Si lo de La Fura dels Baus es el exceso -más grande, más alto, más fuerte-, entonces cumplieron bien con su parte en los festejos de la noche del lunes. Su performance fue una demostración de los prodigios que la logística puede llegar a operar en el terreno del espectáculo: la iluminación, la coordinación y la sorpresa fueron las mejores señas del show que copó la plaza Independencia unos minutos antes de la medianoche.

Sin embargo, la presentación de los catalanes debía distinguirse de las decenas de actuaciones que hubo en los cuatro escenarios no sólo por la sofisticación de su puesta en escena, sino porque, dado su carácter teatral, se proponía como el único espectáculo narrativo dentro de un panorama dominado por lo musical. Su capacidad para poner en marcha un relato, además del prestigio internacional de la compañía, fue lo que los posicionó como cierre de una diversa y multitudinaria serie de celebraciones. En este sentido, lo que se vio fue, por lo menos, confuso.

Payada, candombe, tango, “Mi tierra en invierno” de Zitarrosa, la contradictoria “Defensa de la alegría” de Benedetti y hasta una versión operístico-eléctrica de “Río de los pájaros” se sumaron a momentos de literalidad excesiva. Entre éstos, una muchacha que lucía un body-painting con los colores de la bandera salió de una especie de útero colgante (representaba el nacimiento de la patria); la marioneta gigante (emblema del grupo) se levantó cuando se “levantó” la Libertad y de a poco fue agarrando el ritmo de la comparsa; los “inmigrantes” llegaron remando y con antorchas; el actor Ruben Yáñez se encarnó a sí mismo 30 años atrás y también al prócer nacional (“que no se fue al Paraguay, ¡está entre nosotros!”), para interpretar un fragmento de Artigas, general del pueblo (lo que se celebraba era su nombramiento como “Jefe de los Orientales”, recordemos). Es de agradecer que, entre tanto sincretismo forzado y directo -el arranque fue una explosiva simulación del Big Bang que habría dado origen al universo-, sólo el recitado de Yáñez aludiera de manera indirecta a la última dictadura, cuya representación cabal hubiera exigido quién sabe qué sacrificios humanos. Juntar y abarcar, incrustar mitos nacionales a como diera lugar, parecían ser las consignas; mostrar una historia (ni hablemos de Historia) no era tan importante.

Como mirada al pasado, entonces, la del espectáculo fue estrábica. La responsabilidad, si cupiera, no habría que buscarla en la dirección de los artistas españoles, cuya hilación suele ser más ajustada cuando trabajan para instituciones (multinacionales, países...) con objetivos más precisos. Los problemas de autorrepresentación son un asunto criollo, pero también fueron uruguayos la mayoría de los acróbatas que, a veces como escurridizos espermatozoides, a veces como arriesgados bailarines sin vértigo, reclamaron el protagonismo para lo puramente sensorial, dejando para otra vez y para otros lugares (techados, calculamos) las pretensiones reflexivas. Igualmente compatriota fue la impecable organización general y también, obviamente, la masiva concurrencia que acompañó esta fiesta oficial.

Empate, pongamos, sobre todo luego de admitir que, tras haber fisgoneado ensayos, uno se perdió la dimensión más inmediata del show de la plaza Independecia por haber apostado a la ubicuidad que prometía la ecuménica transmisión televisiva. Efectivamente, las cámaras fueron justas con La Fura dels Baus y al final de la jornada mostraron, desde lo alto, una Montevideo dignamente iluminada y dominada por cuatro coloridas baterías antiaéreas.