Eduardo Acevedo Díaz, además de ser parte del nomenclátor uruguayo, es un “caudillo olvidado” de nuestra literatura nacional, como lo llamó Sergio Deus. Sus vínculos con la construcción de la historia del país crecen junto a él. Cuando nació, en abril de 1851, se vivían los últimos meses de la Guerra Grande que había sacudido a Uruguay durante una docena de años, dividiendo claramente el territorio. La divisa blanca, con la que se identificó desde los comienzos, fue la que defendió en la Revolución de las Lanzas y también desde las filas de la prensa, en una época en la que “ser escritor y no haber sido, ni aun accidentalmente, periodista, en tierra tal como la nuestra, significaría, más que un título de superioridad o selección, una patente de egoísmo”, según lo marcara Rodó, en su discurso “La prensa de Montevideo” (1909).

Acevedo Díaz hizo un aporte trascendente con su tetralogía épica: fundó un sentimiento de nacionalidad uruguaya. Ismael (1880), Nativa (1890), Grito de Gloria (1893) y Lanza y sable (1914) son más que novelas, son cimientos sobre los que construir la historia de la Nación que aún estaba en ciernes. Desde la ficción, Acevedo Díaz toma la pluma para representar los acontecimientos que dieron origen a nuestro Uruguay. La obra ficcional de nuestro “primer caudillo civil”, según Francisco Espínola, es la culminación de un proyecto político que planteara ya en 1895 desde las páginas de El Nacional: “El maridaje de lo histórico con lo novelesco, en vez de menoscabar el interés del relato, lo realza y acentúa”.

Por un patriotistmo racional

Lanza y sable, la última pieza de la tetralogía, está encabezada por un prólogo, “Sin pasión y sin divisa”, que evidencia la prédica de Acevedo Díaz con posterioridad a su expulsión de las filas blancas. El pintor de los personajes fundadores de nuestras raíces históricas nunca pudo pertenecer al panteón de los héroes del Partido Colorado, pero tampoco al del Partido Nacional porque “traicionó” a sus correligionarios apoyando la elección de José Batlle y Ordóñez en 1903 y trazó así su camino como Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario en diferentes tierras lejanas.

El proyecto político de Eduardo Acevedo Díaz lo obligó también a incursionar en la historia. Así surgen El libro del pequeño ciudadano en 1907 y Épocas militares de los Países del Plata en 1911, dos intentos de formar un pasado para acercar a los lectores contemporáneos pero, sobre todo, a quienes se irían sucediendo en los tiempos de la nación. A diferencia de la tetralogía épica, aquí su estilo es más bien ensayístico e historiográfico. Pero todas sus producciones, cualquiera sea la disciplina en la que se enmarquen, tienen como objetivo sentar las bases del mito nacional: “El solo concepto racional del patriotismo, es todavía oscuro para muchos hombres. El de la nacionalidad, como conciencia plena, apenas se acentúa” (“Sin pasión y sin divisa”).

Ninguno de los caudillos que lideraba las divisas (Manuel Oribe o Fructuoso Rivera) podía ostentar la conducción de un pasado fundante para una Nación que debía borrar en su presente las luchas armadas entre divisas que habían suspendido el progreso nacional. El imaginario colectivo necesitaba reforzar la imagen del mito nacional. Desde la pintura, Blanes trazaba la representación física del Protector de los Pueblos Libres, Zorrilla de San Martín, desde las letras, recibía el encargo del Presidente Williman que diera origen a La epopeya de Artigas. Acevedo Díaz combatió con la pluma en los espacios de paz que le dejaba la lucha armada porque “ahora comienza el empeño”.

Si en los años 1920 Eduardo Acevedo Díaz no tenía lugar, sí lo tendría para los uruguayos de mediados del siglo XX. La Colección de Clásicos Uruguayos publicó Ismael en el cuarto volumen que editó y continuó luego con otras novelas y cuentos de autoría de Acevedo Díaz. A 30 años de su muerte, Espínola lo recordó dentro de la narrativa rural de la Nación. También desde Marcha los críticos de entonces hallaron en este novelista algo para quitarle al olvido. Desde entonces, algunas miradas críticas y biográficas han asediado con intermitencia a este baluarte de nuestras letras.