acto es tan sorprendente como el anterior. Los bailarines conjugan una serie de lenguajes variopintos que van del academicismo clásico a la danza contemporánea y el teatro, técnicas de mimo, el arte de los titiriteros, acrobacia, circo y gimnasia olímpica.

Los personajes, como salidos de un universo paralelo, sólo pueden ser parte de una encantadora entelequia. Ellas tienen el aire de las muñequitas de Copelia en versión alucinada. Una lleva una silla pegada en sus asentaderas, otra una rosa roja que sale de su cabeza, una tercera se funde completamente con el sonido de una campana, otras dos se comportan como mascotas. Los hombres parecen salidos de un film de Tim Burton. Dos de ellos conviven en un saco.

La atmósfera de ensueño que recorre toda la pieza se refuerza por la estética fuertemente visual de toda la producción y particularmente del maquillaje y vestuario que incluye caras blancas al estilo de los mimos, pelucas erizadas como las que llevan los payasos de circo y tutús de vibrantes colores rematados con poleras, entre otras cosas. En un momento particularmente bello y gracioso, una bailarina anda por los aires colgada de un arnés, en una suerte de pas de deux a trois en el que uno de sus partenaires se encarga de hacer fuerza para que ella suba y baje a su antojo. No hay una historia que seguir, sino cientos de cosas para descubrir y deleitar los sentidos en todo momento.

Pogo contra el piso

Desde Brasil llegó Cena 11, una compañía con sede en Florianópolis y patrocinio de Petrobras, que presentó Guia de ideias correlatas. Esta puesta en escena está conformada con fragmentos de anteriores producciones de la compañía, como Violencia, Skinnerbox, Pequenas frestas de ficção sobre realidade insistente y Embodied Voodo Game. El resultado es un extraño mosaico en el que confluyen un lenguaje corporal que no escatima a los bailarines oportunidades de planchar deliberadamente contra el piso, una serie de textos proyectados en una pantalla que abordan complejos conceptos vinculados a distintas concepciones del cuerpo, y tecnologías aplicadas al diseño del movimiento.

La obra tiene puntos fuertes, como un breve dúo tan bello como vertiginoso (que forma parte de la obra Skinnerbox) en el que súbitamente una mujer da un doble giro sobre los hombros del hombre que la detiene justo cuando su cuerpo queda paralelo al suelo, para luego dejarla en una posición de equilibrio y soltarla. Es en momentos como ése cuando mejor se traducen en el lenguaje corporal las premisas y ejercicios trabajados por la compañía, que tienen que ver con colocar un cuerpo en posición de firmeza, dar sostén al otro y quebrar esa conexión, o bien indagar en las posiciones que dan inestabilidad al cuerpo.

Tal vez porque no se trataba de una pieza sino de varias no exhibidas en su totalidad o porque el recurso utilizado por los bailarines de caer una y diez veces al piso sorprende pero agobia, o porque algunas de las ideas expuestas eran demasiado complejas de aprehender, Cena 11 produjo un momento difícil de sobrellevar desde la butaca.

Provenientes de España, Vergüenza, grito, lamento, susurro, silencio, de la compañía Santamaría, y Bach, de Mal Pelo, mostraron dos formas de abordar la creación coreográfica completamente distintas. La primera desarrolla un tema punzante como la violencia doméstica, una temática que podrá movilizar a priori a quienes consideren que la importancia del arte radica en su dimensión moral o crean en él como alimento de la conciencia social. Pero, curiosamente, Vergüenza, un pas de deux de estilo neoclásico, aborda un tema que hace estragos en la población femenina a escala mundial, como si se tratara de algo que sucede exclusivamente en Oriente Medio (a juzgar por las fotografías de las mujeres exhibidas) y cae en un rosario de lugares comunes que desmerecen completamente la puesta en escena y el buen trabajo de la bailarina Aída Badía.

Por otra parte, Bach, una pieza magistralmente interpretada por la bailarina española María Muñoz, surge de la inspiración provocada por la composición “Clave Bien Temperado” del compositor alemán. La materia prima de la obra son los golpes de la música de Johann Sebastian Bach, que recorren el cuerpo de la bailarina provocando gestos mínimos, tan personales como tics, y otros que dejan ver el profundo trabajo corporal del que es capaz esta carismática bailarina.