Los jurados del Nobel no adelantan listas de finalistas, por lo que hasta el día del anuncio sólo puede especularse sobre el nombre del ganador. Esto no impide que año a año se hable de favoritos o de relegados (como fue Borges y como hasta ahora había sido el propio Tranströmer), con especial fundamento en lo que indican las casas de apuestas. Este año, quien pagaba menos era Bob Dylan y ello hizo ilusionar a muchos con que por fin un músico se haría acreedor de la más prestigiosa distinción literaria. Pero si hubiera sido posible -y continúa siéndolo- que Dylan ganara el premio, de algún modo éste dejaría de ser el Nobel. Al contrario que los jurados del Premio Casa de Asturias, que paulatinamente han acercado su accionar a la opinión popular (este año le dieron el premio en Letras al cantautor Leonard Cohen), los suecos no necesitan golpes espectaculares para propagandear su concurso. Los criterios que manejan, si bien incluyen la universalidad -entre otras cosas, debe tratarse de autores extensamente traducidos-, no parecen considerar la aceptación masiva del artista a distinguir. Un posible contraejemplo, Gabriel García Márquez, es en realidad un escritor exitoso y accesible para los lectores de lengua hispana, pero era exótico en el resto del planeta cuando ganó el Nobel, en 1982. Los suecos no buscan prestigiarse con la elección de un autor, sino que, más bien al contrario, utilizan el premio para promocionar al escritor; de modo similar, su idea de literatura parece más cercana a la de “guía” que a la de “reflejo” de la sociedad. En ese esquema -sin entrar en debates sobre calidad-, era difícil que el premio terminara en Dylan, un artista que a esta altura no precisa demasiada difusión. Todavía es posible una jugada como ésa, pero sólo una vez, como excepción. Más aun, sería quedarse con la marca “Nobel de Literatura” pero sin el contenido, como ya le pasó a “Nobel de la Paz” luego de recaer en tantos políticos belicistas.