Este año de conmemoraciones bicentenarias ha incorporado otro episodio del pasado a las prácticas conmemorativas: aquellas marchas de miles de vecinos que acompañaron en su retirada al ejército de Artigas en 1811. Si bien en 1961 (año del “sesquicentenario”) no pasó del todo inadvertido, en este 2011 se ha transformado en uno de los centros simbólicos de la celebración. Lo que hace surgir inmediatamente la pregunta: ¿es correcta esta decisión? Este episodio, ¿es un hecho tan relevante como para instituirlo como epítome del artiguismo?

En cualquiera de sus formas el gesto conmemorativo siempre celebra la nación, y el pasado histórico es solamente uno de sus pretextos. Otro menos discutido es el desempeño futbolístico: el gran gesto nacionalista de 2010 fue la indescriptible manifestación que recibió a la selección al regreso de Sudáfrica. Existe una confusión respecto de las conmemoraciones que las confunde con la “verdad histórica”, y se piensa que los aniversarios deben corresponder a “hechos históricos reales”. Si a esa confusión se agrega cierto prejuicio que supone que las conmemoraciones de este país son “falsas” y que las “verdaderas” serían coincidentes con las de Argentina, entonces toda la agenda conmemorativa de este 2011 queda bajo sospecha. Puede afirmarse sin error que, con independencia de la idea que se tenga de la verdad histórica, ésta no tiene ninguna relación con la conmemoración: la historia no tiene mucha influencia, aunque se la invoque permanentemente y seleccione episodios del pasado para estructurar su agenda.

Sin embargo, esa selección no es irrelevante: nos habla de la manera en que la nación se ve a sí misma e interpreta su pasado inmediato. La batalla de Las Piedras conmemorada hace 100 años, la jura de la Constitución en 1930 o el desborde casi espontáneo de los 150 años de la muerte de Artigas nos cuentan algo sobre las ansiedades, las preocupaciones y las expectativas de la sociedad. La elección de esa retirada de 1811 parece mostrar una comunidad nacional que prefiere recordar momentos duros antes que victorias, y lo hace postergando la triunfalista palabra “éxodo” o la esencialista “emigración” para preferir su designación de “redota”.

Anaya dice que los paisanos le daban ese nombre “por querer decir otra cosa”, pero no aclara el sentido; en el centenario de la muerte de Artigas, Carlos Maggi la defendió con buenos argumentos pero no consiguió imponerla: en aquel Uruguay vencedor de Maracaná, la referencia a un episodio tan dramático sólo podía ser marginal y en clave heroica. Pero todas las formas de designación son igualmente nacionalistas: sólo que ahora, en vez de remedar la Biblia, parece que nos acercamos más a Renan, quien afirmaba (en épocas duras para Francia) que “en cuestión de recuerdos nacionales valen más los duelos que los triunfos”. En 2011 la designación “redota” parece imponerse (en los festejos y en las pantallas) como una expresión más ajustada de la forma en que prefieren verse los uruguayos.

En esta era del patriotismo posnacional, un tramo de festejos con poca visibilidad militar prefiere recordar la designación del “Jefe” con música y volatineros, e incorpora esta “redota” al rico patrimonio. ¿Un mandato de la historia? No: un signo de los tiempos.